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Diarios de Venezuela #3: Nosotras, las de antes (las mismas)

El miércoles por la mañana, finalmente, me acompaña hasta la estación. Está seguro de que hay colectivos a Mérida a todas horas pero los carteles son viejos. “Eso era antes, cuando había combustible”.

En agosto de 2022 volví a Venezuela, después de once años desde mi último viaje y de haber dicho mil veces que ese era «el único destino al que no volvería». Lo hice porque sentí que era el momento de abandonar posturas viejas y porque estaba convencida de que me estaba perdiendo de muchas cosas. Estuve un mes viajando sola por el país. Esta serie, a la que titulé «Diarios de Venezuela», son una invitación a viajar conmigo: posteos largos, escritos para lectores curiosos, como en las viejas épocas del blog. Bienvenidas a bordo.

Diarios de Venezuela #3: Nosotras, las de antes (parte III)

Esta entrada de diario fue tan larga que tuve que dividirla en 3. Si querés leer la primera parte («Ya no»), podes hacerlo acá. Y en acá podés leer la segunda, titulada «Somos».

No tengo fotos ilustrativas de estos momentos, por razones obvias. Van capturas analógicas de mi diario como registro personal.

09 de agosto de 2022

Las mismas

Hacemos muchas cosas antes de que me vaya: vamos a otro teatro, comemos hallacas, compramos un chip, cenamos con la mamá de William, paseamos por San Cristóbal. El miércoles por la mañana, finalmente, me acompaña hasta la estación. Está seguro de que hay colectivos a Mérida a todas horas pero los carteles son viejos. “Eso era antes, cuando había combustible”, dice uno. “Y turistas”, agrega una voz sin cara, desde un banco de más atrás. La solución es combinar, así que me subo a un colectivo que va hasta El Vigía. 

Me siento en la parte de atrás, con mi mochila entre las rodillas. El colectivo va lleno a medias. A mi lado viajan dos chicos, con Daddy Yankee a todo lo que da. Me duermo con “dame más gasolina”. Oportuno.

Me despierto en una curva. El paisaje se pone cada vez más verde pero no tiene sentido: los vidrios están polarizados y todo se ve marrón. Hace un calor de inframundo. Me vuelvo a dormir.

Me despierto con el colectivo parado. Hay un militar armado que le pide documentos a todos los pasajeros, uno por uno. Hace preguntas inquisidoras. A dónde va. Qué lleva en la maleta. Cuando llega a los adolescentes les pide “un permiso especial para viajar entre estados”. Algo me dice que tal cosa no existe. Los chicos se ponen nerviosos. Empiezan a llamar a alguien y mientras los espera, me pide documentos a mí. Se le escapa una chispita por los ojos cuando ve un pasaporte. Me pide que baje con todas mis cosas.

Alcabala #1

Me llevan a un costado y me hacen subir mi mochila grande a una mesa. El policía saca todo, aunque lo correcto sería decir que palpa todo: además de extraer, estruja medias, estruja bolsillos, estruja corpiños.

—¿Hacia dónde se dirige?
—A Mérida.

Ahora va por los bolsillos del costado. Los mira al derecho y al revés. Hace lo mismo con el neceser, mete la mano hasta en el paquete de toallitas. Encuentra una bolsa. Tiene adentro mi bikini.

—¿Y para qué lleva un traje de baño si va a Mérida? Usted me está mintiendo.
—No. Vengo de Colombia. Traigo la malla porque estuve en Cartagena.

Me pide que le muestre la mochila chica. Revisa. El estuche de los lentes, mi cuaderno. Encuentra dos libros. Pasa página por página.

—Disculpe, ¿qué busca?
—Tenemos que hacer un control de drogas, señorita.
—¿Y usted cree que va a haber drogas entre las páginas de un libro?
—Tenemos que revisar todo.

Me pide vacuna de fiebre amarilla. Se la doy. Vacuna de covid. Se la doy. Seguro médico.

—Ahora va a venir una fémina que la va a revisar.
—¿Que me va a revisar qué?
—El cuerpo.

No debe tener veinte años. Está nerviosa. Cuando se acerca abro las piernas y los brazos. Estamos al costado de la ruta. El colectivo en el que vine está estacionado más adelante, al rayo del sol. Soy la única a la que bajaron.

