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De postre, Colonia – un fotorrelato

Hace un frío de diciembre que me anestesia los dedos. Son las siete de la tarde pero la noche está tan cerrada que no lo hubiese adivinado nunca. Tengo menos de 36 horas. “Ya habrá tiempo de dormir”, me digo, mientras revoleo la mochila, saco mi cámara y me cambio las botas. Estos viajes de trabajo son así: intensos. Esta antítesis total del slow travel bien podría causarme stress y, sin embargo, me setea en “modo desafío”. ¿36 horas en Colonia? Agarrate.

Tengo un amigo que dice que no importa cuánto hayas comido, siempre hay un lugarcito reservado para el postre. “Es como las vacas, viste, que tienen varios estómagos”, sentenció un día, sin poder enderezarse tras una comilona industrial, a la vez que extendía el brazo para manotear unas frutillas con crema. A mí con los viajes, pienso ahora, me pasa lo mismo.

Este tren va muy rápido

Salí de Dresde esta mañana. Hace menos de una semana que estoy viajando por Alemania cubriendo las ferias de Navidad pero vi tanto en Núremberg y disfruté tanto en Dresde que por momentos siento que hace mucho más. Colonia será la última estación de mi recorrido. Es curioso: es el destino que más esperaba pero en este itinerario que me vino dado es en donde menos tiempo voy a estar. Tengo que lograr diluir las horas, pienso. Tengo que ganarle a la poca luz del invierno. Tengo que llegar, me digo. Ya me tomé un subte, después un tren, después un avión y ahora otro tren más. Me acomodo en el único asiento vacío del vagón. Tardo pocos minutos en sentirme mareada y no entiendo, no voy de espaldas.

«No puedo tipear ahora, este tren va a las chapas», le digo a Juan por Whatsapp. Un «parate y andá hasta el pasillo y vas a ver la velocidad. Seguro estás en un ICE», responde, y me llena la pantalla de emojis que sueltan lágrimas de la risa. Creo que nunca viajé por tierra a tanta velocidad.

Me esperan con almendras garrapiñadas

Hace un frío de diciembre que me anestesia los dedos. Son las siete de la tarde pero la noche está tan cerrada que no lo hubiese adivinado nunca. En el Hotel Lindner me esperan con una cama que me extiende los brazos, un frasco de almendras caramelizadas y una ducha que grita “tomame ya”, pero me resisto. Tengo menos de 36 horas. “Ya habrá tiempo de dormir”, me digo, mientras revoleo la mochila, saco mi cámara y me cambio las botas. Estos viajes de trabajo son así: intensos.  Esta antítesis total del slow travel bien podría causarme stress y, sin embargo, me setea en “modo desafío”. ¿36 horas en Colonia? Agarrate.

En Rudolfplatz quiero que me presten amigos

A tres cuadras de mi hotel está el Mercado de Rudolfplatz, también conocido como “La ciudad de Santa”. No le falta nada: tiene guirnaldas verdes, renos en el techo, bastoncitos de caramelo, muñecos de nieve, lucecitas por millar. Niños no, pero sí muchos amigos que toman vino caliente, comen cazuelas de carne de cerdo, copan la vereda. Por primera vez en todo el viaje, me siento sola. Si mi amigo Dan estuviera acá seguramente se pondría a inventar retos para jugar con los desconocidos y terminaría con una de esas historias épicas tan suyas, pero yo me limito a preguntarme cómo sería pedir amigos prestados, porque eso es lo que quiero ahora mismo.

