Salí de casa con la premisa de mostrar que África no es un país. Salí de casa llena de miedos, de dudas, de preguntas sin respuestas que se balanceaban entre la incertidumbre propia de cualquier viaje y una adrenalina única. Salí de casa sabiendo que sin importar el rumbo de nuestros pasos África iba a ser un desafío. El desafío más grande, quizá, de toda mi vida.
Por lo que había leído y lo poco que lograba imaginar, intuía que las dificultades iban a tener que ver con una cuestión de infraestructura, que la burocracia y, por qué no, la corrupción, me iban a mostrar las garras en más de una oportunidad. No tuve en cuenta el factor humano. Voy a empezar este texto haciendo un meaculpa muy grande: salí de mi casa con la misma convicción que me acompaña en cada viaje, esa que, sin importar donde esté, me hace creer a ciegas que no hay diferencias culturales insalvables, que a pesar de los abismos que pueden representar el idioma, la historia o el entorno, existe un punto más o menos cercano en el que podemos reconocernos como pares, sintonizar, entendernos. Claro que sabía que iba a ser una prueba, que iba a tener que enfrentarme a situaciones muy lejos de las idealizadas. Pero supongo que una cosa es imaginar lo que se viene y otra muy distinta en vivirlo en carne propia, sobre todo si te toma de sorpresa.
Lo que sigue es una especie de crónica de un intento fallido. La prueba de que a veces las buenas intenciones y la sonrisa más grande no son suficientes para romper la cortina de acero que nos separa y nos hace ser otros, diferentes, desiguales. Puede que lo que vayan a leer no les guste, que “les haga ruido”, como está tan de moda decir. No los culpo. Me llevó casi cuatro meses enfrentarme con mis propios dilemas y sentarme a escribir este texto, que al día de hoy, a mí también me sigue retumbando como un sonajero. Pueden adjudicarme el fracaso si eso los hace sentir mejor con sus propios ideales. Sepan, en todo caso, que lo intenté. Que puse lo mejor de mí, que reincidí en más de una ocasión, y que hasta el último día de mis casi tres meses por Etiopía intenté contrastar, sin éxito, estas experiencias que paso a contarles. Estos son mis diarios de un viaje de más de diez días por los pueblos y aldeas alrededor de Lago Tana, la fuente de agua dulce más grande de Etiopía, y el escenario que marcó un antes y un después en nuestro viaje por África. Porque no todo viaje es color de rosas.
De farangis, money-money y espíritus que te convierten en hienas
Veníamos de pasar casi dos semanas en Gondar. La que fue nuestra primera parada etíope es una ciudad gentil, prolija, habituada al turismo y, como tal, un tanto comercial. A pesar de ello, esas dos semanas fueron suficientes para comprender que Sudán y sus pueblos benevolentes habían quedado atrás. Nos estábamos acercando más a la idea de “África” que teníamos en mente: la de mujeres pulposas vestidas de todos colores, la de música que brota por el cuerpo y en cualquier lado, la de niños jugando en la calle, la de paisajes verdes y pájaros estrambóticos y melenas moteadas y adornadas con total precisión. El primer país del África negra se nos presentaba como un tesoro envuelto que había que empezar a desgajar, y sabíamos muy bien que para eso había que salirse de las rutas asfaltadas.
Con las mochilas listas y la curiosidad a la par del entusiasmo, emprendimos viaje a dedo un sábado por la mañana. Bordear el Lago Tana era el único plan. A medida que nos alejábamos, las afueras de Gondar empezaban a desdibujarse en el horizonte. Las casas de material empezaban a darle paso a otras más precarias, construcciones de chapa y palos y nylon, que hacían de viviendas y pequeños comercios a la vez. La cantidad de gente circulando en la ruta, a pie, fue una de las cosas que primero me llamó la atención. Etiopía es un país donde viven 90 millones de personas y a diferencia de lo que uno podría imaginar, el 80 o 90% de esa gente no vive en conglomeraciones urbanas, sino en áreas rurales. Yo no lo sabía entonces, pero es normal encontrarlos llevando su existencia y unos cuantos bidones de agua al costado del camino. Esta primera vez, justamente por ser la primera, me sorprendió. Eran montones, en masa, caminando a paso lento en procesiones infinitas sobre la banquina. Estábamos a media hora de la ciudad más turística del norte de Etiopía, y así y todo no pudimos evitar notar las miradas que, sin mediar palabra, dejaban bien en claro que ese no era nuestro lugar.
