De movida, pienso, me daría cuenta de que esto no es Colombia. Hay algo en el caminar de la gente, en su forma de moverse, en las fachadas de las casas. Hay también un verde en las montañas, una música que suena y un Bolívar que tiene cara de otro y que de repente empiezo a ver por todas partes. Miro la nota de William:
En agosto de 2022 volví a Venezuela, después de once años desde mi último viaje y de haber dicho mil veces que ese era «el único destino al que no volvería». Lo hice porque sentí que era el momento de abandonar posturas viejas y porque estaba convencida de que me estaba perdiendo de muchas cosas. Estuve un mes viajando sola por el país. Esta serie, a la que titulé «Diarios de Venezuela», son una invitación a viajar conmigo: posteos largos, escritos para lectores curiosos, como en las viejas épocas del blog. Bienvenidas a bordo.
Diarios de Venezuela #2: Nosotras, las de antes (parte II)
Esta entrada de diario fue tan larga que tuve que dividirla en 3. Si querés leer la primera parte («Ya no»), podes hacerlo acá.
Entre el 07 y el 08 de agosto de 2022
Somos
Hay un juego que me gusta mucho hacer cuando recién entro a un país o cuando ya llevo tanto tiempo en él que puedo reconocer su fisonomía. Imagino por un segundo que acabo de despertarme en ese preciso lugar en donde estoy, que he perdido la memoria y que estoy sola. Entonces me pregunto: ¿Cuánto tiempo tardaría en adivinar en dónde estoy? ¿Adivinaría? ¿Cuál sería el primer cartel, la primera señal, el primer indicio? ¿Con qué otro lugar me lo podría confundir?
De movida, pienso, me daría cuenta de que esto no es Colombia. Hay algo en el caminar de la gente, en su forma de moverse, en las fachadas de las casas. Hay también un verde en las montañas, una música que suena y un Bolívar que tiene cara de otro y que de repente empiezo a ver por todas partes. Miro la nota de William:

Camino rápido hasta que encuentro el colectivo. Tengo una viborita de colores que salta en espiral en todos los rincones de mi cara. Qué difícil es esconder el entusiasmo. ¿Cuánto tiempo llevo planeando este viaje en mi mente? Me acomodo a los culazos en el asiento de cuerina, con una mochila en la falda y la otra entre los pies. Qué hermosura que hay en esta incomodidad de esta vida, pienso, y aunque la idea es rebuscada me la entiendo igual: es acá, en estos rallys, en estos trajines de frontera donde más me conecto conmigo misma, donde nado en mi agua, donde ya no me importa cómo se ve mi ropa, si tengo más canas que el año anterior.
Esquivo los intermediarios como en un videojuego, elijo el auto con el conductor más simpático y quince minutos después ya estoy arriba del auto, con destino a San Cristóbal. El chofer está tan contento de tener visita que me deja sentarme adelante, y mis ojos agradecen el favor. De ahora en más y por un buen rato, todo será verde: verde alfombra, verde vida, verde prosperidad.

En un momento paramos al costado del camino. Por un instante vienen a mí todos los recuerdos del viaje anterior. Imagino emboscada o película de acción, pero todo eso se desvanece pronto, cuando lo veo a él, con sus dieciséis o diecisiete años una botella de coca color pis en cada mano. Tiene una manguera amarilla entre los dientes, que es ancha y le permite igual hablar, negociar el precio y empezar a chupar hasta llenar el tanque.
“Aquí hacemos las cosas así”, me dice el chofer, para luego justificarse con que “así”, de ese modo, la gasolina es más barata. Yo sonrío. Me siento extrañamente cómoda y segura en mi papel de viajera de mundo, sola, y saco mi diario para anotar: “De allí en adelante, ese mismo, el de la riqueza y la maldición, será el perfume de todo el viaje”.
***
Se largó a llover hace rato y aunque la vida siguió su camino normal, yo me asomé a mirar las nubes sobre los Andes. Me cuesta un poco todavía pensar en Andes y asociarlos a esta latitud. También me cuesta verlos verdes. Parece como si se hubieran arrodillado para estar más cerca y las nubes grises, espumosas, se fueron metiendo despacito entre los pliegues y de un momento a otro ya no había más montañas sino un paisaje entre pintado y cosido en el horizonte. Siento que si estiro la mano puedo alcanzar un pedazo. Es como si solo yo lo viera.

