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Solita

En julio de este año viajé sola a Venezuela. Llevaba años planificando el viaje pero siempre surgía un motivo para no ir: primero la falta de vuelos, después las protestas, al final la pandemia. La soledad no estuvo nunca en la lista. Apenas tuve oportunidad compré un pasaje y empecé la travesía.

El punto más esperado de mi viaje es el Salto Ángel, la cascada más alta del mundo. Es mi obsesión desde que era una estudiante en la universidad. Para llegar a verla hay que comprar un paquete turístico antes, tomarse un avión en Caracas y tener unos cuantos billetes en el bolsillo: no hay manera de hacerlo ni barato ni de forma independiente. Así que después de muchos años de ahorro y de ilusión, finalmente desembarco en Canaima, el pueblo más cercano. Me acompaña una manada de gringos pasados por lavandina —muy pronto se volverán rojos—, familias latinas numerosas y parejas mixtas de venezolanas con novios europeos. Todos estamos eufóricos: eufóricos espantamos a los mosquitos que nos esperan en la pista de aterrizaje, eufóricos abordamos los jeeps después de hacer papeleo bajo una choza de paja, eufóricos llegamos al lodge. Allí nos reciben con copas de champagne o juguito de mango y antes de que podamos ir a nuestros cuartos, antes de que podamos admirar las cascadas que tenemos en frente, antes de que hagamos cualquier otra cosa que no sea respirar, una guía local nos arria a todos hasta un living abierto, con una amabilidad que roza la pedagogía preescolar. Nos tienen que dar indicaciones importantes, dice. Eso, y una sarta de bocaditos y dulces que son el preámbulo de la alimentación que nos espera los siguientes cuatro días. Da primero las indicaciones, habla de los horarios, de lo importante de ser puntuales, de no separarse del grupo. Nos van a dividir en camadas de a 10, que es el espacio que tienen las curiaras en las que vamos a navegar casi todos los días. Entonces, igualito también que una maestra de jardín, empieza a pasar lista y a dar todavía más indicaciones, según el paquete que cada quien haya comprado. Levanto la cabeza cuando escucho mi nombre, pero antes de que diga mi apellido, otra de las guías aparece y dice algo fuerte que hará que todo el salón se gire hacia mí: “Ella es la que está solita”. Se hace un silencio apenas interrumpido por una cacatúa. No hace falta el Lazzarino. El guía se queda absorto un instante, una milésima de segundo. No sabe qué hacer con esa información, qué hacer con su cara, qué hacer conmigo. El resto de los turistas sí: la mayoría me mira con un sabor a lástima y notas suaves de curiosidad. No lo preguntan, pero lo piensan: ¿Por qué anda sola? ¿No tiene nadie más con quién viajar? Yo me trago la pastelería francesa de turno, sonrío y agito suavemente mi mano al aire como si mi sillón fuera carroza y yo reina de la primavera. Y me acuerdo de la última vez en que viví algo similar.

Hace más o menos siete años recibí un premio que consistía en un viaje de lujo a Cartagena de Indias, Colombia. Una semana a todo trapo en uno de los mejores hoteles, comiendo a reventar en los restaurantes más exclusivos de la ciudad. El paraíso, básicamente. Cada día me levantaba, me ponía mi mejor ropa, y dejaba que un chofer me condujera al brunch o al cóctel de turno. A todos lados, en vez del celular, llevaba mi cuaderno. Estaba tan perpleja con la experiencia —ya había estado varias veces en Cartagena pero siempre en modo mochilera rasca— que anotaba todo, en todo momento. Esperaba el mozo, sacaba el cuaderno; terminaba el postre, sacaba el cuaderno. Al segundo o tercer día las caras se empezaron a repetir. Se ve que no había muchos restaurantes de la misma talla porque los vecinos de mesas eran siempre los mismos. Una noche, una pareja de franceses me invitó a cenar con ellos. Noté que salvo el nombre, todo lo demás lo preguntaron con cautela. Cuando les conté que era escritora los dos se largaron a reír a carcajadas. “Mi mujer estaba preocupada. Pensó que escribías tanto porque tu marido te había dejado y estabas haciendo un duelo”.

El guía de Canaima me entrega las llaves de mi cuarto y sonríe mitad servicio al cliente mitad compasión. Los días siguientes seré “La que está solita”. Dejaré de repeler el desdén del diminutivo, de replicar con un “Laura” para convertirme en el comodín de los grupos impares. Me va a tocar compartir viaje con un mix de parejas que no se hablan entre sí, con un grupo de jubilados que caminan lento, con una familia venezolana que, al final, se volverá mi equipo fijo. Van a preguntarme, primero, las cosas básicas y voy a decirles las cosas básicas también: que soy argentina, que tengo 37 años, que vivo sola,  que me encanta Venezuela. Con el correr de los días les voy a mostrar fotos de mi casa en obra, de mi perra, de mi familia, de mis libros, de otros viajes. Y cuando les diga que Salto Ángel es mi sueño universitario, que esperé poder estar allí durante años y que ese es uno de los viajes más felices de mi vida, ellos —hombres y mujeres— van a terminar por confesarme lo que yo ya imagino: que jamás se les pasó por la cabeza que yo pudiera viajar sin compañía por voluntad propia. “Creímos que tu novio te había plantado de luna de miel o algo similar”, me dirán, para después borrar las tragedias con un “¡Te felicito por el coraje!” con copas en alto. Y yo, que llevo 37 años de ser humano y unos ¿20? de adultez, voy a volver a preguntarme por qué. Por qué, en pleno siglo XXI y pañuelo verde y feminismo efervescente, sigue causando el mismo estupor ver a una mujer que viaja sola. Por qué, de todas las razones por las que alguien me podría felicitar, la de tomarme un avión sin asistencia ni ayuda siga siendo, al parecer, la más meritoria.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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