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Una taza de té en Plovdiv

Me siento a escribir un viaje que viví hace meses y trato de pensar en lo grande. Evoco para encontrar el esqueleto de la historia. Fallo al intentar tallar las palabras. Recuerdo lo que alguien dijo anoche: “la memoria es como una urraca, sólo toma las cosas brillantes”. Pienso en mi memoria-pájaro. La imagino como una paloma tomando pedacitos de mundo sin ponerse a elegir los arcoíris. O un gorrión haciendo un mundo de miguitas de pan.

Vuelvo a Bulgaria.

Quiero escribir de Plovdiv y sólo siento la suavidad de las ves en los labios, el aroma a humedad trepando por los fresnos altos de noches de otoño, las calles semi frías, el té. No vienen a mí casas de colores estridentes, ni la arquitectura búlgara ineludible, ni los anfiteatros romanos. Me acuerdo que llegamos una noche tan húmeda que me recordó a Rosario. Que caminamos por calles que renombré como en mi memoria. Esta se parece a Oroño. Esta es 3 de Febrero. Esta podría ser San Luis. Que después de pasos incontables llegamos a la casa prestada. Que en el cuarto había un cartel pintado a mano que decía “No piense en arte”. Que M. había copiado el alfabeto y el idioma desconocido sin saber que se estaba ordenando a sí mismo matar al amor sobre su cama. Que me pidió que le tradujera el mensaje y que no supe cómo disolverle la decepción. Que no fue algo brillante. Que tomamos té de naranjas disecadas. Que tuve la taza caliente entre mis manos hasta que el té estuvo tibio y fue hora de irse a dormir. Que M. me dijo: “No te lo terminaste” y que no tuve justificativos para explicarle que nunca, jamás, me termino una taza de té.

Que salimos al mediodía. Que Plovdiv estaba gris y llovían gotitas como mariposas. Que Juan tenía sus anotaciones frescas (el barrio antiguo, el coliseo, la mezquita) pero que sus letras prolijas no decían nada sobre la casa de té con lámparas de mosaicos de colores que habían abierto junto a la entrada del templo. Que había dulces muchos pero que el aroma que reinaba era líquido, así que Juan y yo nos sentamos en una mesa en un rincón y, predeciblemente, pedimos una taza de té. Que después me iba a acordar de que por estos lugares el té no viene en taza sino en vasitos que parecen florecitas de tulipán, que son tragos mucho más pequeños y que siempre me tocó guardarme la tentación de agregarle un terrón de azúcar, porque aunque el terrón es irresistible al té dulce no me lo puedo tragar.

Entonces las palabras vienen solas.

Té para pensar

Té para escribir

Té para despertar

Té para digerir

Té para acompañar

Té para abrigar

Té para llorar

Té para calmar

Té para dormir

Me acuerdo de haber pasado ratos mirando mapas sin nada más en mi mente que ese instante. Que la moza se acercó y no fue amable, pero que no me importó porque el vasito fue como un caleidoscopio acaramelado, y me puse a contemplar la vida de las veredas a través de ese cristal sin saquito. Que al lado había unas viejas españolas que hablaban de mí como si yo no les entendiera, y que elegí no hacerlo para preservar el momento. Que di un sorbo y fue como un ritual. Que en ese acto mínimo declaré ese rincón en el centro de Plovdiv un lugar en el mundo. ─Acaso se trate de esto. De sentirse cómodo, de quedarse, de reflexionar─. De todo eso me acuerdo.

Y pienso: buscamos lo increíble el asombro la inspiración. A veces la maravilla de los viajes termina estando en los pequeños actos diarios que viajan conmigo. En los litros de té que tomo alrededor del mundo. En las tazas anónimas que abrigan mis palmas y que quedan siempre por la mitad, (aunque M. no lo entienda). En el rol existencial de los rituales caprichosos. En la perfecta sutileza sagrada de una taza de té en Plovdiv.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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