La consigna era viajar en tren, y en eso no había misterio alguno. Más bien, diría todo lo contrario: desde que el desafío se había planteado sobre rieles, sentí una ansiedad tremenda. Me gustaba tener asegurado el transporte. Viajar a dedo es fantástico, pero cuando el tiempo es limitado, las peripecias pueden significar retrasos monumentales y no quería perderme de nada. Por otra parte, sabiendo que Serbia y Croacia están bastante bien conectados por tren, podríamos viajar de noche y aprovechar todavía más el tiempo. Así y todo, había algo que no terminaba de cerrarme, y yo sabía muy bien qué era.
Aunque los pases de tren significaran una despreocupación, en el fondo tenía miedo de que las mejores historias se quedaran en la banquina. Podríamos provocar el azar de mil maneras diferentes, pero mi alma autoestopista se sentía un poco traicionada. ¿Qué tal si no conocemos a nadie local, si pasamos por dos turistas más, si nos quedamos dormidas en los laureles ferroviarios? Dormir era un tema. Soy de las que cierra los ojos ni bien se prende el motor. No importa si es una turbina, una máquina, o el arranque de un fitito, a mí el movimiento del viaje me relaja, y si no tengo charla, si la situación no se pone interesante suelo ver parte del viaje entre mis pestañas. No quería dormirme. Quería conectar con cada kilómetro avanzado, tomar conciencia con los sentidos. No quería estar arriba del tren, quería, más bien ser arriba del tren. Entendí que ese iba a ser mi desafío, aunque no lo buscara. Después de todo, pensé, lo que estaba descartando al no hacer dedo, lo iba a tener de sobra en los vagones. A menos que viajáramos solas, los pasillos se iban a llenar de gente y de historias. Mi meta, tenía que ser alcanzarlas. Vincularme de algún modo con el tren, romper el hielo. Once a hitch-hiker, always a hitch-hiker, así fuera a bordo de un expreso Belgrado – Zagreb.
Tenía cerca de seis horas de viaje y muy pocas ideas sobre cómo comenzar. Necesitaba un plan. Saqué la libreta y anoté:
1. Sacar una foto cada media hora de lo que pase por la ventanilla. (Puede ser menos si pasa algo interesante en el intervalo). Debía evitar que los ojos se me cerraran.
2. Caminar por los pasillos. Explorar.
3. Hacer una lista de olores del tren.
4. Retratar a los tres personajes más curiosos.
Esto último lo escribí como si no fuera yo misma, como si las órdenes fueran para que las cumpliera otro. Me encanta la fotografía, y me encanta mirar retratos callejeros, gente en situaciones cotidianas mostrando un pedacito de su vida frente a la cámara. Pero así como me fascinan este tipo de imágenes, también me intriga horrorosamente cómo hace el fotógrafo para lograr esas tomas. ¿Las saca a escondidas? ¿Paga? ¿Tiene un chamuyo absolutamente irresistible que logra que todos posen y sonrían y hablen con los ojos? ¿O estas son las fotos que logró después del triple de fotos que perdió porque lo rebotaron? Yo saco fotos a escondidas, pero casi nunca quedan buenas. No me siento cómoda pagando, porque el efecto se pierde. Y me rebotaron muchas, muchísimas veces, por más sonrisa y buena onda que le puse. A veces, incluso, me rechazaron con muy malas contestaciones. ¿Qué me hacía pensar que esta vez iba a ser diferente? ¿Que estaba arriba de un tren? Subrayé el punto 4. Esto se trata de un desafío, joder.
Llegamos a la estación de Belgrado con más tiempo que otras veces. Nota al margen: me abstengo de escribir “Beograd” porque tampoco me la quiero dar de “ah, estuvo una semana y ya habla como si fuera serbia”, pero sepan que Beograd, me gusta mucho más que Belgrado, y que soy de las que piensa que los nombres propios no deberían ser traducidos. En fin, llegamos más temprano porque queríamos encontrar un lugar cómodo en algún compartimento. Hasta ahora, siempre que viajábamos en tren nos encontrábamos con dos tipos de asientos: los que están en fila, como en cualquier tren, y los compartimentos cerrados, que tienen 6 butacas y que son la burbuja perfecta para socializar o el cuarto perfecto para dormir. Como el viaje iba a ser de día, queríamos encontrar lugar en uno de estos vagones para aprovechar la cercanía. La micro burbuja del vagón iba a ser el ambiente perfecto para romper el hielo. Es más, una vez que me hubiera animado a hablar y a retratar a alguno de los pasajeros, podría hacer una especie de ronda, compartimento por compartimento, y lograr al menos una foto de cada uno. Pensándolo bien, quizá no sería una mala idea contarles lo del desafío, sacarme fotos con ellos, tomarlo como lo que realmente es: un juego. Si algo había aprendido en este tiempo en Serbia, es que los serbios son un pueblo muy hospitalario, y que aunque no hablen el mismo idioma, aunque sepan que nuestras culturas son totalmente diferentes, basta con decirles “Argentina” para que se les iluminen los ojos, y pongan toda su mejor voluntad para comunicarse.
