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Días de Amsterdam

Lo primero que tuve que hacer fue despegarme de los prejuicios. Fue difícil. Amsterdam, tan libertad y multicultura, tan faso y zona roja y coffee shop y bici sendas, era una montaña en medio del mar de viaje y no había forma visible de escalar la ciudad como quien no sabe nada. Y eso era justamente lo que yo quería: entrar de cero.

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Hacía unas semanas había estado con un nuevo desafío recorriendo Serbia y Croacia, después había pasado unos días en Biarritz con Aniko, había caído inesperadamente en Esparraguera (España) y cuando el viaje estaba por irse como un soplo en el río, aterricé en Amsterdam y me di cuenta de repente de dos cosas: uno) estaba otra vez viajando sola, después de quién sabe cuánto tiempo; dos) no sabía que responderle al señor que me preguntaba con toda su amabilidad qué quería ver en Amsterdam y qué planes tenía para los próximos cinco días. Pude haber esbozado un recorrido bastante creíble que incluyera a Ana Frank, las prostitutas del barrio rojo  de Amsterdam y unos cuantos tulipanes, pero la dije lo más parecido a la verdad que me salió en ese momento: “no tengo idea, quiero sentir Amsterdam”.

No sé si la sonrisa que obtuve a cambio fue sincera o de pura cortesía, pero tampoco me interesó. Uno por uno empecé a sacudirme los preconceptos, los puntos obligados y los clichés de la mente. A veces pareciera que si uno no marcó todos los casilleros de la lista, si no hizo todas esas cosas que hay que hacer en determinada ciudad, entonces falló en algo, se perdió de lo más importante del mundo, desperdició el viaje. Sin embargo mientras más viajo más reconfirmo que los viajes son tan únicos como particulares las personas, y que aunque esas listas sirven (yo misma escribí unas cuantas), a fin de cuentas lo que más me importa son las marcas que los lugares dejan en mis recuerdos, los textos que me brotan, la gente que me encuentro, los momentos que son míos en esa ciudad.

No quería andar en bici en Amsterdam, quería caminar. Tampoco me interesaba salir de fiesta a reventar la noche, ni visitar todos los museos, ni internarme en un coffee shop a fumarme la vida. Intenté sincerarme y me di cuenta de que si realmente quería sentir mis días en Amsterdam, tenía que poner en alerta todas las partes de mi cuerpo, afilar los sentidos (los que tienen nombre, y los que no también), y hacer un viaje único para mí.

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Día 1 –  Las piernas (o cómo se sienten las plantas de los pies en una ciudad hecha para bicicletas)

Eric me insistió en que debía pedalear y me dejó una bici con cambios en el pasillo del departamento. Apenas si la miré de arriba abajo. Era alta para mis piernas cortas, y el viento me sirvió de excusa para dejarla en casa. Sin mapa y con las indicaciones del amigo de mi amigo que amablemente me había recibido en su estudio, emprendí el camino hacia el corazón de la ciudad. Era primavera y las flores de Amsterdam estallaban en todas las paredes, pero el calorcito amigable no llegaba por esos lados. Me llevé un abrigo. Por el pasillo, Eric me mandó un grito de advertencia: “¡Mirá para los dos lados al cruzar, y tené mucho cuidado con las bicis!”. Por las escaleras pensé que quitada de contexto la frase sonaría de lo más ridícula e inverosímil (ya había aprendido a tener cuidado con los autos en Buenos Aires, y aunque nunca había llegado al Sudeste Asiático, había tenido mi chance de esquivar motos en la India, pero bicis?). Sí, bicis. En Amsterdam la gente pedalea a toda velocidad, y a simple vista suelen ser mayoría. Tienen sus sendas peatonales propias, sus semáforos y sus puteadas internacionales contra todo auto o peatón que se interponga en su camino. Son feroces, y van en masa.