Fue un comienzo raro. Éramos la mosca en la sopa, y lo sabíamos. Pero a diferencia de otras veces donde uno se vuelve el centro de atención ya sea por su color de piel, su impronta de extranjero o su mochila, en Kola Diba, la primera intersección, sentí que esas miradas inquisidoras se clavaban como flechas en mi espalda. Intenté romper el hielo en vano: ni mis expresiones amigables ni mis saludos a pura palma en alto fueron capaces de arrancar una sonrisa.
Seguimos caminando por una banquina que pronto empezó a trepar la colina. No sé en qué momento pasó, pero cuando la gente marchante y los minibuses quedaron atrás, las miradas de los adultos fueron reemplazadas con voces infantiles. Primero fue un nene de unos siete y ocho años, con una camiseta roja. Lo recuerdo bien porque me tomó de sorpresa. Pasamos caminando muy cerca de él y, como si hubiera tenido un resorte en la cola, se paró de un salto y alcanzó las correas traseras de mi mochila, al tiempo que repetía casi sin soplar el mantra que se terminaría volviendo la cortina musical de todo nuestro viaje por Etiopía: “iu-iu-moni-moni-moni” (tú, tú, plata, plata, plata).
Sería hipócrita de mi parte decir que nunca antes me había enfrentado a una situación tal. En los caminos Jalq’as de Bolivia, en las calles de la India o incluso en las esquinas de Buenos Aires, la mendicidad infantil es cosa de todos los días. Claro que uno no se acostumbra jamás pero llega un punto en que inevitablemente termina por crear una coraza que permita seguir viviendo a pesar de las injusticias, porque ninguna ayuda o acción que esté al alcance son suficientes para remediar el mal del mundo. En Etiopía, sin embargo, los escenarios de ese pedido automatizado iban a llevarme a preguntarme y repreguntarme en más de una ocasión.
Intenté que el niño de camiseta cambiara las correas por mi mano, pero no tuve éxito. Se salió sólo para seguir repitiendo su pedido casete, al tiempo que me extendía la mano e intentaba ganar la carrera de la decena de niños que habían aparecido no sé de dónde para imitarlo, y que corrían ahora desde todas las direcciones hacia nosotros.
Si yo fuera otro tipo de persona, quizá hubiese sabido manejar la situación de otra manera. No sé bien cuál. No tenía plata para darles a todos (y así hubiese tenido, no me siento muy cómoda fomentando le mendicidad infantil) y, al fin y al cabo, esto es lo que soy: una mujer que con 31 años no tiene el menor atisbo de instinto maternal. Me superan los niños, y más en cantidad. No tengo paciencia, no sé qué hacer ni cómo hacerlo, se me acaba el repertorio muy rápido y me quedo paralizada y enojada conmigo misma por no saber cómo actuar. Así que mientras Juan y yo caminábamos en silencio, con el grupo de chiquilines pedidores caminando y repitiendo las dos palabritas sin parar, la tristeza empezó a lloviéndonos encima. Entendí que soy mejor para hacerme preguntas que para cultivar caparazones. Lo primero que pensé fue: ¿saben, acaso, lo que están diciendo? ¿O repiten eso mismo sin entender, porque se lo escucharon decir a sus hermanos mayores y estos a sus amigos y así sucesivamente? Entiendo de dónde viene la costumbre cuando vivís rodeado de gente que tiene más que vos y la injusticia social se hace presente a cada paso, pero acá, por estas banquinas no debe pasar más de un gringo al mes, ¿de dónde sale todo esto?
Mientas seguíamos andando sin perder la calma, entendí que sería muy fácil catalogarlos de “pobres” (una palabra tan relativa y tan fácil de usar, que estoy empezando a odiarla). Los pelos duros por el polvo, los mocos colgando, ropa que de tanto remendar ya no se sabe cuál es la hechura original. Pero dentro de este contexto donde todos son iguales, donde sus padres, sus abuelos, sus primos y sus vecinos viven así, la mendicidad es cosa nula (no hay a quién pedirle, por empezar) y el parámetro de consumo que es el que muchas veces lleva a etiquetarlos de “pobres” simplemente no existe. ¿Qué expectativas tienen al mendigar? ¿Y qué harían si les diera plata, en un país donde las galletitas dulces, los juguetes o los chocolates no forman parte de la cultura local?
