Soy de hablar mucho. Siempre tengo algo que contar, algo que decir, algo que compartir, algo que preguntar. Aún cuando la otra persona y yo no tengamos nada en común, soy capaz de mantener conversaciones olvidables durante horas y de pasar de un tema al otro como quien cambia de canal. Rara vez me quedo sin palabras. Casi nunca se me va la voz. Aprendí a hablar de muy chica, y como buena niña única en una familia de adultos, desarrollé un «gen lorístico» que además de pegar muy bien con mi nombre me ayudó a conseguir grandes cosas a niveles de infancia: si no me lo daban por la simpatía de la nena chiquita que hablaba clarito, me lo daban por hartazgo de la niña intolerable que no paraba de hablar. (Digamos que era como la nena de la propaganda).
Empecé a sospechar que había algo “malo” con mi manera de expresar libremente todo lo que aterrizaba en mi cabeza, cuando mi papá empezó a decirme que sí a todo. ¿Querés un helado, una muñeca nueva, un parque de diversiones, un globo aerostático en el patio de casa? Perfecto, pero tenés que pasar un día entero sin hablar. Él me lo decía serio y yo le creía, y creía tanto en su voluntad de pago como en su fe ciega en mi capacidad de mantenerme muda. Entonces me lo proponía, y soñaba con la vuelta al mundo y la Barbie y la marencoche pero nunca, nunca, lograba superar la barrera del mediodía. Me pasaba la mañana callada, mordiéndome la lengua de los pensamientos, gritando en silencio, haciendo un duelo por todas esas palabras que pasaban por mi cabeza y me picaban en la boca y en los dientes y las quería gritar, pero todo, cualquier cosa por conseguir lo que fuere que en ese momento me alimentara los caprichos. Claro que quienes estaban a mi alrededor se regocijaban de mi notorio sufrimiento, y me provocaban con preguntas irresistibles, y se reían de mi esfuerzo inhumano, porque sabían, siempre sabían, que no sería capaz. Para la hora del almuerzo yo ya era un volcán de palabras. Siempre me pareció de una tristeza infinita comer en silencio, y entonces rompía el pacto imposible con mi papá, y decía lo que necesitaba decir y más también, y todos se reían. Nunca viaje en globo.
Con Aniko me pasa algo que sólo me sucede con muy pocas amigas: puedo hablar sin parar, sin comer, sin tomar agua, sin respirar, durante horas, días, semanas seguidas. Lo supimos ni bien nos conocimos en un viaje a San Juan, y desde entonces —bautizadas por Juan— somo “gallinas”, porque nos sentamos como si estuviéramos empollando y empezamos a cacarear como si fuera el último día de la humanidad. No es difícil imaginar que nos pasamos todo el viaje por Islandia hablando de absolutamente todo. Por eso, cuando ya casi habíamos terminado con los desafíos, nos dimos cuenta de que no nos habíamos desafiado la una a la otra. Hasta ahora, todo lo habíamos hecho en equipo, meta hablar y meta comer, pero nunca habíamos hecho nada solas.
Por esos días, nos llegó una invitación a hacer una excursión que es bastante típica en Islandia, y que consiste en un paseo por el llamado círculo dorado: un recorrido que incluye las cataratas de Gullfoss, los geysers y el Parque Nacional Þingvellir. La propuesta nos vino como anillo al dedo, porque estábamos cortas de tiempo y no queríamos irnos sin hacer ese viaje. Pero por otra parte, subirse a un bus y bajarse justo en la puerta de cada lugar, luego de haber viajado más de dos semanas a dedo y de habérnosla rebuscado para todo, nos sonaba a muy poco emocionante.
Entonces se nos ocurrió: ¿y si lo hacemos en silencio? ¿Si pasamos todo un día sin hablarnos, a ver si resistimos? Tuve un deja-vu, lo juro, y hasta me imaginé a mi papá riéndose de que más de 20 años después tuviera que enfrentarme al mismo reto. Acepté pero con una condición, aunque no se la dije a Aniko: la veda se rompía a la hora de la comida. Las reglas: silencio desde que subimos al bus (9 am) hasta que nos bajemos (6 pm). Se puede dibujar, hacer señas, pero nada de palabras.
Arrancamos ese día temprano y yo, que me levanté de mal humor porque odio levantarme temprano, agradecí el desafío. “Que bueno porque no tengo ganas de hablar y Aniko está en modo puntual y quiere llegar rápido a todos lados. Subo al bondi y me vuelvo a dormir”. Llegamos a la terminal, nos subimos, y por primera vez en todo el viaje, cada una se sentó en un asiento separado, bien atrás para no tener que hablar con nadie. Había comenzado el juego y me venía de lo más bien, salvo por tres turistas hiper entusiasmados que, teniendo medio colectivo entre los chinos de adelante y yo, vinieron a sentarse justo en el asiento de adelante. Y empezaron a hablar. Y hablaban, y hablaban y no paraban. ¿Qué tanto tienen para decirse? Claro, como no tenía con quien gallinear me había puesto en modo quisquilloso: si yo no hablo, que no hable nadie más. “Suerte que el shhhh es internacional y que Aniko no está cerca así lo puedo hacer bien fuerte sin miedo a escupirla. SHHHHHHHHHHH. ¡Que se callen ya!”.