Esto venía pensando mientras atravesábamos la puerta de entrada, cuando de repente la música me hizo reaccionar. Eran gitanos. Las trompetas, el ritmo, la alegría. Todo me hizo pensar en Kusturica y en lo mucho que me gusta la música balcánica, y entonces me di cuenta que casi sin querer, mucho antes de que yo subiera al tren, el desafío ya había comenzado. La estación de Belgrado suena a saxofones y voy por el andén bailando. Estas cosas, definitivamente, no pasan en la banquina. Junto a la banda hay una chica con una rosa de plástico en la mano, y tiene una sonrisa única de agasajada. O le acaban de proponer matrimonio, o se acaba de recibir, o esto quizá sea una especie de serenata serbia. No tengo tiempo de preguntar, tenemos que subirnos al tren.
Nos apuramos hasta el primer vagón, y no terminamos de subir que ya nos damos cuenta de la decepción: el tren que va hasta Zagreb no tiene cabinas. Son todos asientos en línea, que miran para adelante, y el tren está casi vacío. Qué voy a hacer, qué voy a hacer. El plan se cae por las vías. Entro en pánico. Una cosa es meterse en los compartimentos, y encarar a las personas de a 6, como máximo, y otra muy diferente es pararse en el pasillo y empezar a preguntar de a uno. Mi idea de explorar los corredores era totalmente diferente. Soplo. Estoy un poco nerviosa y me siento tonta, pero a la vez tengo miedo de que el tiempo se me escape, que lleguemos a Zagreb sin que me dé cuenta, que tenga que bajarme del tren antes de tomar coraje de pedir una foto, de iniciar una conversación, de lo que sea. Arrancamos. El tren es gris. Afuera, cruzamos un río. Debe ser el Sava. Clic.
Vamos tomando velocidad y los paisajes van dejando una estela por las ventanas, que son enormes. Si miro fijo me mareo, pero estoy segura de que si en Argentina quedaran trenes, mis planes de viaje los incluirían mucho más seguido. Todavía recuerdo la emoción del primer viaje en tren que hice, de Villazón hasta Uyuni, o las noches intentando dormir en los vagones hacinados pero fantásticos de los trenes en India. Acá hay poca gente alrededor, y nadie me llamó la atención hasta ahora, salvo la chica que está sentada en la misma fila que yo, pasillo de por medio. Es tan hermosa, que tengo que hacer esfuerzos para no mirarla fijo. Hasta hace un ratito estaba haciendo crucigramas en una revista barata, pero ahora sacó su campera, la hizo un bollo y se puso a dormir contra la ventana. Tiene unas facciones felinas perfectas. Ojos verdes, o celestes, no puedo distinguir bien, y unas cejas precisas, de esas que me gustaría tener a mí. No tiene un cuerpo delicado, de hecho es bastante robusta, pero es dueña de unos rulos grandes, rubios, que se ensortijan como quieren, aunque ella trate de atarlos con una hebilla con forma de flor. La miro de reojo para que no se dé cuenta, porque aunque hizo el intento no se durmió. De a ratos saca un celular del bolso que tiene al lado, y manda mensajes. Sé que ella tiene que ser mi primer retrato, pero no tengo motivos para acercarme, y temo que si le digo la verdad, que me encanta su pelo y sus ojos, pero sobre todo su pelo, se piense que tengo otras intenciones más que la de sacarle una foto. Algo me dice que aunque lo mío pase por un deseo de tener yo sus rulos y sus ojos celestes, cualquier confusión puede terminar mal. Sigo pensando, y ella sigue mandando mensajes de texto. Entonces, desde el rabillo del ojo, veo mi excusa. Y es perfecta. Ella guarda su teléfono por décima vez, y por primera vez en todo el viaje, me mira. Yo le sonrío, y antes de que pueda reaccionar, me paro de mi asiento y me le siento al lado. “I really like your nails”, le digo. Pero ella no me entiende, y se me queda mirando con una sonrisa delicada. Entonces le señalo sus uñas, largas, postizas y puntillosamente decoradas, y ella me las muestra, orgullosa. “Can I take a picture?”, pregunto, alzando la cámara. Y entonces ella posa, se ríe, y yo tengo una alegría que no me entra en el cuerpo. Acabo de tomar el primer retrato y a mis ojos, es perfecto.