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La idea romántica de la bici como paseo me duró poco, y en seguida me sentí de lo más segura andando sobre mis dos motores naturales, esos con que Dios me envió al mundo. No sé decirles exactamente cuánto hay de trayecto desde la casa de Eric hasta Amsterdam Centraal, pero seguro es un cuarto del tiempo que me llevó a mí. Lo peligroso de viajar en piernas es que uno puede frenar y volver arrancar y disminuir la marcha conforme los otros sentidos vayan levantando la mano. Podría decir que lo bueno, es exactamente lo mismo: detenerse en los detalles a gusto y placer.

Así, caminé rodeando canales, admirándome de las casas-barco y sus jardines, esquivando constantemente bicicletas superpoderosas, y sintiendo la alegría de tener frente a mí esas casas tan Holanda que había visto un millar de veces en fotos y en TV. No, no tenía ni remotamente las zapatillas más cómodas para caminar por la ciudad, pero ignoré completamente el insípido dolor de talones que ya cerca del mediodía empezó a pedir auxilio desde el suelo. (Hubiese sido infinitamente peor un dolor de muslos pedaleros sumados a un dolor de traste por asiento duro).

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Día 2 – La fiesta de los ojos

Amsterdam es una kermesse que se inaugura cada vez que abro los párpados. Es complejo de sintetizar, pero hay mil millones de ramas donde posar mis ojos pájaros. Hay paredes, hay vidrieras, hay paisajes que no caben en guías de viaje.

Un pato verde junta ramitas con paciencia y arma un nido flotante en medio de un canal, y los autos lo atraviesan de a uno sin darse cuenta de la naturaleza viva. Alguien arma vidrieras inverosímiles para vender cosas que nadie entiende pero que quedan lindas. Otro llena la ventana de su casa de mapa mundos como pelotas, y hasta el Papa Francisco me dice que todo está OK entre ositos de peluche. Yo sigo atravesando las arterias de Amsterdam a pie. Me pregunto si alguien se detuvo a contemplar esta belleza antes que yo, si todos los que caminan miran fijo al horizonte como si fuesen caballos adiestrados. Debe ser difícil naturalizar una ciudad así.

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Después de un rato de andar llego sin darme cuenta a la zona roja. Hay latinas hermosas posando en vidrieras como retratos vivientes. La luz del sol de mediodía aplaca el erotismo pero ellas siguen ahí, con sus pechos saltones y sus tangas microscópicas. Una rubia blanquecina se fuma un cigarro sentada en una butaca, y el marco de la ventana hace a la vez de marco de un cuadro viviente. Parece como si estuviese viajando sin mirar por la ventanilla. Otra, ya entrada en años, peina una cabellera fucsia de una morena que come una ensalada con minucia quirúrgica. ç

s la trastienda cotidiana del after office más viejo del mundo, ahí, en las veredas y frente una iglesia que seguramente este domingo celebrará el oficio. Las putas no me dejan sacar fotos pero me tiran besitos con dos dedos finos como sus uñas fluorescentes. Las saludo con una reverencia y una de ellas se ríe de en serio. No puedo evitar una cierta incomodidad frente al desparpajo, aunque no logro descubrir bien qué es. (Mi amigo Nicolás me dirá, días más tarde, que si no vi la zona roja de noche entonces no vi la zona roja, y me llevará a pasear entre vidrieras de neón rojas y azules, en una actitud semi protectora frente al desparpajo consensuado). Por ahora me dejo llevar por la curiosidad que me dan los carteles de liberación en la calle, el monumento a las prostitutas. Y sigo caminando.

Detrás de esas cortinas se esconden las chicas.
Detrás de esas cortinas se esconden las chicas.

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Van Gogh me extiende la mano desde una pared opacada, y me siento a mirar sus girasoles. Me acuerdo de mi hermana y ese amor desmedidamente platónico que tiene con el loco que se cortó la oreja y termino haciendo la fila del museo. Para ser honesta, no sé tanto del Van Gogh como mi hermana, y probablemente sepa menos que muchos de los fanáticos que esperan con las guías y las enciclopedias bajo el brazo, pero hay algo en la obra de Van Gogh que me conmueve. Recuerdo una escena que vi hace unos meses en Doctor Who, una serie inglesa en la los protagonistas viajan en el tiempo. Se habían traído a Vincent a París, y lo habían llevado a ver sus propias obras en una galería, mientras un experto daba su más sincera opinión sobre el arte de Van Gogh, sin tener la remota idea, claro, de que el pintor lo estaba escuchando. Y hablaba de la pasión, de cómo Van Gogh había sido  el único pintor que había sido capaz de usar su pasión para retratar el éxtasis, la alegría y la belleza del mundo.