Unos policías nos ayudaron a embarcar en un camión, y tan pronto dejamos los pueblos atrás empezamos a tener nuestras primeras postales rurales de Etiopía: valles eternos y suaves que se pierden en el horizonte, árboles frondosos y esporádicos como viejos centinelas, casas hechas a base de palo y barros salpicadas acá y allá. Había una paz des-urbana que nos encantó y justo en una curva donde el paisaje se hacía color trigo y se mecía con el viento, le pedimos al camionero que frenara.
La idea era acampar, pero no hicimos tiempo a buscar dónde: dos mujeres que vieron toda la secuencia, salieron de entre los árboles y nos hicieron señas para que nos acercáramos. Era poco lo que podíamos decirnos, pero ellas se rieron de la novedad y nos invitaron a sentarnos frente a su casa. Reconozco que, a diferencia de Juan, este tipo de socialización a mí me cuesta un poco. El no hablar el idioma hace que la comunicación sea poca o a veces nula, y todo eso que quisiéramos pero no podemos decir por no saber cómo, me abruma por momentos. ¿Qué pensarán ellos de nosotros? ¿Qué les dará curiosidad? ¿Qué me preguntarían si pudieran?
En un silencio interrumpido por risas tímidas, nos observamos mutuamente. Las dos llevaban vestidos de gaza celeste, con un lazo a la altura de la cintura que a veces desataban para enrollarlo en los dedos. Las enaguas y los vuelos, sucios por el trabajo de campo, las hacían ver como princesas de una corte basada en bosta de vaca y en injera fresca, pero que no tenía electricidad para saber cuándo llegaba la medianoche. Tenían las caras tatuadas con tinta vieja, probablemente desde día en que fueron consideradas mujeres por primera vez. La mayor, que a grandes rasgos tendría mi edad, tenía dibujado una suerte de sol en la frente, y líneas como alambrados de púa que le recorrían el mentón hasta la oreja, y se movían como enhebrándole la mandíbula cada vez que abría la boca. Parecía, ni más ni menos, una muñeca de trapo. No pude evitar preguntarme si ella también había notado que llevaba en el rostro las mismas marcas que su ropa remendada hasta lo imposible.
El hombre de la casa salió de entre el ganado y nos ofreció dos bancos hechos de troncos y alambres. Después ordeñó una vaca ahí mismo, delante de nosotros, y nos extendió un cuenco con leche tibia, que compartimos con los nenes que ya se habían empezado a acercar. Más tarde su mujer preparó injera con yiro, una salsa a base de lentejas, y cuando llegó la hora de dormir, el hombre nos hizo señas de que nos podemos quedar en la casa.
En el cuarto de adobe había un camastro con bolsas de heno encima a modo de colchón. Allí tiré mi bolsa de dormir, y allí mismo Juan se acomodó en el piso sobre nuestro aislante inflable. Estábamos por quedarnos dormidos cuando apareció un chico al que nunca habíamos visto antes y empezó a dar vueltas por el cuarto minúsculo. Cuando tomó coraje, se acercó a la colchoneta y empezó a sacudir a Juan:
– Yohannis (así se dice Juan en amhárico), money…how much money Yohannis?
