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Fotorrelato: la vida a bordo del Musafir

Durante algunas semanas de agosto y septiembre de 2016, Juan y yo vivimos a bordo de un barco. El Musafir ─un dhow de esos típicos de la costa shwahili─ nos sirvió de casa y refugio, nos resguardó sin privarnos de la intemperie, y se convirtió de una de las experiencias más únicas que nos llevamos de nuestro paso por Kenia. Esto que sigue es una especie de compilación. Un álbum de figuritas de nuestra rutina diaria, los momentos que atesoro y que me llevan a evocar esa sensación de arena rústica bajo los pies, de mar 360°, de trabajo con el cuerpo más allá de escribir este blog.

Al Musafir lo conocimos la primera vez que estuvimos en Kilifi. Habíamos ido buscando desasosiego, recién llegados de Etiopía, con más preguntas en la cabeza de las que éramos capaces de responder. Estábamos en un hostel. Bajamos a la playa. Entonces lo vimos. Lejos pero cerca. Calmo. Un barco pirata sin banderas ni turistas ni cenas shows. Sentí que nos estaba llamando.

En idioma swahili ─que para mí es de los más lindos del mundo─ Musafir significa viajero. La costa de Kenia está llena de barcos de este tipo pero ninguno de ellos es tan grande como el Musafir. Lo digo en serio. Y es que los dhows ─que Google los define como embarcaciones árabes con velas latinas─ suelen ser más pequeños, y estar ideados para viajes cortos. Ninguno nació con la misión de dar la vuelta al mundo. Ninguno antes que el Musafir. Pero vamos al principio:

¿Dije que el Musafir era un barco nacido en Kenia, no? Bueno, hagamos una pausa en eso de que las velas son latinas. La historia es larga, pero voy a resumirla más o menos así: todo buen proyecto comienza con una idea. En este caso, la idea fue de Paolo. Paolo es un italiano cansado un poco del sistema, fanático de las historias de piratas y con muchas ganas de viajar, que hace unos cinco o seis años se encontró dando vueltas por la costa swahili y, al igual que yo, sintió que un dhow lo llamaba. Pero como Paolo es rebelde y no le gusta hacer lo que nadie le diga ─mucho menos un barco─, en vez de seguir ese llamado, se dijo a sí mismo: “a la mierda, yo me voy a construir mi propio barco”. Y así empezó todo. Bueno, más o menos así, pero dije que iba a resumirla. Entonces, Paolo quiso tener su barco, quiso tener a su novia en su barco, y quiso también tener una tripulación local que lo ayudara en su barco. Se estarán imaginando que ahí es donde Goodie entra en la historia, pero no. Goodie no es tripulación, es más bien el socio de Paolo. Es quien cuida la embarcación día y noche y quien se dedica a buena parte de los trabajos manuales. La cuestión es que desde hace esos cinco o seis años, Paolo y Clio trabajan en el extranjero para volver después a Kenia a invertirle todo al Musafir: tiempo, dinero y, sobre todo, mucho trabajo. En esa parte entramos nosotros.

Ok, puede que no sea mi mejor foto…

Como dije más arriba, la primera vez que lo vi, sentí que el Musafir me estaba llamando. Por eso cuando nos contaron que el barco buscaba voluntarios, no tuve ni que pensarlo: teníamos que quedarnos ahí. Si bien Juan y yo no solemos anotarnos en programas de ese tipo, a veces nos pasa que necesitamos frenar un rato ya sea para trabajar (es lo que pasa la mayoría de las veces), reconectar con el viaje o sentirnos un poco menos lejos de casa. Como la vez en que nos quedamos a vivir unas semanas en Berat, esta vez, decidimos quedarnos a vivir unas semanas en el Musafir.

Para ser sincera, no tenía idea en qué consistía el voluntariado (creo, en realidad, que ellos tampoco lo tenían muy en claro). El trato, sin embargo, era simple: por una suma más que simbólica y cuatro horas de trabajo diarias de lunes a sábado, podíamos vivir allí, comidas incluidas. Dijimos que sí, aún sin saber bien cuál era la ubicación de ese “allí”.

Un domingo a la mañana bajamos hasta la playa en cuestión y oficialmente nos mudamos. Ahí fue cuando empezamos a entender más o menos la dinámica. Había, como se ve en la foto, una pequeña casita de dos plantas, que funcionaba como los “Cuarteles Generales” del Musafir. En el piso de abajo, detrás de ese portón verde, había una suerte de garage donde los chicos guardaban todas las herramientas y elementos del barco. Arriba, además de un baño y una cocina, había una sala general que casi nunca se usaba y una terraza en donde, además de comer, pasábamos casi todo el tiempo en que no estábamos trabajando.