William me encuentra en la terminal. “Te reconocí porque estabas sentada en el suelo, eso es muy argentino”, me dice, y me lo va a decir varias veces en los próximos días, cuando me siente a comer una bomba en la vereda, o cuando haga lo mismo en la puerta de su casa. Esa, que queda en lo alto y hacia donde nos lleva el autobus.
—¿Cuál es tu cordón umbilical? —me dice, en medio de la charla.
William es así: habla, y habla, y habla. Lo único que me molesta es mi propio cansancio. Estoy de pie desde la madrugada y el estrés del puente no se me termina de pasar. Solo por eso me cuesta seguirle el ritmo. Pero lo intento: entonces lo escucho contarme la historia de San Cristóbal, cómo tal parte de la ciudad se construyó en terrazas, su viaje por Argentina, el proyecto que tiene con sus estudiantes de teatro, la historia de su papá, que murió hace unos meses.
La pregunta del cordón me descoloca, pero no la quiero pensar mucho. Entiendo que lo que William quiere es saber quién soy, dónde están mis raíces, a dónde vuelvo cuando se me cansan las alas.
—El río Paraná —le digo. William sonríe.
—¿Y siempre fue el río Paraná?
Y le digo que sí pero no, porque me llevó años darme cuenta. Años. La perspectiva. William ahonda un poco más, me pregunta por mi primer viaje, por lo que escribí de Venezuela, por cómo me siento ahora, que acabo de volver a entrar. Entre el sueño, el entusiasmo y la profundidad, me da vértigo.

***
La casa de William queda a tres cuadras en unas subidas imposibles, pero el cuerpo tiene memoria y la espalda se sabe inclinar. Mi nuevo amigo me pregunta si no necesito ayuda, pero él también es viajero y sabe que no: con las dos mochilas me balanceo mejor y aunque me tira un poco la cintura extrañaba este movimiento, extrañaba este peso, extrañaba todo.
William vive con su mamá y con sus dos gatos. La señora nos recibe en silencio, me acompaña hasta la habitación que será mi cuarto y luego destapa una olla y sirve arepas. Es una mujer pequeña, como de barro. Se mueve despacio por la casa y, aunque William le insiste, no se sienta a comer con nosotros. Ya no sé si es un almuerzo o una cena, pero estoy tan feliz, que me zampo un bocado de tajada y cuando William terminó salimos a pasear.

Caminamos hasta un supermercado, saludamos a mucha gente, conversamos sobre política, elecciones, futuro. A mí me llama la atención:
- que la economía está dividida en 3: dólares (que casi nadie agarra porque casi nadie tiene cambio); bolívares (que es la moneda en la que se factura todo pero que tampoco casi nadie usa porque está tan devaluada que hay que andar con billetes de a bloque); pesos colombianos (que es la más común y la que me salva por ahora).
- que todos los precios están expresados en las tres monedas. Toda la gente maneja el cambio del día. A veces se mezclan monedas en los vueltos. Todo se hace de forma ágil y normal. Me sorprende, pero no tanto. Nosotros también sabemos el valor del blue, del oficial, del Netflix, del ahorro y del tarjeta, y entonces estando acá, me pregunto: ¿cuántas inteligencias se desarrollan junto con esa capacidad de supervivencia? Deberíamos conquistar el mundo.