La emoción y la ansiedad que tengo son tantas, que no puedo volver a sentarme en mi asiento, así que salgo a caminar por el pasillo. El tren está casi vacío, y no veo a nadie más que me guste. Vuelvo a mi asiento y me pongo a escribir, pero el tren frena en seguida. Supongo que ya pasó media hora. Es tiempo de una segunda foto.
Fuera de las grandes ciudades, las estaciones de tren en Serbia son como pequeñas casitas paquetas de otra época. Los guardias usan uniformes antiguos ─y sospecho que viejos, también─. A veces algunos nenes se acercan a las vías a chusmear, pero la sensación que me queda es la de una vida cotidiana junto al andén. Miro casi siempre por la ventanilla y lo que veo es un instante de la vida de las familias que están viviendo allí: un nene pasa en bicicleta, una señora sacude un mantel desde la ventana de un primer piso, un señor va de acá para allá con un celular viejo en la oreja. No hay tiempo para hilvanar las historias. El tren arranca y hay esos momentos se quedan ahí, atrás. Avanzar en las vías es como cambiar de canal.
Pienso que debería estar haciendo una lista de olores, pero lo único que percibo es que unos asientos más allá alguien se sacó los zapatos, y la noticia me llega en olas. No hay coche comedor, no suben vendedores ambulantes, no hay noticias del mediodía. Me está dando un poco de sueño, y ahora que pienso, son casi las 12 y no trajimos nada para comer. O nos bajamos, o nos vamos a morir de hambre. Escucho a alguien decir algo en serbio, a la vez que se acerca por el pasillo. Es el cocacolero versión local, porque avanza con una bandeja llena de latitas. Cuando llega a ofrecernos, le pregunto si tiene comida, pero el hombre tampoco entiende. Hago pimpollito con la mano y la agito cerca de la boca, mientras que con la otra mano me toco la panza. Es un dígalo con mímica fantástico, porque además de comunicar divierte, y siempre trae consecuencias inesperadas, como ahora. El hombre niega con la cabeza y me larga un speech en serbio que obviamente no entiendo. (Siempre me llamó la atención cómo alguna gente local espera que uno absorba las palabras por osmosis). Entonces el señor me hace señas de que espere, pero no tanto: en menos de un minuto está de vuelta, y me está llevando del brazo hasta el final del pasillo, donde una señora con el pelo teñido de violeta está leyendo una revista Cosmo. Me dice que ella es profesora de inglés, y se pone a traducir en vivo. El señor me explica que en 20 minutos el tren va a parar, que no podemos bajarnos, pero que él puede comprarnos algo de comida. Que se puede pagar en dinares, en kunas o en euros, pero que no puede saberlo nadie. Que vaya al final del pasillo del último bajón cuando el tren pare, y que él me compra. ¿Qué quiero? ¿Croissants, yogurt, salame? Le pido cosas para hacer un sándwich, aprovecho para pedirle una foto, y vuelvo a mi asiento.
El tren frena. La chica de los rulos bellos se baja. Sube un grupo de gente mayor, y cuando lo veo, me quedo estupefacta. Es un hombre de unos setenta años, aunque las arrugas por estas latitudes no son una señal de fiar. Tiene una mirada cándida, canas parejas, y trae dos bolsos largos, que bien podrían ser fundas. Pero eso no es lo que me llama la atención. El señor, que podría ser cualquiera de los abuelos que veo desde mi ventanilla, trae puesto un traje de pana verde oscuro, y unos zapatos negros puntiagudos, de algo que podría ser cuero. La boina, prolija. Las solapas del saco, bordadas. El señor pasa para el fondo, y yo siento que el corazón me late con fuerza porque ese tiene que ser mi retrato. Y, lo que es más punzante todavía, esa tiene que ser mi historia. ¿Pero cómo? Ya sé, la mujer del pelo violeta.
El tren arranca de nuevo. Afuera los paisajes parecen fondos de escritorios. De tanto en tanto, un árbol se asoma en la ventana.