Renos en el techo

Antes de venir temía una cosa: que todos los mercados fueran iguales. Sospechaba que quizá, en el fondo, iban a ser todos parecidos entre sí y que al segundo o tercero me iba a morir de un ataque de embole angelical. Ahora, que ya no me queda casi nada de viaje, que ya entendí por qué Núremberg es tradicional ─tuve que visitar otros para entender─ y que ya me empaché con la inmensidad de Dresde, me acuerdo de Fede y su lugarcito para el postre. Porque no, no me cansé y no solo eso: quiero más. Así que con más curiosidad que amigos me abro paso entre la gente a ver qué onda el Mercado de Rudolfplatz. Es chiquito, pero es distinto. Acá, por ejemplo,los puestos se dividen entre los que dan al pasillo tipo stand y los que son como negocios pequeños en el medio de la plaza. Los adornos acá no son como los típicos de Núremberg ni los de madera que tanto abundan en Dresde. Eso sí hay Papá Noeles gordos y cachetones y barbudos pero sin ojos (los gorritos se los tapan), hay un puesto entero de casitas de cerámica, hay muñecos de nieve de felpa. Y paren, paren todo: hay renos en el techo y son de tama

Catedral – toma I

Camino en dirección al Rin. Hoy es EL día. Mañana, un tren que parte cerca de las 10 me llevará de regreso a Frankfurt y un par de horas más tarde volaré rumbo al verano de mi casa. Controlar la ansiedad, entonces, es mi misión. ¿Cómo se hace para verlo todo cuando el reloj vuela a toda marcha y se lleva consigo lo que asoma de sol? Camino más rápido. Quiero llegar al Mercado de la Catedral, ver el puente, oler el río ─digo oler porque digo río y si digo río pienso automáticamente en el Paraná─. Quiero llegar a todos lados y de pronto me doy cuenta que lo que acaba de llegar a mí es la vista más impresionante que uno puede tener de esta ciudad. De frente ─y casi que me animo a decir “arriba”─ está el Domo. Tiro la cabeza hacia atrás y dejo que la Catedral de Colonia, la de las postales, la que sale en todas las fotos y todos los suvenires, me invada los ojos. Me quedo sin palabras.

La ñata contra el vidrio

A las 10 tengo pase a uno de esos colectivos rojos de dos pisos que recorren la ciudad, así que dejo la Catedral para más tarde. El día está precioso y sí, me quisiera bajar en todas partes. No puedo contra el tiempo, pero voy a mirar el lado lleno de la ecuación: aunque sea desde arriba del bus, aunque sea con la nariz pegada contra la ventanilla, estoy paseando por Colonia. Me invade una sensación de satisfacción que bien se parece a la fortuna. Esto es una muestra chiquita, es una degustación, es un postre exquisito. Acá, lo sé y lo sé muy bien, yo voy a volver.

Catedral – toma 2

(Les juro que en la segunda foto estoy yo)

El problema de viajar sola ─uno de los pocos, uno de los tantos─ es el tema de las fotos. Es difícil encontrar un peatón que sepa manejar la cámara, que entienda lo que yo quiero, que pueda encuadrar sin cortar la cúpula o mis piernas, que tenga paciencia. Y uno se pone juzgón: examina a los que andan paseando como uno, les ve las cámaras, las caras, la actitud. Es un poco una apuesta, porque la cosa puede salir mal y queda pésimo pedirle la misma foto a otro sujeto cuando el colaborador primero anda todavía dando vueltas. Algunos eligen siempre orientales, porque se supone que son los genios a la hora de posar. El tema es que no siempre se puede. Acá, por ejemplo, no se pudo. Ni conseguir un chino ni una foto medianamente pasable.

Catedral – toma 3

«Lloré. Se me nota en la cara y no, no me da vergüenza. Entré a la Catedral de Colonia como se entra a los iconos de cualquier ciudad: con curiosidad pero también con cierta obligación, a ver lo que hay que ver, que por algo es tan famosa. Adentro estaban de misa. Había que esperar para pasar, y los turistas orientales se impacientaban. A mí me entró algo que hasta me dio vértigo de mirar para arriba, y cuando la ceremonia terminó y empezó a sonar el órgano, ese no-se-qué se llenó de ecos y me envolvió la música y no pude contener nada: la inmensidad circundante, las lágrimas inexplicables pero a la vez hermosas, la rendición, la sensación de tiempo detenido ahí dentro. Después la recorrí, saqué fotos, me senté a admirarla, cumplí rituales, me dejé llenar de gratitud. Esta foto vino después de varias fallidas y me gusta porque había pasado un rato y yo todavía estaba con la emoción instalada.«