Juan tomando mate con Funas, otro voluntario del Musafir. Funas es libio, y estaba dando la vuelta al mundo a pie, patrocinado por su propio gobierno.
La vista desde nuestra terraza
Una tarde cualquiera en la terraza. Yo, trabajando en el blog. Paolo, tocando un tambor imaginario (?)

La otra parte de las «oficinas», claro está, era el Musafir mismo. Aferrado al fondo marino con dos anclas, y a pocos metros de la costa, el dhow hacía de faro. Cuando llegué a la casa y me explicaron la rutina, pensé que iríamos al barco cada mañana a trabajar y que después volveríamos. Lo que no imaginé, es que dormir allí iba a ser una opción.

Para ser honesta, me encantaría decir que ni bien me enteré que dormir en el barco era una opción no lo pensé ni un minuto, pero no fue así. Soy aventurera, sí, pero considero mucho todos los factores antes de tirarme de cabeza en cualquier cosa. Dormir en el barco implicaba, entre otras cosas, remar a oscuras cada noche. Al margen del esfuerzo físico que en este caso era mínimo, me abatataba el hecho de ser un cero a la izquierda en cualquier deporte y la falta de baño en el barco. Así que dudé. Por suerte, Paolo insistió. “Pruebas una vez, y si no te gusta, te quedas en la casa. Pero vas a ver, cuando duermes en el barco ya no quieres otra cosa”.

Tenía razón.

Desde ese día, entonces, la rutina consistía en levantarse cerca de las ocho o nueve, remar hasta la orilla y desayunar. Desayunábamos casi siempre lo mismo, y juro que ese desayuno simple, compartido de la misma bandeja y comido con las manos, terminó volviéndose algo así como un motor: una imagen de una rutina tan bella, que es lo que más recuerdo de los días en los Cuarteles Generales del Musafir.

«A las 10 remamos hasta la orilla. Dejamos el barquito en la arena y subimos hasta la casa con los pies mojados. En el balcón ya olía a mandazi, esas tortas fritas triangulares que comemos a diario. Mzee Baraka, el señor que cuida la casa, había preparado también guacamole con cebolla morada y tomate. Amo. Como todas las mañanas nos sentamos sobre la alfombra a desayunar. El baobab powder (un polvo de semilla de baobab que dicen que tiene miles de propiedades), el yogurt casero que Clio hace cada tarde, el revuelto de verduras que sobro de anoche y el chai con especias completaron el menú. Es tan domingo, que hasta en estas latitudes se siente.»

(Anotaciones de mi diario del 28 de agosto de 2016, el día en que saqué esta foto)

Si cierro fuerte los ojos, todavía puedo traer hasta mi paladar el sabor grasoso de los mandazi mezclado con el fresco del guacamole y los sorbos picantes del chai perfumado. Era un desayuno grandioso, que se disfrutaba sentado en la alfombra mientras uno podía sentir esa suerte de picoteo lento y suave de la esterilla dejando las marcas del propio peso del cuerpo sobre la piel.

Mzee Baraka nunca desayunaba con nosotros. Ahora que lo pienso en la lejanía, me reprocho un poco no haber hecho más esfuerzos por conectar con ese hombre solitario que preparaba siempre nuestra comida pero se rehusaba a sentarse a comer con nosotros. Los chicos ya se habían cansado de invitarlo, y lo dejaban comer solo en la cocina, sentado sobre un balde dado vuelta, como a él le gustaba.

Uno de los tantos almuerzos. Comíamos todos de la misma bandeja, y aunque la costumbre local es comer con las manos, nunca me resigné a dejar la cuchara.

Mzee ─que en swahili quiere decir señor, y que es una categoría de respeto que se gana cuando salen las primeras canas─ no hablaba nada de inglés, mucho menos de italiano o español que eran los idiomas que predominaban por aquellos días en la terraza. Mi swahili era más que básico, pero así y todo nos entendíamos. A veces venía y me daba explicaciones largas de las cosas, que yo intentaba tejer medio siguiendo las señales de sus manos, medio inventándome historias en mi mente, y que casi siempre quedaban en un bodoque de sílabas inconexas que no llegaba a descifrar. Baraka se iba contento lo mismo de haber mantenido una conversación conmigo y llegué a pensar que lo que él necesitara no era que lo entendieran, sino que alguien lo escuchara. No tengo una foto suya, eso también me lo reprocho, pero me resulta imposible hablar de mis días en el Musafir sin pensar en su presencia austera, siempre sentado al lado de su radio, con la camisa apenas abrochada para cubrir la hernia en el estómago que tanto había tardado en hacerse tratar.