El hombre se acaba de sentar a dos asientos de distancia de la profesora de inglés. Me acerco a preguntarle, y ella acepta con mucho entusiasmo. Después me agradecerá por haberle dado un motivo para acercarse, porque aunque ella viaje de Belgrado a Zagreb varias veces al año, estas no son cosas de todos los días. La mujer se acerca, nos presenta. Yo lo miro sonriente, a pesar de la mala cara de sus compañeros de asiento, que alternan su desconfianza entre mi cámara y mi cara. Pero el hombre es distinto. Me doy cuenta porque la mujer no termina de hablar, que él ya se está poniendo de pie. Me hace una señal de aprobación con la cabeza, y saca de su bolsillo una flauta, pero no toca. Se pone un poco de perfil y posa, y espera escuchar el clic para cambiar de posición, y sólo cuando ya saqué cuatro o cinco fotos, se pone a tocar. Yo no doy crédito de mi suerte. Quiero preguntarle de todo, pero el señor está tan contento de ser fotografiado como yo de estar detrás de la cámara, así que hace una demostración y toca para todos los pasajeros. Después se sienta, me hace señas de que espere, y me muestra un folleto de algo que intuyo es un festival. En ese momento no lo noto, pero su foto está en el papel. Entonces el hombre guarda la flauta, abre el bolso raro y saca de adentro una guzla, un instrumento musical de una sola cuerda, que se toca con un arco. Normalmente, la guzla sirve para acompañar grupos de baile (el sonido por sí solo es bastante tosco y no tiene gracia) o, lo que es mucho mejor, como cortina de fondo de poesía recitada. Algo así como la música de un juglar.
El hombre toca y los que me miraban feo ya no lo hacen tanto, y algunos curiosos de otro vagón se asomaron al pasillo porque, vamos a ser sinceros, no fui solamente yo la que se dio vuelta al ver a este hombre pasar. Sin embargo, lo que para mí fue una oportunidad, para el señor también. Cuando ya somos varios los que nos arrimamos al pasillo, y cuando el hombre se asegura de tener a todos más o menos atentos, alza su mano y empieza a declamar algo que no es espontáneo y que me gustaría entender. El hombre los mira a todos, levanta el dedo en el aire, habla sin parar. Nadie se mueve. Algunos sonríen, otros asienten con la cabeza. Me acerco a la profesora de inglés y ella me explica. El hombre está recitando poesía. Habla de política, sí, pero no de si Tito era bueno o malo sino de cómo los pueblos estaban juntos bajo la misma bandera, y de cómo más tarde se mataron unos a otros, de cómo los hermanos que debían estar unidos terminaron por enfrentarse a punta de armas. Habla con pena, porque se le inundan los ojos de ratos. Quizá si dominara el idioma podría tomar partido. Tal vez me indignaría ─como algunos amigos croatas a quienes después les mostramos el audio─, o pensaría en la similitud de su uniforme con el atuendo de los cetnik, el grupo paramilitar y atroz de Serbia. Pero por suerte no puedo poner un detrás de escena a sus palabras, porque el lenguaje de la voz no lo entiendo. Comprendo su emoción y con eso me basta, aun si no logramos acordar los sentimientos. Cuando termina, la gente parece conmovida. Él me saluda con lágrimas en los ojos. Yo, solamente, me había acercado a pedirle una foto.
El tren vuelve a frenar. Desde el fondo del pasillo, el cocacolero agita la mano. Tiene una bolsa de nylon roja. El sándwich que había pedido mutó en aquello que el hombre encontró en un puestito de frontera escaso: un pan con forma de medialuna, salame en fetas y 3 vasitos de yogurth ácido, ese que los serbios toman con la comida y que a mí apenas si me gusta con un poco de azúcar agregada. Bon appetite al almuerzo clandestino del tren.
Volvemos a parar un par de veces de más, y antes de que me dé cuenta, los guardias de frontera ya están sellando pasaportes. Entramos nuevamente a Croacia. Aunque todavía queda tiempo de viaje, siento que mi desafío está terminado. Me hago bollito entre dos asientos, y apoyo la cabeza en la ventana. Los cables de la luz parecen una partitura en movimiento. Cierro los ojos un ratito. Los abro cuando siento que el tren frena. Acabamos de llegar a Zagreb.
En este desafío contamos con el apoyo de:
Estimada Laura, tengo la suerte de caminar en la senda del amor con alguien de Serbia, alucino con su historia y leyendo tu blog el interés crece. Solo pido, en la medida de lo posible, tener los audios que mencionas….muchas gracias desde ya!