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Elefantes en la montaña de enfrente: mis días en Sabuk

El jeep avanza firme por un camino que pronto comienza a perderse entre la naturaleza. Muerde la costra de la tierra seca sin piedad, y mientras los tres nos sacudimos en los asientos, yo atino a agradecerle a la lluvia por su ausencia. Trato de pensar, mientras Juan conversa con Verity sobre historias coloniales y cazadores furtivos, a qué paisaje me recuerda esta inmensidad que ahora se desprende frente a mis ojos. A veces, me gusta hacer ese juego: imaginar “si de repente me despertara en este lugar sin saber a dónde estoy, ¿adivinaría?”. El camino naranja marca un serpenteo que corta los pastos secos en dos. El sol calienta fuerte, y no hay nadie ─vehículo, persona o animal─ a la vista. Faltan casi dos horas para que lleguemos a Sabuk, la reserva en Laikipia en donde nos esperan. Esta nada misma, que a la vez lo es el todo, la sabana, la tierra roja, el jeep mismo, para mí ya es señal de viaje.

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Tengo que cambiar el chip. Tengo que combatirme a mí misma y dejar de hablar de África en general, pero en los pensamientos no me sale. Entonces me digo: “Qué distinta que es África. Hace unas semanas estábamos en el Valle del Omo, en Etiopía, acá nomás, y lo único que le encuentro de parecido es el color de la tierra”. No es poca cosa, pero a la vez es mucho. No ver nadie en kilómetros es mucho, hablar en inglés y que te entiendan es mucho, ver unas rayas negras y blancas correr entre los arbustos, es mucho. Rayas negras y blancas. Cebras. “¡Mirá, Lau! ¡Hay un montón de cebras!” Juan me señala con el dedo y no disimula el entusiasmo. Verity ─primera generación de keniatas blancos, setenta y muchos, dueña de Sabuk─ se disculpa a tiempo. No había visto los caballos a rayas. De ahora en más, llevará el vehículo a menor marcha y hará paradas de tanto en tanto para nosotros, los novatos en esta cosa de rara de mirar animales de Discovery por la ventanilla. Vuelvo a mi juego. Definitivamente, con una jirafa cruzando el camino a pura zancada adivinaría que estamos por acá. Porque Kenia, su fauna desplegada, se me haría inconfundible. Hace cinco (¿o ya son seis?) meses que estamos en África, y esta es la primera vez que me veo cara a cara con la naturaleza. Verity lo acaba de descubrir, así que mientras avanzamos contra el sol de mediodía y los animales van dibujando siluetas en el horizonte, ella nos cuenta minucias básicas para alguien que pasó su vida conviviendo con la naturaleza. “Esa de allá es una cebra de Grevy, ¿ves que las rayas son diferentes?” “Esa cría de elefante debe tener unos dos o tres años”. A nosotros, cada detalle nos abre más los ojos.

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Las primeras cebras de mi vida…
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Cruza tranquila..

Cuando nos acercamos al terreno que abarca Sabuk, llevamos recorridos unos 80 kilómetros desde Nanyuki, el confín de civilización más cercano. Estamos, literalmente, en el medio del mapa. Así acusa mi Google Maps, con su puntito azul desesperado buscando ubicarse, y así mismo se siente al mirar alrededor y no ver otra  más que verde. La desolación, sin embargo, dura poco. Primero es el cuidador, que se acerca con sus manos duras a saludarnos y a darnos la bienvenida. Después es el ganado. El hombre levanta la tranquera pero es imposible pasar: un malón de vacas toscas y más grandes que las que estoy acostumbrada a ver se atraviesa delante de nuestro auto y tenemos que esperar para finalmente poder bajarnos dentro de Sabuk.

Tres paredes. Eso es lo primero que me llama la atención cuando entramos. La casa que Verity supo construir como su hogar y en donde recibe a los viajeros, es un complejo de habitaciones que no tiene frente. O fondo. Uno entre por la puerta, y lo que encuentre delante no es una ventana ni un balcón: son las dos cosas juntas a la vez, sin límites de espacio. Así que mientras nos sentamos a almorzar, y yo trato de mantener la compostura porque todo es demasiado ─el lugar, el viaje, el concepto arquitectónico que me impacta─ un grupo de elefantes aparece en escena sobre la colina de enfrente. Se ven lejos, pero se ven, y no hacen falta binoculares para distinguir a los bebés de la manada, a los camellos que se mueven al escucharlos, a los machos que caminan protegiendo al grupo. “Alguien vino a darles la bienvenida”, nos dice Verity satisfecha, mientras yo me pregunto qué tan fabuloso puede llegar a ser vivir mirando monos y camellos y elefantes desde la no-ventana de tu comedor. Verity lo sabe, porque ha vivido acá toda su vida. Por eso, confiesa, no podría mudarse a Londres, ni vivir en Europa, ni cambiar de país. Ahora un macho hace sonar su trompa. Una cría corre perdida montaña abajo y en nuestra mesa alguien nos sirve vino. Verity nos cuenta que fue la primera mujer guía de safaris en toda África. Que había hombres que no querían subirse al jeep con ella, y otros colegas que no le dirigían el saludo. Eso nunca la detuvo. También nos cuenta que tiene excelentes recuerdos de esa época de desafíos, que nunca vio una jirafa dar a luz y que, si pudiera, volvería a elegir todo tal cuál es.