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Esas mismas palabras son las que trato de rememorar ahora que tengo sus autorretratos en frente. Las huellas de sus pinceladas no son capaces de canalizar tanta energía. Es como un río irrefrenable que fluye en el óleo, y detrás de cada cuadro hay mucho (pero muchísimo) más de lo que se ve en cada imagen. La pasión. Es eso lo que me emociona. Hay un jardín de flores que me crece en el pecho cada vez que me encuentro con alguien capaz de soltarle la rienda a sus pasiones, porque ese poder ─cargado de amor, de fe y de convicción─ puede cambiar al mundo. (Aunque sea curioso que muchas veces esas pasiones vengan de la mano de mundos internos oscuros que nutran y a la vez destruyan tanta genialidad). Es un poco fastidioso el Disneylandia en que se convirtió el museo, pero sería demasiado altanero esperar otra cosa.

No lo encontré subtitulado, pero este es el episodio del que hablo. Se me pone la piel de gallina con esta escena.

Día 3 – Cara de queso o el paladar nostálgico

Lo dije una vez al pasar y mi declaración inocente se volvió comentario de muchos: La vida sin queso no tiene sentido. Lo sostengo, y cada vez con más fervor. Hay que imaginarse entonces el feliz cumpleaños por anticipado que fue para mí y para mi boca llegar a un país como Holanda, con hormas de queso brotando desde las veredas, con degustaciones mini y gratuitas en cada esquina. Recién para cuando había comprado el tercer queso (y ya sabía en qué locales cortaban las muestras gratis más grandes, y qué variedad era la que más me gustaba) se me ocurrió pensar que a lo mejor, cuando la aduana preguntaba en Ezeiza si uno traía productos de origen animal, el queso entraba en ese rango. No me importó, seguí comiendo lo mismo.

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Cuando tenía 19 años y las ganas de viajar ya me picaban en los talones, acepté un trabajo en Villa General Belgrano, para pasar el verano medio practicando medio paseando mi vida de futura licenciada en Turismo. El albergue se llamaba El Rincón, y era una mezcla de hostal y camping familiar en el que aprendí a hacer un montón de cosas. John, el dueño, era el típico holandés al que más de una vez vi surfear montañas de barro en suecos de madera. Teníamos un burro, Pancho, que cuando se cansaba de los nenes malcriados se daba a la fuga y aparecía días después en la terminal cercana. (Nadie sabía por dónde se iba, pero me llamaban por teléfono a mí para que fuera a buscarlo). Había caballos con los que nunca me llevé bien, y también una vaca a la que John ordeñaba religiosamente todas las mañanas. De esa leche hacían yogurt, crema, manteca y, por supuesto, queso.

La curiosidad que tengo ahora en esa época era exacerbada, así que cuando vi que John iba a preparar frente a mi nariz el manjar que nunca había visto más allá de la fiambrería, le pedí que me enseñara. A partir de ahí, día por medio me las ingeniaba con 20 litros de leche fresca para preparar hormas caseras de queso Gouda, que después comía a todas horas y de todas las formas posibles. Aprendí la técnica para el queso saliera con agujeritos, el punto justo de la leche, el placer de desgranar con los dedos la leche recién fermentada. Me encargué de almacenar muy bien esos recuerdos: era muy probable que nunca volviera a tener ni 20 litros de leche a mi disposición, ni las prensas, ni lo moldes, ni nada.