Mzee Baraka hablaba poco, y los rumores sobre él no tardaron en diseminarse por la casa, aunque eran más con cariño que con malicia. Paolo decía que en sus épocas, Baraka había sido una especie de rockstar de su aldea, y que era conocido por vestir camisa desabrochada, algo totalmente provocador para aquellos tiempos. Lo decía en serio, aunque dudo que la imagen real se asemejara en algo al Mzee de pantalones oxfors amarillos y lentes rayban que todos nos imaginábamos con esas historias. Igualmente, mirándolo en perspectiva, no me cuesta pensar en Baraka como un hombre atractivo en su juventud. Así que cada vez que se asomaba de la cocina y nos decía algo que nadie entendía y todos nos reíamos, nos resultaba imposible no imaginarlo como un sex symbol joven, y eso aumentaba nuestros respetos y también nuestra curiosidad.

Un dia cocinamos pato que nos había regalado un amigo de la casa. M. vino con su perro, que lo llevaba a todos lados. Mzee no quiso comer. Dijo que en la casa gatos sí,pero perros no, y nunca entendimos el motivo. Otro día Clio nos dijo que Baraka estaba de novio con una señora de su pueblo y que por eso se lo veía más contento. Nos alegramos mucho por él, y le guiñamos el ojo y se lo celebramos. Se rió con vergüenza, como un adolescente enamorado. Una tarde notamos que ante cualquier cosa que Juan y yo dijéramos, Mzee Baraka respondía siempre con un “Karibu”, que en swahili se puede usar para decir “de nada”, “bienvenido” «con mucho gusto» o lo que nosotros argentinos diríamos para afirmar la idea de otro: “dale”. Así, empezamos a imaginar las situaciones más dispares producto del desentendimiento. “Baraka, nos vamos a esconder el cargamento de armas que pensamos traficar en el Musafir” “Karibu”. Gracias por tanto Mzee.

Gatos sí, perros no. Este es Tangawizi, que en swahili quiere decir «jengibre», y era uno de los dos gatos de la casa.

 Pero entonces, volviendo a la rutina, empezábamos el día desayunando, debatíamos entre todos las cosas que había que hacer, y entonces empezábamos el día.

Había veces en que el trabajo era manual (y como el Musafir es una embarcación ciento por ciento de madera, casi siempre ese trabajo manual incluía una lija). A veces también ayudábamos en cuestiones de limpieza, o en la organización de eventos que ayudaran a recaudar fondos para que el Musafir pudiera alzar sus velas y salir navegando.

Juan, lijando tablas para vender en la feria de artesanías que se organizó a bordo.
A mí me tocó pintar los carteles anunciando el «Floating Bazaar»
Y a veces ayudábamos en lo que mejor sabemos hacer…

Sin embargo, de todas las cosas que hicimos durante nuestra estancia en el Musafir, hay una que no vamos a olvidarnos jamás. El día que en conocimos el aroma a “sifa” quedará impregnado en nuestra memoria y en nuestras narices por el resto de la existencia.

Se conoce como “sifa” a un aceite hecho a base de hígado de tiburón que se utiliza para impermeabilizar los barcos y alejar cualquier bicho que ande con la loca idea de anidar, procrear o alimentarse de la madera. No sé si lo recuerdan, pero como ya conté en otras ocasiones, tengo un sentido del olfato muy (pero muy) sensible. Y da la casualidad, que ese post en donde hablo sobre mi nariz, lo subí unos días antes de enterarme que la siguiente tarea era nada más ni nada menos que pintar “la panza” del barco con sifa.

«Dos días seguidos, en patas que buscaban pisar las maderitas correctas para no resbalar, dos días haciendo hasta lo imposible para quitarnos el olor asqueroso de los dedos, sólo para llegar a la conclusión de que no se va con nada. Dos días sin resignarnos a dormir en otro lado que no fuera el #Musafir, a pesar de la pestilencia. Dos días en que a pesar de todo disfrutamos a morir, porque no hay nada más lindo que el trabajo compartido, que aportar algo en el sueño de otro, que utilizar las manos para algo más que escribir…»

Pie de foto en mi cuenta de Instagram, 31 de agosto 2016

Trabajábamos entonces unas horas por la mañana, volvíamos a almorzar, trabajábamos una hora más por la tarde, y después teníamos todo el día libre para escribir en nuestros cuadernos, nadar en el mar, ir al pueblo o dormir la siesta. Juan y yo, casi siempre, nos la pasábamos en la compu. Después volvíamos a juntarnos para cenar, compartíamos historias en ronda, fumábamos un rato y cuando era hora de dormir remábamos hasta el Musafir. No siempre era sencillo.