—Acá no. En un baño —indica el policía.
—Yo no me voy a desnudar.

No sé por qué digo eso. Hace unas noches, presa de los nervios y de la ansiedad, no tuve mejor idea que ponerme a mirar videos de Youtube que me llevaron a otros videos y a otros relatos y terminé por cerrar cuando me di cuenta de la paranoia. William me dijo que eran mitos pero yo había leído un montón. Casos y casos así. La declaración me salió con paz, sin pensarlo.

—Si usted no tiene nada que esconder vaya para el baño. Son cinco minutos. Se baja la pantaleta y se agacha para que le revisemos que no tenga drogas en el interior de su cuerpo.
—Yo no me voy a desnudar.
—Señorita, colabore, por su bien. La tenemos que revisar.
—Si me quiere revisar, revíseme delante de todos. Yo no me voy a desnudar.

La fémina mira para todos. Me pide, casi en susurros, que por favor la acompañe. El baño está del otro lado de la ruta, y en la puerta hay al menos diez oficiales sentados pasando el tiempo, que nos miran a lo lejos. Se ríen.

—Mira, madre, yo estoy menstruando.Vos sabes lo que es eso. No me voy a desnudar. Si me querés revisar, tocame el cuerpo, pero no voy a entrar a ese baño.

Llegamos a la mesa. Los diez tipos me miran. Ella busca a uno, el superior, con la mirada.

—Dice que no se quiere desnudar.

Mi pasaporte pasa de mano en mano. Me hacen preguntas random. Que a qué me dedico, que a casa de quién voy, que si me gusta Venezuela, que quién me paga el pasaje.

—¿Y usted por qué no se quiere dejar revisar? —me dice, desafiante. La fémina ha bajado la mirada. Intuyo que este tipo es el superior.
—Yo me dejo revisar, señor. Ya me revisaron todo. Pero la ropa no me la saco.
—Aha, ¿y por qué no?
—Por humanidad. Usted no tiene por qué desnudarme.

Vuelve a insistir con que si no escondo algo, me dice que acá no hay humanidad, que ellos son la guardia bolivariana y que están haciendo su trabajo. Le pregunto el nombre. Me lo señala en el uniforme. Me suelta un discurso sobre soberanía, fronteras, drogas, extranjeros malos, Venezuela buena, ciudadanos que no colaboran, lo bajo de su sueldo, el calor.

Le digo que lo respeto pero que por favor me deje seguir el viaje.

—Pero si nadie la está reteniendo.
—Usted tiene mi pasaporte.
—Solo le estoy explicando mi trabajo.

Me devuelve el documento.

Camino hacia el colectivo con la tranquilidad de los ignorantes. Arriba, todos me miran con cara de no poder más. El calor es una sopa viscosa. Falta el aire. Recién cuando vuelvo a mi asiento me empiezan a temblar las piernas. Mi nueva compañera de fila me pregunta qué pasó. Le cuento. No me doy cuenta de que hablo fuerte. No puedo controlar que se me quiebre la voz.

—Usted ha sido muy valiente. Si agarran a una chamita quién sabe lo que pasa. Prepárate, porque de ahora en más es todo así.

Ya no pienso en mi cordón umbilical, si no en el de mi propio coraje. ¿De dónde salió esa tranquilidad? ¿Cuándo fue que aprendí a decir que no sin perder la paz? Pienso en las fronteras de África, pienso en Yibuti, pienso en mis 37 años, pienso en mí a los 22. En los años, en la experiencia, en la perspectiva. En que la única forma de que logren que me desnude es con un arma de por medio. En que si eso pasa ya no me va a importar la plata pero igual la voy a separar. La distribuyo en rincones estúpidos.

Alcabala #2

Veinte minutos más tarde estamos frenados de nuevo. La mujer del pasillo tira mi mochila para su lado cuando pasa el oficial. Me bajo nomás con la mochila de mano. Debajo del tinglado hay una fémina de mi edad, blanca como arepa de yuca. Me está esperando. Pongo la mochila chica arriba de la mesa y ella la revisa con paciencia. También hay un hombre, que habla.