Nos desconcertó. No sabíamos quién era, y tampoco conocíamos las reglas. En Sudán, país del que veníamos, este escenario sería imposible: por una cuestión de religión, honor u orgullo, al dueño de casa no se le ocurriría jamás a pedir dinero a cambio de su hospitalidad, y cualquier insinuación por parte nuestra hubiese sido tomada como una ofensa. Pero estábamos en otro país, y quizás las reglas eran distintas. Después de todo, nos habían dado de comer y nos habían ofrecido cobijo, aún sin que lo pidiéramos. No sabíamos qué decir, y el chico empezó a impacientarse. Por si no nos había quedado claro, esta vez fue directo al grano: “Give me 600 Brr.” Fuera de Addis, esos U$D 30 eran un precio de hotel casi 4 estrellas. Le ofrecimos menos pero no quiso saber nada, y siguió ahí, en la penumbra, apenas alumbrado con la luz de su linterna, extendiendo la mano hacia la oscuridad que nos rodeaba, esperando la paga que no iba a llegar. Le dijimos que lo sentíamos mucho, que no teníamos ese dinero, y empezamos a juntar las cosas. Entonces el chico en cuestión se puso muy impaciente. Trabó la puerta de atrás, me tironeó del brazo, y empezó a insistir en que nos quedáramos. No entendía bien qué está pasando, pero había algo que no estaba bien, y sentí que tenía que irme. Forcejeamos un poco, apareció otro que dijo ser el primo, se pelearon en amhárico, nos pidió que nos quedáramos, salimos a la calle. No había electricidad en kilómetros a la redonda, pero la luz de la luna iluminaba bien y emprendimos la marcha en busca de un lugar al reparo donde plantar la carpa. Los dos nos perseguían, seguían su pelea, nos tironeaban del brazo. Mientras más les repetíamos que estaba todo bien, que no se preocuparan, peor se ponía la cosa. El primo hablaba tan fuerte que terminó por despertar al resto de los vecinos, y pronto estuvo a toda la familia rodeándonos intentando saber qué pasaba. Me sentí horrible. Horrible y con bronca aunque no sabía bronca contra quién o contra qué. No quería volver a esa casa, no me sentía segura, no me sentía cómoda, y no sabía qué hacer. Creí entender, por el revuelo que se armó, que el chico primero había tratado de aprovecharse de la situación, pidiendo esa suma estrambótica para los estándares etíopes, a escondidas de su familia. Jamás voy a olvidarme de la cara de desesperación de la mujer de los tatuajes bajo la luz de la luna. “Mi suelo es gratis”, repetía, mientras despertaba al resto de la familia de otra choza mono ambiente para intentar convencernos de que durmiéramos allá. Finalmente, acordamos poner la carpa junto a su vivienda. Ya no se trataba de desconfianza ni de ofensa: yo no podía permitir que levantara a sus bebés de la única habitación en la que dormían todos juntos y apretados para que nos dieran lugar a nosotros dos. No fue fácil, pero finalmente aceptaron con una condición: que los mayores del pueblo velaran por nuestro sueño alrededor de la carpa. Frente a una muchedumbre curiosa y expectante, armamos campamento mientras ellos charlaban para ahuyentar a los espíritus que por la noche podrían venir a convertirnos en hienas. Así de seria la cosa.
De sabor amargo y asedio nivel experto
A la mañana siguiente nos levantamos con el sol. Teníamos 30 km. por delante, pero antes de hacer dedo decidimos caminar un poco más. Ahí, en ese interior de país tan infinito y multiverde, comenzamos nuestra marcha en silencio. Todavía teníamos la mezcla de sensaciones de la noche anterior: no sabíamos cómo procesar, cómo sentirnos, qué pensar al respecto. La paz de la mañana, sin embargo, duró poco. Fue cruzar el cartel que anunciaba a Gini, el siguiente caserío, para que niños de todas las edades comenzaran a aparecer detrás de los eucaliptus, multiplicándose a cada segundo, corriendo hacia nosotros desde todos los puntos cardinales, nuevamente al grito de “you-you-money-money”.
Uno me tomó de la mano, otro me tiró del pantalón. Yo sonreía tímidamente, pero cualquier contacto visual empeoraba las cosas, redoblando el pedido. “Faranji give me pen, give me Brr. Five Brr Ten Brr you, you”. Faranji, esa deformación de la palabra foreinger (extranjero en inglés) no era sólo una manera de interpelar sino de señalar lo desubicado, lo que no pertenece, lo distinto. Me pregunté cuánto serán capaz de caminar, porque llegó un momento en que además de tener los cordones desatados, me pesaba la mochila. Pero ellos no se cansaban, y seguían, caminando despreocupados, sin cesar en sus pedidos. A vuelo de pájaro llegué a contar sesenta. Sesenta niños caminándome alrededor. Juan juraba que eran más, y es probable: el equipo se iba recambiando, algunos abandonaban la carrera, otros se iban sumando. Cuando la cara de mochila pesada me delató, un adulto se apiadó e intentó disuadirlos mientras nos invitaba a que nos sentáramos en su casa, pero los niños no temían a sus amenazas, y se volvían a amontonar a nuestro alrededor. Por momentos, me faltaba el aire.
