Lo primero que noto cuando camino hacia nuestro cuarto es que debajo de las botas, el suelo cruje. Estamos apurados. Queda poco tiempo de luz, hay que bajar el equipaje para seguir camino y no hay tiempo para andar investigando. Por mi mente las ideas se embotellan: la casa es de barro…ay, cuánto amo el adobe, pero qué linda finca, quiero sacar fotos, el cuarto tiene cosas como la casa de mi bisabuela, qué pena que tengamos que irnos tan rápido, ¿volveremos muy tarde? qué pesada está la mochila, llevo abrigo porque arriba de la montaña va a hacer frío, ¿dijeron que íbamos a ver a un buscador de oro? ¿o era un lavador?. Saco la parte de arriba de la campera, revoleo la mochila sobre una cama de cuento de princesas riojanas, y corro otra vez hacia el vehículo. Ah, y vuelvo a sentir que debajo de mis suelas el piso cruje, y cruje lindo.
En el cuarto día de blog trip -que más bien fue un road trip muy bien organizado- , acabábamos de llegar a la finca Huayrapuca y ya nos estábamos yendo de viaje a Famatina. Mientras dejábamos que nuestros cuerpos bailaran al compás del zarandeo del ripio, los colores de la montaña se apropiaban hasta del río…ni que hablar de nuestros ojos.

La primera parada del viaje a Famatina fue en casa de José, un hombre de edad indescifrable y un rostro marcado por los años y el sol. Afuera, un cartel anunciaba “lavadores de oro”. José no hizo demorar la demostración. Si la rusticidad del letrero anunciaba lo artesanal del método, bastó ver lo casero de las piletas para entender el valor del trabajo de este hombre.
A un extremo, un caño plástico echaba agua de manera constante sobre el área de lavado, compuesto por tres “escalones” en donde la arena se iba arrastrando, dejando los sedimentos a su paso. Sobre el primer tramo, bien cerca del chorro, José acarreaba paladas de materia prima. Una alfombra de corderoy atraía lo más pesado, y dejaba que la arena y las rocas fueran arrastradas al segundo sector, cubierto con una alfombra de auto. Las manos curtidas y expertas de José ayudaban a separar algunas piedras grandes, mientras todos nosotros observábamos el fondo de la pileta, queriendo encontrar el tesoro.
– Ustedes no me creen pero ia van a ver cómo de a poco va apareciendo el oro.
Aunque ninguno se atreviera a preguntarlo, todos estábamos pensando lo mismo. Sin embargo, a medida que la arena se limpiaba, pequeños destellos brillantes iban formando un firmamento minúsculo sobre aquella tela verde.
– Pero con un chorro tan fuerte, ¿no se le escapa algún gramo?
– No, amigo. El oro es un metal pesado, todo queda pegado a la alfombra, ia vaver uste’.

Cuando José consideró que las paladas habían sido suficientes, bajó la presión del agua. La alfombra de corderoy estaba llena de escamitas de oro puro. José la volvió a lavar, y dejó que los pequeños tesoros se barrieran hacia la segunda sección, donde quedaron atrapados en los cuadraditos de la alfombra de auto, con mineral de hierro que también se resiste a la fuerza del agua.
Mientras José cierra el grifo y busca su chaila (un recipiente cónico indispensable para terminar el proceso), nos cuenta que el gramo de oro se cotiza en 200 pesos y que, a lo sumo, en un mes puede conseguir entre 10 y 12 gramos. Y ahí, mientras mete las manos al agua helada y nosotros lo miramos desde el frío, veo pasar nuevamente la amarga película de la producción local, donde el que empieza la cadena, el que produce, el que se sacrifica, el que hace el trabajo que sostiene al resto de la pirámide, apenas logra subsistir. Y como adivinando mis pensamientos entre cálculos matemáticos, José añade con amarga franqueza: “Y eso que lo que usted compra en la joyería siempre está fundido con otro metal. Los orfebres y los joyeros sacan un bueeeeen provecho de esto”. Y estira la “e” para aliviar su mala fortuna.

Con la chaila en mano y un tacho lleno de agua, José vuelca lo que quedó en la alfombra negra y empieza a lavar haciendo girar el instrumento. Hacia los bordes se mueve la poca arena que ha quedado y el polvo de hierro que no deja de resistir. José repite una y otra y otra vez hasta que, finalmente, vemos aparecer el sol en su chaila. Desde allí, con el mismo esmero con que ha realizado todo el proceso, José extraerá el oro con un imán cubierto de tela, lo colocará en pequeños frasquitos y lo llevará a la ciudad para poder venderlo.


El camino en este viaje a Famatina sigue rumbo al Cañón del Ocre. Si todavía estoy fascinada con lo que acabamos de ver, el paisaje que se abre montaña adentro me deja sin palabras. Rojos, naranjas y amarillos vivos se mezclan en una extraña pero sinfónica paleta de pintor.





Volvemos del viaje a Famatina cuando ya es de noche, con frío pero felices. El cuarto de adobe conserva un calor reconfortante al que no cuesta acostumbrarse. Al salir para cenar, nuevamente siento se chillar de mis pisadas. Y entonces develo el misterio: lo que tengo bajo los pies son cascaras de nuez. Miles y millones de cascaras que abonan el suelo. Claro, Huayrapuca – sabré al día siguiente – es una finca de nogales. Para mí, es una especie de escenario de cuentos, con cuartitos de barro y piso de nuez, con ríos amarillos muy cerca y con paisajes fantásticos que son de esta realidad. (Y que deberían ser más visitados).



Este post pertenece a la serie del Blogtrip La Rioja, organizado por Secretaría de Turismo de La Rioja, en su campaña “Un viaje los orígenes”. Todos los contenidos editoriales, como siempre, son míos y de nadie más.
Ríos amarillos, pisos de nuez…., MARAVILLOSO!!! 🙂
Que lindo La Rioja. Yo estuve e el 2006. Nuestra carpa era la única en los campings en temporada alta. Y sin embargo es una provincia hermosísima! Creo que una de las que más me gusta del país.
Y me parece que el lavador de oro es el mismo que yo conocí. Voy a revisar las fotos de ese entonces pero estoy casi segura. Cómo llegué ahí no se, creo que con un señor que nos iba a llevar a volar en parapente, creo…
Hola , está muy lindo tu relato y las fotos ni hablar! Quería aportar algo sobre el oro y su uso en la joyería . el oro puro recién extraído es muy maleable y por esto imposible de moldear en alguna forma definitiva , por eso debe alearse con otros metales ( plata , cobre , paladio) que le dan dureza para poder ser trabajados. La proporción en estas aleaciones es de un 75% de oro y el resto lo componen los otros metales que aparte de dureza le dan color.
Hermosos paisajes. La Rioja con su color rosado es hermosa, ahora ese caminito no quisiera hacerlo descalza. Oportuno decir como «El agua vale más que el oro», por supuesto refiriéndonos a la megaminería.