Escribí esto en mi Instagram después de tomar esta foto que, al final, terminó siendo la más hermosa de todos los intentos. La Catedral de Colonia no solo es un icono de la ciudad: es le monumento más visitado de toda Alemania y el edificio gótico más alto del mundo, con 157 metros de altura. Durante la Segunda Guerra Mundial aguantó 14 bombas sin venirse abajo y, además, alberga los restos de los Reyes Magos. ¿Que si me puse a llorar en serio? Sí. (También escribí que Dios me guarde siempre la capacidad de sorpresa, porque no me avergüenza ni un poco, todo lo contrario).

Pan con crema en el Mercado de la Catedral

Que sí, que llorar da hambre y el frío da hambre y justo justo bien al lado de la Catedral está el Mercado ─que de noche se ilumina con un árbol de navidad gigante y de día parece un lugar totalmente diferente─. Ahora, a plena luz del sol, la gente compra dos cosas: glühwein ─la tacita de Colonia, tengo que decir, es la más linda de todas─ y pan con crema ─que es, en realidad, pan relleno calentito al que arriba le ponen una soberbia cucharada de crema ácida y todo es una fiesta de sabores de Dios─. Almuerzo en la escalera con el Domo de costado. Que viva comer en la calle, Alemania incluida.

Patines matan chocolate

Me habían dicho mucho de ese museo: que si tiene una fuente de chocolate gigante, que si está al lado del Rin y la vista es espectacular. A mí me pareció una buena idea de postre, así que con la panza llena y pidiendo algo dulce emprendo la marcha hacia el Museo del Chocolate. Eso me encanta de Colonia: llego a pie a ─casi─ todos lados. Estoy a unas cuadras, cuando de pronto me cruzo con el Heinzels Wintermärchen, el Mercado del caso antiguo. “Una vueltita y vamos”, pienso, mientras cruzo la calle. Entonces la veo: una pista de patinaje sobre hielo que atraviesa el mercado de punta a punta, en forma de 0. Es temprano y hay poca gente. Lo dudo por un instante. ¿Y si me caigo y la cereza del postre termina siendo una pierna enyesada? ¿No estoy muy grande ya para estas cosas? ¿Pero no me pasé la infancia mirando películas de navidad, pensando «algún día quiero…»? No hay mucho que decidir. A los cinco minutos ya estoy pagando mi ticket sin lugar al arrepentimiento. Museo del Chocolate, esperame sentada.

Acá hay muchos enanos

Lo que me llamó la atención fue el arco de entrada: había una especie de calesita chiquita y en movimiento, con enanitos sonrientes que parecían de jardín. Después vi los árboles de alrededor: móviles de avioncitos que giraban piloteados por enanos. Las señales dentro del mercado eran igual, y sobre cada techo de cada puesto, lo mismo: enanos escondidos, enanos felices, enanos y enanos. Apuesto a que alguien jugó alguna vez a contarlos todos. Intento pensar si vi enanos en algún otro de los mercados y la respuesta que se me viene a la cabeza es un no. ¿Alguien creyó que me iba a aburrir de ver tantas ferias navideñas?

Atardecer desde el Rin

En mi mesa no hay nadie más, y ahora que miro bien, casi todos los pasajeros de este barco tienen o más o menos de treinta años que yo. Si ayer quería alquilar amigos, hoy quiero alquilar abuelos. Colonia va pasando despacio a través de mi ventana. Primero me toca la margen de enfrente, donde no se ve mucha ciudad, así que dejo mis cosas y alterno caminatas son salidas a cubierta. Lo mejor, sin embargo, sucede cuando cae el sol, y el barco pegó la vuelta. Frente a mis ojos y con un violeta que grita furioso, atardece sobre la Catedral, sobre el puente, sobre la ciudad entera.