De entre la multitud de niños se filtró una mujer, de sonrisa blanda y amuletos brillantes. Nuevamente fuimos invitados a comer, y nuevamente nos encontramos a nosotros mismos frente a un plato de injera. Agradecimos el gesto repitiendo “konjuno”, que quiere decir “muy rico” mientras ella nos observaba semi seria. Su casa era también la típica casa mono ambiente de paredes de adobe. Tenía aparadores prolijamente moldeados y dos puertas de chapa por las que apenas se colaba algo de luz entre las cabezas de los niños que se agolpaban a ver el espectáculo. Con la plantilla de idiomas de Juan entablamos una suerte de conversación. La mujer respondía; los hombres del pueblo, que habían venido a matar el tiempo, también hacían parte. Sin embargo, el círculo no se terminaba de cerrar. Había algo en sus miradas, una cortina espesa e inquebrantable que dejaba bien en claro que aunque estaba todo bien, no estaba todo bien. Quiero decir: éramos bienvenidos hasta ahí, hasta ese ratito en que podíamos quedarnos a descansar para después seguir camino. Las diferencias culturales son tan abismales, que así como a mí me cuesta aceptar que año 2016 y la mutilación genital femenina siga siendo causa de muerte y de problemas ginecológicos varios que jamás van a figurar en las estadísticas, a ellos les costaba entender qué hacíamos nosotros ahí, a qué íbamos, qué secreta intención cargaríamos en nuestro equipaje.
Agradecimos el aperitivo y nos propusimos seguir viaje, pero entonces apareció un joven y, aclarando que no quería nada a cambio, nos propuso llevarnos por un camino más corto y de paso ver el río. Nos dijo que sólo quiere practicar su inglés, que no tenía muchas oportunidades, que el paisaje además era precioso. Por caminos secos nos perdimos entre los pastizales, con la delegación de niños que seguía disparando rayos láser de you-you-you a nuestras espaldas y que nos rodeaban en círculos estrechísimos cada vez que frenábamos o queríamos bajar la mochila. Hacía calor y el sol empezaba a sentirse. Era un lugar precioso para frenar a escribir, a descansar, pero no había chaces: cuando intenté sentarme a atarme los cordones, terminé haciéndolo accidentalmente sobre un nene. Y me brotó la claustrofobia.
Esta falta de espacio personal que tanto valoramos en occidente, y que no es propia de todas las culturas, la había experimentado antes en India. Allí, como en otros países asiáticos, es normal sacar un cuaderno y que el de al lado mire sin pudor y sin entendimiento de lo que uno escribe. Pelear por un lugar en la fila, tener que bancarse que prácticamente se te sienten casi encima para ver lo que estás haciendo en tu compu o tolerar miradas excesivamente curiosas, es algo natural. Pero confieso que nunca había sentido un acorralamiento de este calibre, que además de invasivo demanda dinero de manera mordaz.
Caminamos un poco más, y cuando a lo lejos vimos una nube de polvo que se acercaba, corrimos hasta frenar el bus, saludando a los niños con las palmas en alto. Pero entonces, el chico que hasta ahora venía liderando la caminata se volvió niño de nuevo, y ya sin mirada inocente ni voz infantil, manoteó la mochila de Juan a la vez que daba la orden: «¡Faranji, give me Brr. ¡Give me Brr for beers!» Y el colectivo arrancó obligando a que el chico tuviera que bajarse.
A bordo de ese bus apelmazado y polvoriento, Juan y yo nos sentamos como pudimos sobre nuestras mochilas, con la cabeza baja. Teníamos el espíritu destrozado, y no había demasiadas perspectivas en que nos pudiéramos reponer.