El inglés de la guía se acoplaba con el micrófono y no entendía una palabra de lo que decía. Me dormí. Cuando me desperté estaba lloviendo y habíamos llegado a una granja de tomates y supe que era momento de pasar la primera gran prueba. “Claro, querida. ¡Ahora te quiero ver! Estar sin hablarse arriba del bondi es una pavada. Aniko siempre escribe (¡por qué seré la única que se marea y no puede escribir!) y yo me duermo. Qué lindo que es dormirse en el colectivo. No entiendo a la gente que “mira los paisajes”, como si fuera un deporte. Bueno, en Islandia tenés que ser medio boluda para no querer mirar los paisajes…pero bueno, ahora viene la prueba. Hay que integrarse a la excursión, y desintegrarse de Aniko. Qué feo que suena desintegrarse”.
En el invernadero cultivaban tomates y, además de explicar el proceso, vendían una sopa espesa con un pan casero de esos que te llaman con el olor. Me perdí entre la gente. Honestamente, me llamaba la atención la calidez del lugar, el microclima tibio que habían inventado en el medio del campo frío. “Nunca pensé que iba a terminar aprendiendo de dónde vienen los tomates que comen los islandeses. Y qué lindas que son las abejas que traen para polinizarlo. Parecen de dibujitos animados. ¿Las habrá visto Ani? Seguro que les saco una foto. Los tomates verdes me encantan. ¿Harán dulces con estos tomates? No sé, pero me muero de ganas de comer. Voy a atacar un pan. ¡Ahhhhhh, pero mirá quien apareció! ¿Por qué me sigue? ¡Jajaja! ¿Querés pan? ¡Comprate! ¡Jajaja! No, reírse en silencio no tiene gracia, pero el olfato de Aniko es tremendo. Mejor le convido para que vea lo buena amiga que soy, jajajaja”.
La chica de la salida me confirmó que hacían dulces de tomates verdes y me quiso vender un frasco. Después nos subimos al bus para ir a las cataratas y se largó a llover mucho más. Ahí me puse a pensar que si bien había viajado sola anteriormente, casi nunca estaba en silencio. Y me dí cuenta lo desolador que puede ser no tener con quién hablar. Me acordé de cuando vivía en Buenos Aires, sola. Había días en que llegaba a las 8 o a las 9 de la noche y no volvía a salir de mi casa hasta las 8 del la mañana del día siguiente. Pasaba muchas horas en silencio, y había tomado la costumbre de prestar atención a lo último que decía cada día, y a las primeras que salían de mi boca cada mañana. Si por algún motivo eran frases de enojo o de negatividad, presentía que el resto del día estaba semi arruinado.
El bus paró frente a las cataratas. Un cartel empapado por la lluvia mostraba fotos del día ideal, con la luz ideal y el arcoíris ideal. La “Cascada Dorada” es la más famosa de Islandia. Tiene varios saltos, pero el más importante mide casi 30 metros de altura. Pensé en Iguazú y quise contarle a Aniko del año que viví allá y de la vez en que el río se quedó sin agua y se veían las piedras como paredes, secas. No la encontré. “Con un buen sol de verano estas cataratas deben ser lo más porque se ve un arcoíris enorme arriba. Debe ser un bajón también, porque seguro que se llena de gente. Llueve a cántaros. ¿Debería decir ‘qué suerte´? Otra vez se me perdió Aniko. La voy a buscar para hacer una selfie del día del silencio. Seguro que se mojó toda y huele a ganso. ¡Qué bueno que esta noche no dormimos en carpa!”.
A la hora del almuerzo frenamos en un comedor, y aunque ya no sentía las palabras saltar adentro de mi boca como cuando era chica, tenía ganas de hablar mientras comíamos, de hablar de cualquier cosa, aunque no fuera de la excursión. Compramos unas papas fritas, nos sentamos en un rincón, y desplegamos el picnic portátil que veníamos cargando con nosotros desde hacía días. Sacamos el pan, la palta, el tomate, y no necesitamos hablar ninguna lengua para entender que los turcos de la mesa de al lado estaban hablando de nosotras y de nuestro almuerzo espontáneo adentro del salón.
No lo viví como una derrota, porque esa había sido mi condición personal. Supuse que cuando saliéramos del restaurant volveríamos a los votos de silencio. Fuimos entonces a ver los geysers, nos quedamos inmóviles con las cámaras esperando que erupcionara, nos reímos de la gente que se quedaba inmóvil como nosotras, y nos dimos cuenta de que el desafío había sido un fiasco total. Al igual que cuando era chica, no había resistido a mi necesidad imperiosa de hablar, y aunque ya habíamos terminado de comer, ahora estábamos hablando de las fotos, del olor a azufre, del ruido monumental de las explosiones, de lo imprevisible que son, de lo maravilloso que es cuando te das cuenta que va a emerger tanta cantidad de agua.