#CulinaryCologne

Colonia tiene más de 3000 bares y restaurantes y los mercados son una fuente inacabable de comida callejera. Comida de la que ─ustedes saben bien─ soy fan. Sofía Pies ─que acudió a mi llamado de Instagram hace unas semanas─ me espera en el muelle para que vayamos de paseo. Hace un año que vive en Colonia, conoce bien los mercados y cree que la ciudad tiene mucho que ofrecer además de cerveza.

Así que vamos al Mercado del Ángel. A mí me fascinan la estrellas que cuelgan de los árboles (me pregunto quién se habrá tomado semejante trabajo de colgar una por una). Sofía, sin embargo, me lleva a lo que nos interesa más: en el centro del Mercado del Ángel están los puestos de comida. Lo primero que probamos es una Flammkuchen (que se traduciría más o menos como “tarta en llamas”). Sí, parece una pizza pero no, no lo es.

Flammkuchen es un plato bastante típico de Alemania (pero este es el primer mercado en donde lo veo) que se hace con una masa muy finita y crujiente. Además no tiene por qué se redondo y no lleva salsa de tomate. La leyenda dice que una panadera solía meter un pedazo de masa fina al horno para chequear la temperatura, que luego reutilizaba agregándole algunos ingredientes encima y que así nació este plato. En mí, que prefiero la crema al tomate y que no me gustan las pizzas que son pura masa, el Flammkuchen ha ganado un nuevo fan. Podría comer mil.

El segundo plato que visitamos es más difícil de describir. Se llama Baumkuchen, quiere decir “torta de árbol” y es una especie de pionono que se va armando en capas alrededor de un palo. Se mete al horno, se saca, se pone otra capa y así.

El resultado final es una masa esponjosa, dulce, con anillos en el interior de distintos colores (son las distintas capas) que se asemejan bastante al tronco de un árbol. Se pueden comprar enteros o en trocitos (y bañarlos con chocolate).

Heavenue o el mercado LGTB+

Me lo habían dicho desde el principio: lo que resalta de Colonia es su carácter inclusivo, su lado multicultural. Por eso fue el último destino de este viaje (y ahora que estoy acá, que voy mercado tras mercado, lo entiendo mejor). Colonia no se parece a nada. No me sorprendió entonces cuando me hablaron de Heavenue, el famoso mercado LGTB+ del que todos hablan. Sin embargo no pude evitar preguntarme “¿qué es lo que hace que un mercado sea LGTB+?”. Me bastó pisar la vereda para entenderlo.

Árboles de navidad rosas, adornos que van desde muñecos Ken convertidos en sirenas pasando por cisnes negros, boas de pluma, santas stripers, luces de colores, glitter, un escenario para subirse a bailar, música electrónica y mucho, mucho ambiente. ¿Se mantiene el espíritu navideño? Sí, pero con un toque personal. ¿Nos dan ganas de comprarnos todo? Sí, pero es un poco más caro. ¿Se vale sacar fotos y ponerse a bailar como si nadie mirara? Por supuesto que sí.

No me voy sin cruzar el puente (no cruzo el puente sin prometer volver)

Lo que pasa a veces con los postres es que, por definición, se comen a lo último. Y a lo último a veces no hay espacio, a veces estamos cansados, a veces no hay tiempo. A mí con Colonia me pasa lo que muchas veces me pasa con las mesas dulces: la miro muerta de ganas, pero no puedo. En este caso no es por falta de espacio sino más bien de tiempo:  hubiese deseado quedarme al menos dos o tres días más, pero mi tren sale casi al mediodía. Hago entonces lo que cualquier buen comedor hace: un esfuerzo por un poco más. Me levanto tempranísimo, desayuno al paso y me voy, mochila y todo, hasta la estación. Porque quiero aprovechar hasta el último minuto, porque ayer no me dio para pasear del otro lado del Rin, porque aunque esté contra reloj, yo quiero la foto del puente. Y la consigo.

Lo bueno de los postres, de todos modos, es que te alegran el final. Son como el punto que define un poco el resto, y uno se va a casa con la panza y el corazón contentos, esperando digerir todo para volver a desear, para tener hambre de nuevo, para que el próximo viaje llegue pronto. Yo a Colonia, vuelvo.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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