En Delghi, una ciudad en la que recalan los ferries que viajan a Bahir Dar, fuimos hasta el puerto a ver si venía el barco, pero los hombres que fumaban bajo el árbol nos dijeron que esa semana el servicio estaba suspendido. No sabíamos qué hacer. Queríamos seguir, pero con el ánimo por el piso buscamos donde quedarnos y, nuevamente esquivando manos que se extendían a nuestro paso al grito de demanda conocido, terminamos en una especie de hotelucho local cuyo baño debería estar prohibido. En esa pieza de amores pasajeros nos tiramos a dormir la siesta, haciendo caso omiso al olor a pis corrosivo que según el viento se colaba por las ventanas. Me pregunto a qué capitalismo habrá que culpar por la falta de ganas y lavandina, porque apuesto mi vida que nadie nunca le echó un balde de agua a ese baño (después aprendería que los baños públicos de Etiopía rozan el límite de lo pornográfico, y que así son las cosas, por normal cultural). Ahí, en ese cuarto enviciado y de paredes grasientas, encontramos refugio. No tuvo sentido buscar revertir la situación, intentar convencernos de que tan sólo se trataba de un mal día: si volvíamos salir, allí hacia donde fuéramos, los gritos de los niños y no tan niños se potenciaban con burlas, morisquetas ofensivas, risas provocadoras y algún vivo que tiraba la moto encima para reírse de mi susto. Al día siguiente emprendimos la retirada, completamente abatidos. Era la primera vez que un viaje por caminos invisibles nos salía tan mal. Y no supimos qué pensar. ¿Habíamos tenido mala suerte? ¿O sería así toda Etiopía más allá de los lugares turísticos?
De reflexiones incómodas
Dimos muchas, muchísimas vueltas antes de decidir hacia dónde ir, y finalmente optamos por pegar la vuelta. Mirando el mapa y la realidad entendimos que bordear el lago era perderse el lago (casi todos los pueblos le daban la espalda), moverse entre posibles Delghis, avanzar sólo por el hecho de no abandonar. Admitiendo que esta experiencia nos había golpeado duro, decidimos movernos en dirección opuesta hacia Gorgora, un pequeño pueblo en el extremo norte del Lago Tana, desde donde parten los ferris.
Por el mismo lugar por donde habíamos llegado, volvimos, siempre a dedo de la mano de camioneros amables, que no entendían qué hacíamos por ahí. En Chuwait, un cruce atestado de gente y de puestos, frenamos a comer algo. Un maestro, que también atendía un almacén, nos sacó conversación, y entre charla y charla se formó un círculo de gente. Algunos miraban con curiosidad. Otros le preguntaban cosas que él traducía. Alguien quiso saber si en Argentina había divorcios. Otro preguntó cuánto tardaba un avión de acá hasta allá. En la muchedumbre divisé a una señora morena de pañuelo en la cabeza, que miraba con el ceño fruncido y una expresión que no supe si era desprecio o desconfianza. Ni bien tuvo oportunidad, me increpó sin rodeos, haciendo señas en el aire. Quería saber si podía decirle cómo diseñar un sistema hidráulico para subir el agua del lago hasta los cultivos del fondo de su casa.

Toda la zona de alrededor del Lago Tana es tierra fértil. Sin embargo, desde hace tiempo, hay un mal que azota la región: no es que el lago se esté quedando sin agua, o que la tierra se esté cansando de dar a luz tanto tef. Es que la falta de lluvia pone freno a la canilla natural, y las mujeres no dan abasto con los bidones amarillos sobre su espalda. Pueden subir agua para su casa, sus hijos, sus quehaceres, pero no son bestias de carga para regar la cosecha. La pregunta me dejó tecleando. Lo primero que me pregunté fue si la mujer pretendía que le dibujara un plano en el aire. Lo segundo, cómo era posible que no hubiesen inventado algún tipo de sistema rudimentario, algún acueducto o bomba a tracción animal que alivianara a todo el género femenino y resolviera los devenires del clima. La mujer esperaba mi respuesta. Le dije que lo sentía mucho, pero que no era ingeniera y que algo semejante no se podía resolver en el aire. “Entonces volvete a tu país”, me dijo, mientras me espantaba como si yo fuera un perro viejo, pero sin bajarme la mirada desafiante. El señor maestro no sabía dónde meterse. Nunca terminé de dilucidar si su decepción se debía a que no pude resolverle el problema, o porque a pesar de ser blanca era tan ignorante en la materia como ella.