Y acá en vivo y en directo, después de 15 minutos con la cámara lista apuntando y los brazos a medio morir:
Volvimos al bus y retomamos la rutina de asientos separados y de silencio, aunque obviamente ya no tenía mucho sentido. Nos bajamos en seguida: teníamos unas entradas para Fontana de Laugarvatn. En un punto, confieso, me sentí un poco responsable. Sospecho que Aniko hubiera podido aguantar más tiempo que yo. Pero por otra parte me alegré, porque hubiera sido tremendamente aburrido pasar dos o tres horas en esas piletas en completo silencio. Aburrido y deprimente. En cambio, llenamos el aire de suspiros y agradecimientos al universo y a todos los santos viajeros por el regalo que había sido ese paseo, y nos dejamos estar con el agua caliente hasta el cuello. No había mucha gente joven alrededor. “¿Será que las termas son cosas de viejos?” Después se fueron casi todos y aprovechamos para meternos al sauna. “Si me quedo diez minutos acá adentro me voy a desmayar. Mejor me voy al lago. El agua es helada pero, ¿no era ese otro de los desafíos?”. Aniko me mira de afuera y saca fotos. Está congelada, pero me siento mucho mejor.
Cuando llegó la hora de irnos ninguna de las dos tienía ganas de salir del agua, y mucho menos de quedarse callada. Pero nos quedaba una parada más: el Parque Nacional Þingvellir. Quería visitarlo porque, además de ser la sede del parlamento más antiguo del mundo (año 930), y de ser Patrimonio de la Unesco, es donde se unen las placas americanas y euroasiáticas. (Alguien me había dicho que era posible cruzar un puentecito y cambiar de continente, pero nunca lo encontré).
Para ese entonces habíamos pasado por varias etapas. Del silencio absoluto a los gestos, después a las charlas tímidas, más tarde a hablar como radios. Ahora habíamos llegado a un punto máximo de transmisión y también de confianza. Me pasa siempre que viajo a un país donde hay muy pocas chances de que el de al lado me entienda: no tengo filtros. Digo en voz normal las mismas cosas que acá diría a los susurros, hago comentarios sobre el de al lado, discuto a viva voz si nos conviene o no comprar tal o cual cosa delante del vendedor, exponiendo mis razones con total libertad. Porque claro, uno se habitúa a hablar sin censura. Así que ahí estábamos las dos, sentadas sobre el puente mirando el paisaje y contando anécdotas muy (pero muy) íntimas (y muy graciosas también). No sé cuánto tiempo habremos hablado, pero en un momento, justo cuando estoy relatando la vez esa que… veo que el chico de al lado miraba de reojo y sonreía. Un microsegundo debo haber tardado en ponerme más roja que los tomates del invernadero. “Por favor que no hable español”.
—¿Hablás español, no?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo hace que estás escuchando?
—No mucho, pensé que hablaban islandés…
—(?)
—…no se preocupen, no escuché todo.
“Dueño de sus silencios, esclavo de sus palabras” decía un grafitti cerca del teatro de mi ciudad. Tenía razón, ahora hay un mexicano por el mundo que sabe más de lo que debería saber y dos argentinas que aprendieron que a veces es mejor mantener la boca cerrada. Como si eso fuera tan fácil…
Este es el anteúltimo post de la serie “Desafío Islandia”, un viaje/juego en conjunto con el blog Viajando por ahí. Pueden seguirnos por Twitter con el hashtag #desafioislandia y a través de Facebook.
Podés leer el desafío bonus de Aniko, haciendo clic acá.
Que paisajes mas lindos, Islandia es impresionante! *.*
Me encantó, jajaja. A mi me encanta el silencio. Amo las montañas y los desiertos por eso, creo yo: porque se escucha el sonido del viento y nada más. Al contrario que a vos, me cuesta muchas veces encontrar qué decirle al otro, lo conozca o no. Creo que con gente como vos y yo se balancea el mundo 🙂
Te deseo lo mejor !.
Buen viaje !
tengo una pregunta, fueron a Blue Lagoon???
Nop! Muy caro para nuestro presupuesto!
Wow que genial!
Yo justo hare en estos dias mi viaje en islandia, solo una duda, como consiguieron el tour del circulo dorado gratis? Me gustaria hacerlo pero esta muy caro.
Y tratare de seguir sus recomendaciones de mochilero por Islandia, gracias por todos los articulos
Hola Emmanuel! Fue un desafío, como todo lo demás. Igual que cuando logramos viajar a Antártida, el proyecto en sí, los blogs y nuestros trabajos tuvieron bastante que ver, pero digamos que la gente se copó mucho con la idea de los desafíos, que ya veníamos transmitiendo en vivo. No sé si es cuestión de ir y manguear en este caso, pero con probar no se pierde nada. De todas maneras, tené en cuenta que son lugares a los que se puede llegar a dedo y las entradas son gratis. No dejes de hacerlo! Abrazo y buen viaje!