—¿Y usted qué hace aquí?
—Estoy de vacaciones.
—¿Sola? ¿Y su marido?
—Trabaja en una fábrica. Y como no le dieron los días, y como yo soy maestra y estamos en receso escolar…

A esta altura mi alter ego es una maestra de primaria de una ciudad industrial, que gana muy poco pero tiene un marido metalúrgico que la quiere un montón (o la mandó afuera para ponerle los cachos, como me dijo uno) y le pagó el viaje.

—¿Maestra? ¿Y qué enseña?
—Español.
—¿Y le va bien?
—Bueno, yo soy muy feliz con mis niños.
—¿Le gustan los niños?
—Sí, claro.
—¿No quiere que le haga uno? Mire que a mí me salen muy bonitos.

La fémina se ríe. Me dice que si me gustan los niños también lo puedo adoptar a él que es un bebé grande. Se ríen los dos. La Laura de 25 los hubiera mandado a la mierda con mucha educación. Hubiera puesto cara de culo, se hubiera asqueado de tanto machismo. Hubiera escrito una carta abierta, indignada. Me pregunto si quizá la esté traicionando, mientras me devuelven el pasaporte y lo acepto con una sonrisa. La Laura de 37 también está asqueada, pero quiere llegar a Mérida sin empezar ninguna revolución. Y sabe, mal que le pese, que su silencio sea tal vez lo más inteligente.

Subo al colectivo. Todos me miran. Me mata la culpa. “Buenas tardes a todos. Mi nombre es Laura Lazzarino, soy de Argentina y estoy yendo a visitar a una amiga en Mérida. Tengo todo en regla: pasaporte, vacunas, todo. Me da mucha pena con ustedes hacerlos esperar al sol, pero no puedo hacer nada. Igual les pido disculpas”.

“Bienvenida al país de las maravillas, chama”.

“No, chama, si es que lo que quieren es rial, tu no tienes culpa de nada”.

Me había olvidado de que acá le dicen rial a la plata. Vuelvo a mi asiento. Una señora se acerca y me dice:

—Ahora cuando pasemos la próxima alcabala, tú te encomiendas al Divino Niño. ¿Eres creyente?

No sé cómo contestar a esa pregunta. Le digo que sí. Si esta es jurisdicción del Divino Niño, venga esa afiliación.

—Yo voy a rezar por tí. Tu haz lo mismo. 

Alcabala #3

El milico no llega a subirse que ya lo ataje un hombre de la primera fila. “Oiga, ahí atrás hay una muchacha de Argentina que ya la han hecho bajar un montón de veces. Tiene todo bien, ¿oyó? No la revise de nuevo que ni ganas de venir le van a quedar”. El tipo lo mira. Se enciende un murmullo general. Alguien dice que ya, que nos dejen seguir viaje, que hace calor. Otro dice que me dejen tranquila. Cuando finalmente llega a mí, me pide el pasaporte. Tiene los ojos de todo el colectivo en la espalda. El chofer ni siquiera apagó el motor. “Bueno, pero a mí no me hagan pagar por lo que hicieron otros”, me dice. Y no me hace bajar.

—¿Vió usté? El Divino Niño —me dice la señora.

—El Divino Niño, respondo.

Horas más tarde llegamos hasta El Vigía. Ninguna de las alcabalas restantes nos hizo frenar. El chofer me acompañó hasta el otro colectivo y medio mundo me saludó antes de seguir. 

“¿Y? ¿Cómo va ese viaje?”, me preguntaron desde Argentina. Y no quise contar nada aunque hubiera querido. Decir que lo más fácil habría sido dejarme en la alcabala y seguir, sacarse el problema de encima, culparme por el retraso monumental. Hablar no de la corrupción ni del rock and roll de la historia, sino de la preocupación colectiva. Decir que a pesar del peligro no me sentí en peligro, que no me dio miedo dejar mi mochila al cuidado de una extraña, que de verdad creo que fue el Divino Niño. Y que qué historia pero qué felicidad estar de nuevo en este país.

“Muy distinto a lo que te acordabas?”
“Muy distinta las dos”

Si querés leer las próximas entregas de esta serie ni bien salgan del horno, podés suscribirte en este enlace y recibir el Blog a Domicilio en tu bandeja de entrada. Mando lunes por medio, y va con texto extra que no está abierto al público. Alerta spoiler: el viaje estuvo buenísimo, y no veo la hora de volver.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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