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Después del almuerzo dejamos nuestras cosas en el cuarto, y vamos a caminar por las colinas. R. y E., los dos guías del lugar, pertenecen a la tribu de los samburu. No me gustan ni las armas que portan al caminar, ni la rara combinación de mochila técnica con plumas y adornos en la cabeza, y no porque sean feos, sino porque no puedo dejar de pensar que quizá en esa combinación dispar hay una identidad que de tanto falsearse no termina siendo ni una cosa ni la otra. Por eso, cuando entramos un poco más en confianza, cuando ya les dije que me cuesta un mundo subir montañas y que los babuinos me dan miedo si no estoy arriba de un auto, y ellos hicieron chistes sobre lo agitada que estoy y la altas chances que tenemos de ser picados por escorpiones, me atrevo y les pregunto. Que para qué las armas, que de qué va tanto vestuario. R., que lleva el fusil como una cartera, me dice que el arma es por precaución. Que nunca le tocó dispararla para defender a un turista, pero que no hay que olvidarse de que estamos en Kenia. Que aunque pocos, por acá hay leones; que un búfalo enfermo puede ser muy silencioso pero muy agresivo. Que no me preocupe, que es norma de seguridad. Sobre los collares ─que son bellos y quiero llevármelos todos─ E. me dice que ellos son samburu, y que aunque trabajen, vivan en su pueblo o estén caminando por la montaña, él prefiere llevarlos consigo “porque son parte de su identidad”. Después me pregunta: “¿tú no traes nada contigo que sea parte de tu identidad?” Y a mí me da un poco de vergüenza, pero tengo que decirle que no.

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«Chicle de elefante», nos señala el guía. Estamos caminando por las mismas montañas que antes veíamos desde enfrente. Estas hierbas mascadas son señal de que los paquidermos pasaron por aquí.

Esa noche cenamos a la luz de las velas, porque aunque en Sabuk la electricidad no falta ─los paneles solares calientan todo el día─, la luz artificial quebraría el embrujo de la noche africana, el cielo poblado de estrellas, el crujido de los pastos ante el paso invisible de los elefantes.

Es extraño. Dormir en una cama sin pared de frente es más raro que dormir sin techo. Bajo el mosquitero, me zambullo en el colchón, apago la luz tenue y me quedo esperando. No sé bien qué, pero espero. La brisa fresca, el murmullo del río que baja furioso a los pies del acantilado, el ruido de la noche como preámbulo del sueño. O tal vez las estrellas, que se mezclan entre las copas de los árboles. Me duermo satisfechas de poder comprender estas aristas del lujo, que no pasan por un frigobar, una sábana de mil millones de hilos o un jacuzzi con hidromasaje. En Sabuk, el lujo es, precisamente, irte a dormir en comunión con el mundo que está ahí fuera; despertarte al amanecer y descubrir que hay un damán mirándote curioso desde la esquina de tu habitación (un damán, lo aprendí acá, es como una ardilla grande y sin cola).

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Nuestro cuarto, desde la cuarta pared.

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Los pájaros cantan fuerte por la mañana. Subida por primera vez en mi vida a un camello, recorremos otra parte de las colinas. Nos abrimos paso entre manadas de cebras y algún que otro mono que corre rápido a esconderse entre los árboles. Cuando el hambre de media mañana tienta a nuestros camellos a frenarse a pastar, nosotros hacemos lo propio. La mesa puesta, el mantel a cuadros, la fruta fresca, las mermeladas caseras. Nada se compara con sensación de profundidad. Eso es lo que sentimos, taza de té en mano, mientras desayunamos mirando el espejo de agua done que una familia entera de elefantes vino a darse un baño.

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El río no hace silencio a la hora del almuerzo. Sabuk está enclavado sobre una terraza natural, y por eso la pared ausente no representa un peligro: desde allí se ve todo, pero desde ese todo no se puede acceder a Sabuk. Abajo, donde la colina acaba y crecen las palmeras, el Ewesso Nyuru desciende caudaloso. No puedo evitar pensar en la consonancia de nombres: pronunciado en swahili, Ewesso suena muy parecido a Iguazú. Aquí y allá los vocablos autóctonos hacen referencia al agua, esa agua constante y furiosa que parece rugir (¿acaso será la misma?). Las aguas color de hierro forman remolinos y cascadas a las que no se le animan los cocodrilos. Verity me lo jura, y después de comer R. nos lleva cuesta abajo a la orilla. Todavía hoy me cuesta escribir sobre ello sin recordar la piel tersa ante el agua helada, lo apabullante de la corriente en descenso, la sensación de vida nueva al salir del río fresco con la cara al sol. No me atrevo a saltar, pero en cambio repto entre las piedras, nado como pude contracorriente y me animo a una especie de rafting temeroso sobre una goma de camión que me queda enorme. Después volvemos a espiar elefantes desde lejos, intentamos caminar suave para no espantar a los impalas que se esfuman entre la hierba y terminamos la noche tendidos en una cama en nuestra terraza, mirando las estrellas.

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¡Un Pumba!
¡Un Pumba!

No sé en qué momento se me pasa el tiempo, pero justo cuando empiezo a acostumbrarme al damán como despertador y a la bañera que se llena con agua del río, es hora de emprender el regreso. Hace muy poco que llegamos a Kenia, y hay algo en todo este viaje que me sabe a retiro. Quizá sea la presencia rotunda de la naturaleza en todo, quizá sea la sorpresa infinita de convivir con elefantes en la montaña de enfrente, y no sentir otra cosa que paz. La sensación de haber llegado a esa África que también inspiró este viaje. La confirmación de estar en el lugar correcto y nada más.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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