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No sé si habrá sido por mi insistente carácter de probadora pasajera, o porque me quedé un buen rato mirando con desconfianza un pedazo de queso violeta (sí, queso violeta) que estaba hecho con lavanda (y que finalmente me animé a comer para terminar concluyendo que tenía demasiado olor a jabón), pero esa tarde, en la tienda de Henry Willig me invitaron a participar de una de sus degustaciones privadas, a la que obviamente accedí.

Veinte segundos de video me alcanzaron para teletransportame a mis 19 años en Villa General Belgrano, y me morí de emoción al ver a esas señoras holandesas cortando el queso con las mismas cuchillas que John me había enseñado a usar en su albergue cordobés. Ni los empleados del lugar podían creer cuando les contaba mis historias, ni yo la nostalgia que me dio saber que ahora esos mismos procesos se hacen a máquina. Así y todo me volví la panza cantando de contenta, satisfecha con mi horma de gouda con pesto que zarandeaba en la mochila, pensando lo loco que me parecía volver a hablar de quesos en una ciudad tan cosmopolita como esa, donde las vacas ni los Panchos no tendrían el más mínimo lugar.

Día 4 – De música ligera, libertad canábica y barrios que se transforman de noche

Lo conocí a Nico cuando tenía más o menos quince años, y yo era la chica nueva de la escuela re privada, y él el amigo del chico lindo que me gustaba. Después fuimos estudiantes de la misma carrera pero en distintas ciudades, después compañeros de trabajo, después compañeros de casa, después él volvió a ser el amigo del (otro) chico lindo que me gustaba y así, finalmente, terminamos siendo amigos de la vida, de esos que uno nunca sabe cuándo va a volver a ver (pero que tampoco hay apuro, porque en esos reencuentros es como si el tiempo no hubiera pasado jamás).

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De la última vez que nos habíamos visto ya ni me acordaba, pero lo reconocí en seguida sentado frente al Museo de Heineken, como si los años no le hubiesen venido nunca. Estaba viviendo en Amsterdam desde hacía unos años, y aunque estaba corto de tiempo, nos tomamos una tarde noche para caminar y hablar la ciudad. Lo bueno de patear las calles con alguien que vive desde hace tiempo, es que los rincones ocultos van apareciendo a medida que el otro nos los señala. A lo mejor estaban ahí la primera y la segunda vez que pasamos en frente, pero qué diferente es mirar las cosas entendiendo lo que se tiene delante. Nico, que trabaja de tanto en tanto como guía de turismo, iba intercalando las novedades de años sin vernos, con datos históricos de la ciudad que nos cruzábamos. “La última vez que almorcé con K. me di cuenta que ya no teníamos nada en común más que la historia que compartíamos. ¿Ves que las casas están inclinadas en el techo? Eso es porque los áticos se usaban como almacenamiento. Y no, imaginate que después de vivir acá, ni a palos me dan ganas de volver a San Nicolás. Mirá, ese gancho que todavía cuelga desde el techo, es el que se usaba para subir las provisiones”.

Y así hablamos, de nuestras historias últimas, de Máxima, de los amores, de lo que queríamos para el futuro, de los canales, de los viajes, de Van Gogh, de los turistas, del tranvía. Cuando llegamos a Amsterdam Centraal, Nico me dijo que tenía algo increíble para mostrarme. Pensé que la música que venía del fondo era de algún artista callejero (de esos que abundan en la city porteña, y que tanto extraño en ciudades hiper estructuradas como Medellín). Pero no. Ahí, en el medio de la estación, había un piano lustroso anclado al piso. “Comparte tu talento”, invitaba el cartel, y un chico flaquito se había puesto a tocar una de Queen mientras otros pasajeros iban formando una ronda para el concierto espontáneo que acababa de empezar. “Pasa siempre. El otro día había un tipo tocando música clásica…la rompía. Estuvo un rato largo, y esto era un mundo de gente”. “¿Te imaginás esto en Constitución?”…

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No sabría especificar para dónde fuimos después, porque eso también es algo que pasa cuando uno se deja llevar por alguien que sabe. Sí recuerdo que pasamos por un barrio bohemio con algunas casas tomadas y unos grafitis impresionantes. Ni sé la cantidad de veces que cruzamos canales, y ya no puedo distinguir entre mis fotos cuál es la casa más pequeña del Amsterdam. Nico me contó que en aquella época los impuestos se pagaban por metros de frente, y por eso todo el mundo construía para arriba.