Retomamos camino con la panza llena, y nuevamente nuestro andar hacia la ruta se volvió un recreo ambulante. Otra vez, no supe qué hacer. Me angustiaba, me desesperaba no poder controlar la situación. Etiopía estaba enterrando kilómetros bajo cero cualquier fibra de susceptibilidad que como mujer debería tener. En vez de sensibilizarme, me estaba volviendo de piedra y ya no era capaz de individualizar. Evitaba mirar a los niños a los ojos, pretendía ser sorda a ver si se cansaban y se iban de una vez. Y lo más triste, es que me sentía terrible por ello.
Esta vez, sin embargo, fue distinto. Quizá porque estaba mejor descansada o quizá me resigné. Si las primeras veces el asedio me nublaba y me dejaba sin saber qué hacer, esta vuelta tomé la ronda por las astas. Al primero que me demandó plata lo desconcerté: le hice el juego del espejo, le extendí la mano e imité todo lo que hacía hasta que finalmente se rio. El segundo lo hizo esperando el espectáculo y una nena me sacó la lengua. Y entonces, no sé cómo, me bajé la mochila y empecé a rememorar un repertorio de morisquetas que creía olvidadas. La lengua rulito, el conejito, pito catalán y aldón pirulero. Y aunque no pude lograr que dejaran de hablar de dinero, al menos conseguí que cortaran hojas de un eucaliptus y jugaran a que esa era la plata imaginaria con la que podían comprar aviones imaginarios y piruetas último modelo, y se olvidaran de mendigar por las dudas y fueran nenes jugando por un rato. Juro que me divertí. Pero es difícil. Es difícil todo, tengo que decirlo. Difícil viajar sin pensar, difícil no mirar, difícil no preguntarse.
Por qué. De dónde. Desde cuándo. ¿Dónde tiene su origen el versito del you-you-money-money, esparcido en estos pueblos donde rara vez ve a un extranjero? La respuesta sencilla es culpar al capitalismo, ese cuco omnipresente e intangible, bajo cuya alfombra podemos barrer todas nuestras mugres. ¿Pero y si no fuera tan así? Entre Chuwait y Gorgora vivimos un episodio interesantísimo. Un adolescente salió a corriendo de su casa, con la mano extendida, a pedir dinero. Por encima del cerco de su vivienda no tan humilde, asomaban árboles de papaya y mango cargados de fruta. Cuando me tuvo cerca y me pidió 10 Brr. le señalé la fruta y le pregunté si me podía vender una. Se indignó. “Papaya is mine. You give me Brr.” (Las papayas son mías. Vos dame plata). No fue la primera vez que intentamos cambiar dinero por algo de comida sin éxito. Semanas más tarde, conversando con miembros de una ONG que trabaja para el desarrollo de la mujer, M. hizo catarsis. Tenía presupuesto para capacitar y financiar pequeños emprendimientos que dieran independencia económica a mujeres que lo solicitasen. Peluquerías, tiendas de ropa, comedores, talleres de costura. El ciclo era siempre igual: se anotaban muchas, con el mayor entusiasmo, pero más de la mitad quedaba en camino. Además de la presión del gobierno que sostiene ciegamente que tales acciones no son necesarias porque “Etiopía es un ejemplo mundial de igualdad de género”, muchas mujeres abandonabna el proyecto ni bien este empezaba a prosperar. “Cuando a alguien de la familia emprende algún negocio, por más pequeño que sea, llegan parientes de todos lados a pedir dinero prestado, incluso mujeres que rechazaron el programa. Y no se puede decir que no. Así, no hay negocio que crezca.”
Mientras la realidad nos revuelca por el pasto, y no podemos con nuestros pensamientos, me llegan mensajes desde lejos. “Pobres niños, les hemos robado la infancia”, comenta alguien en mis redes. No sería el único comentario de ese estilo lo que, durante todo mi viaje a Etiopía, me llevaría a preguntarme varias cosas. ¿Quién es ese “nosotros”, inclusivo y a la vez distante? ¿Tengo que sentirme parte, aún viniendo de un país que también fue colonizado y que a duras penas puede con la infancia de sus propios niños? Porque, perdonen, pero yo no lo siento así. ¿Acaso cambia en algo las cosas latigarse la espalda y asumir una culpa global y despersonalizada? ¿Hasta qué punto no se esconde un halo de soberbia en asumir responsabilidades por el destino de otras culturas? ¿Está en nuestras manos realmente cambiar el curso de su historia? Y en caso de que sí, ¿con qué derecho? Imponer nuestras convicciones, modelos o modo de hacer las cosa, ¿no es acaso colonizar, creerse superiores? Las preguntas me asaltan la cabeza, y no tengo respuestas para todo, mucho menos que sean absolutas.