- que todo es muy pero muy tranquilo. Vamos por la calle, sacamos el celular, William sigue saludando gente. No hay tensión en el aire, no me siento insegura.
- que hay unos pájaros enormes por todos lados y cuando William me los señala le digo: “son zopilotes” y ni él ni yo sabemos cómo es que sé esa palabra y cómo es que sé identificar a esos pájaros pero me dice que sí, que son y de ahí en más me parecen más lindos que antes.
***
Si un día me despertara en estas calles y hubiese perdido la memoria y tuviera que adivinar en dónde estoy, sabría que es Venezuela muy pero muy rápido. Me bastaría mirar las paredes hasta encontrar un mural de Bolívar, y estoy segura de que recordaría que la primera vez que los ví, allá por 2011, yo anoté en mi cuaderno que me llamaba la atención la estética Billiken de todas las pintadas, el Bolívar omnipresente (o me falla la memoria o le cambiaron la cara → averiguar), los colores primarios. Once años más tarde y me sigue llamando la atención lo mismo. Comisarías, escuelas, paredes cualquiera llenas de banderas y soldaditos y caballos y batallas de hace doscientos años. ¿Tiene efecto? ¿Es parte de una identidad ¿Es costumbre?

Hay uno que me llama la atención: es la representación de una batalla. Se ve el ejército y sería un mural más excepto por un detalle: en el plano principal hay un Bolívar infantil, medio Benjamin Button, con cuerpo chiquito y cara de viejo pero sin arrugas. Debo tener cara de confundida porque William se ríe y me explica “Es el Niño Don Simón”. La brecha entre niño y don es tan grande que me quedo tildada. “¿Ustedes no tienen algo así?” Le digo que no. Vuelvo a pensar en Billiken. William me explica que el Niño Don Simón es para explicarle a los niños la importancia de Bolívar, que se identifiquen con el máximo libertador y lo vean como alguien cercano. Pienso dos cosas, o mejor dicho tres: que en Egipto las escuelas pintaban sus valores en las paredes (y “formar niños que sepan declamar el Corán de memoria” estaba siempre en el primer puesto); que llevamos varias horas caminando y no vi ningún mural ni foto de Chavez (y eso era algo que recordaba mucho); que todos los murales parecen recién pintados.
***
Me quedo un día más. William insiste en invitarme a ver la muestra de teatro que prepararon sus alumnos y yo voy encantada. La única ansiedad que tengo es que sigo sin internet. El wifi de William está cortado y comprar un chip, siendo turista, es casi imposible. Ayer me conecté un poco y tenía la bandeja de entrada explotada. Había muchos mensajes de bienvenida pero también mucho cuestionamiento. Desde “¿A qué vas a Venezuela?” pasando por recomendaciones nacidas de la buena intención pero cargadas de prejuicios hasta reproches sin sentido “No puedo creer que visites un país que se caga en los derechos humanos”. En este último ni me detengo, no tiene sentido. Pienso en el primero (que llegó de otro viajero, acompañado con un “habiendo tantos otros lugares”) y en todos los demás.

Miro a los alumnos de William. Hoy es el día más importante del año, y la sala está llena. Cada quien preparó un personaje y van pasando de a uno. Una chica interpreta un poema, hay una mini obra sobre femicidios, alguien baila. Hay dos que me llaman particularmente la atención: uno que es “un cazador de palabras”, y me pone a pensar en mi oficio, en que eso es lo que estoy haciendo desde que llegué y me esfuerzo tanto en tomar notas de cómo habla la gente, como si seleccionara pepas de oro en medio de un barro de río; otro que es un hombre y hace de mamá negra y recita un poema que me deja estremecida:
Pintor de santos de alcoba
pintor sin tierra en el pecho
que cuando pintas tus santos
no te acuerdas de tu pueblo
(después me entero que es un poema famoso de Eloy Blanco)
A qué vine a Venezuela. ¿Tiene que haber un por qué? Habiendo tantos lugares. ¿Como éste? ¿Por qué no? No te da miedo. Yo qué sé. Cuando me da miedo pienso siempre lo mismo: acá (y en todos los países que nos dan miedo) hay gente que vive, que manda a sus hijos a la escuela, que estudia, que se casa, que entierra a sus muertos, que celebra sus cumpleaños, que se enamora, que hace obras de teatro. Eso me quita cualquier telón.
***
—¿Y tu cordón umbilical cuál es, William?
Piensa por un instante.
—El centro de esta ciudad es mi cordón umbilical. Acá es donde puedo sentir el pulso. Acá es donde siempre puedo ser yo. ¿Me entiendes?
Ser yo. Siempre. Aunque ser yo no siempre sea lo mismo. Pienso.

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