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Cuando se nos hizo un poco de noche entramos a Coffee Shop, y me sorprendí de la tranquilidad de todo. Pajuerana yo, supongo. En Amsterdam la marihuana es más tabú cerebro adentro que afuera, y hay gente fumando pacíficamente por todas partes, y hay golosinas de canabis, y helado y posters y postales, y no pasa nada. Así que nos sentamos a seguir la charla mientras comíamos unos tostados y esperábamos que se hiciera más tarde para terminar el tour ahí, en ese barrio que yo pensaba que había visto pero que se transformaba (y vaya si lo hacía) justo un ratito después de que caía el sol.

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Nos volvimos a asomar a la calle cuando las luces de neón advertían los espectáculos de las vidrieras, y confieso que si por la mañana me había sentido un tanto incómoda, ahora que la oscuridad permitía mirar sin tanta discreción, la incomodidad era más hacia mi propio cuerpo que hacia las prostitutas monumentales que copaban las vitrinas. Qué cuerpos. Ni una estría, ni un rollito, ni un nada fuera de lugar. Esculturales, pelo perfecto, rostros hermosos. “No entiendo cómo con semejante lomo no pueden dedicarse a otra cosa”. “Negra, se dedican a eso justamente porque tienen semejante lomo…”

El Barrio Rojo es todo un espectáculo incómodo, con gente aglutinada transitando las calles en masa, mirando mujeres como si fuese un zoológico. Hay chicas en tanga, escaparates con luces azules y hombres vestidos de mujer, espectáculos de sexo que se pagan con fichas, luces blancas, medias de red, uñas muy largas, pelucas y labios carnosos. Pero los que miramos sin discreción también somos de distintas especies. Turistas, chicos de fiesta, amigos borrachos, parejas curiosas, jubilados más curiosos, amigas pícaras y un sinfín de gente que pasa por delante como si nada, porque esto es cosa de todos los días. Nosotros hacemos una ronda pasajera y nos pegamos la vuelta cuando ya considero que he visto suficiente.

¿Viviría en una ciudad así? Sí, por supuesto que sí. Amsterdam es como un enjambre de corazones que laten a destiempo y se mueven en masa. Y los idiomas más variados van cubriendo sus veredas a todas horas, y a nadie le importa otra cosa más que vivir. Hay una energía intensa en todos los rincones, y al mismo tiempo una armonía absoluta, porque cada quien va en su frecuencia, siempre en paz.

Algo de info útil sobre Amsterdam

 Como buena capital europea, Amsterdam es una ciudad muy bien conectada. Yo llegué en avión desde Barcelona (y tardé más en los trámites que en volar a la ciudad). Si están con más tiempo, pueden probar viajar en tren. Se puede llegar desde París en poco más de 3 horas, por ejemplo.

 Como comenté en el post, yo me quedé en casas de amigos, pero según tengo entendido, Couchsurfing funciona muy bien.

 Si quieren más información sobre la ciudad (hay de todo para hacer, y en serio, 4 días no alcanzan), pueden visitar la web oficial de la ciudad.

 Amsterdam fue la primera ciudad del mundo que me tocó visitar en la que Información Turística no te regala los mapas…te los vende. Me parece malísimo,  pero en fin. No siempre hace falta comprarlos: se encuentran mapas desechados en los hostels, los restaurantes y hasta en las veredas.

 Si quieren hacer la degustación de queso que hice yo (es cortita pero vale la pena!), pueden reservarla en la web de Henry Willig.

 Si se preguntan qué es esa vidriera llena de condones, se trata de Condomerie, la primera tienda especializada en preservativos.

 Y si quieren recorrer un poco más, acá les dejo una guía con información sobre qué ver cerca de Amsterdam.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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