Hace unas semanas subí un post sobre mi experiencia en Lalibela presenciando un exorcismo donde golpeaban a una mujer y un matrimonio forzado, en el que la novia parecía llevarse los premios a la infelicidad. Como invitada, me limité a observar, a sacar mis conclusiones, a aprender si es que acaso se podía aprender algo. Hubo quien me interpeló por no haber hecho nada al respecto (comos si meterme en medio de la ceremonia hubiera cambiado algo) y quien afirmó que criticar otras costumbres (ni hablar de intervenir) es una falta de respeto cultural. Yo no sé en dónde está el limite.
El resto del viaje ─los días en Gorgora, el cruce en ferri por el Lago, la estadía en Bahir Dar y los pueblos de alrededor─ fueron una mezcla de experiencias. Si bien logramos experimentar esa hospitalidad local que tanto anhelábamos, el viaje por el Lago Tana fue un shock que marcó nuestro viaje por Etiopía. Hoy, cuatro meses después, creo que quizá el error fue pretender sentirse bienvenido en todas partes. Nadie tiene obligación de nada. Quizá esto que pasó sirvió para que valorásemos más aún los gestos de otra gente, las dos o tres veces que alguien nos invitó a su casa de forma espontánea, las sonrisas voluntarias que también encontramos por ahí. Como sea, este viaje por las zonas rurales de Etiopía fue un peso pesado, más pesado que cualquier desafío que imaginé al salir de casa.
Tan sencillo que hubiese resultado poner la foto contigo y los niños haciendo gestos y muecas, contar una historia ambigua, solo decir las cosas positivas y enriquecedoras de tu viaje. Un texto comercial que podría terminar incluso en publicidad de alguna marca y general algún tipo de ingreso para tu proyecto.
Siento un gran respeto hacia a ti y tu manera de realizar tu travesía, entiendo que tu blog funciona de alguna manera como «Sustento» y puerta para conseguir algunas cosas pero es imposible leerte y no ver el sentimiento con el que haces las cosas. En repetidas ocasiones me he sentido identificado o inspirado con alguno de tus relatos, pero es en este tipo de textos en los que entiendo porque termino volviendo a tu blog por más.
Un saludo a donde quiera que estés en estos momentos y ansioso por leer tu próxima Aventura.
Hola Ricardo. No sé cómo agradecerte este comentario. Hace meses que escribir me está costando más de lo normal, y de repente esto aparece como un bálsamo a recordarme que vale la pena. Gracias por estar del otro lado, y gracias por volver. No todos aprecian y saber entender textos así, donde lo único que importa es ser honesto con el viaje y con la experiencia tal y como fue. Un abrazo grande desde Argentina.
Basta con saber que puedo regresarte al menos un poco. Justo ahora atrapado en mi cubículo de 3 paredes a solo un par de meses de alcanzar mi meta monetaria para poder costearme mi próxima aventura por el mundo, relatos y pensamientos como los tuyos son los que evitan que me pierda a mí mismo en el hostil ambiente del mundo laboral.
Ya llegará la inspiración Laura, tus historias merecen ser compartidas y encontraras la manera. Por lo pronto solo queda releer algunas de mis favoritas.
Saludos y un abrazo desde México.
Tu artículo es brillante. Felicitaciones…
A la vez, me dio un poco más de miedo de lo que tenía..porque pienso ir a recorrer Etiopía sola y siempre escojo lugares no tan turísticos. Honestamente, cuál es tu opinión al respecto? Vieron a mujeres viajando en solitario por esas tierras…? Gracias!
Hola Vale!
Es una pregunta difícil. Sé que hay mujeres que lo han hecho, y técnicamente no es imposible, pero sí arduo. Etiopía no es un país inseguro per se, pero puede resultar muy cansador, sobre todo si lo haces con bajo presupuesto o por libre. Te recomiendo paciencia, mucha.