Aunque la distancia entre la costa y el barco era siempre corta, la diferencia entre las mareas ─que en algunas partes de África es abismal y en tiempo record─ a veces nos jugaba en contra. Sucedía que cuando remábamos por la mañana la marea estaba alta, entonces dejábamos el bote y el kayak bien cerca de la casa. Por la noche, la costa se había alejado unos cuantos metros y había que levantar el botecito, que había quedado varado en la arena, hasta el mar. Cuando éramos cuatro, no había problema. Cuando éramos dos, nuestras cinturas lloraban.

Una vez en el agua empezábamos a remar, a oscuras, hasta dar con el Musafir. No era difícil, las luces de la costa de enfrente o la luna siempre ayudaban. Había veces en que el viento soplaba en contra y dolían los brazos. Otras, en que la bioluminiscencia era tan pero tan fuerte, que demorábamos el viaje entretenidos con las luces que provocaban los remos en el agua, o la silueta de algún pez huyendo de nosotros. Eran noches mágicas.

Una vez que llegábamos, alguien subía por la escalera de sogas, ataba el barquito endemoniado, y empezábamos a subir de a uno junto con las cosas que cargábamos encima: los teléfonos, algo de ropa, algún libro, los remos. A la escalera de soga no me pude acostumbrar jamás, y entonces Paolo iba y me bajaba la otra, la oficial de madera, para que yo pudiera subir sin dejar los brazos en el camino. No creo que lo hiciera muy feliz tener que hacer esa maniobra todas las noches, pero yo se lo agradezco mucho.

Hubo una noche ─de las primeras─ en que la combinación agua + barquito endemoniado+ manos ocupadas + escalera de madera me jugó una mala pasada, y casi terminó de culo en el agua. En el revoleo, lo primero que largué fue una ojota que tenía en la mano y, claro está, en la oscuridad de la noche no volvimos a verla. Me amargué. El calzado cómodo y de buena calidad no abunda en África, y mis ojotas son lo más de lo más. Al día siguiente se me ocurrió esperar a que bajara la marea y caminar por la playa a ver si la veía. La encontré tomando sol arriba de una piedra. Es una ojota sobreviviente. La tengo conmigo hasta ahora.

A veces nos quedábamos tan enganchados con la bioluminiscencia, que desde la proa tirábamos una tansa con plomada para ver la «explosión» de peces disparar para todos lados. Eran como fuegos artificiales submarinos.

Otra vez alguien se olvidó de atar el barquito y no nos dimos cuenta sino hasta el día siguiente. Paolo tuvo que tirarse al mar, y traerlo de nuevo hasta el Musafir. Menos mal, un barquito es mucho más caro que una ojota.

Pero la anécdota mejor (y de la que tampoco tengo fotos por ser de noche, aunque de tenerlas serían impublicables) fue la noche en que Juan y yo nos quedamos a cargo del Musafir. El resto de la gentede había ido de fiesta, y nosotros preferimos quedarnos. Con mucho esfuerzo y viento en contra remamos hasta el baco, y entonces Juan subió primero. Se suponía ─como ya expliqué antes─ que por ser el primero Juan iba a atar el barco, pero eso no sucedió. Tardé nada en darme cuenta de que la marea me estaba alejando del barco y con un solo remo no había mucho que yo pudiera hacer. Empecé a gritar (enojada, claramente).

─ ¿Y qué hago? ─lo escuché decir a Juan en la oscuridad.

─ ¡Tirate y vení a buscarme! ¡Pero tirate en bolas que no tenemos toalla ni trajimos más ropa!

Y así fue. Lo vi desnudarse, haciéndose cada vez más chiquito en el horizonte, y aunque el oído no me dio para tanto, pude adivinar las puteadas a lo lejos. En menos de un minuto, Juan estaba pataleando desnudo empujando el bote conmigo a bordo. Lo mejor de todo, es que esa noche había una bioluminiscencia de la hostia. Se podrán imaginar.

─ ¡Tenés el pito bioluminescente!─ le dije a las carcajadas cuando llegamos al barco, y lo vi subirse desnudo por la escalera para, esta vez sí, atar el bote. Y quedó para el recuerdo.

(Si se preguntan por qué no me tiré yo, y empujé el bote yo, y llegué en bolas yo hasta la escalera, déjenme decirles que es una buena pregunta. No sé. No se me ocurrió. La flasheé damisela que se pierde en el océano y quise que alguien me rescatara. Creo que además, no hubiera sido tan divertido. Y seguramente mi cerebro no me lo sugirió, indignado como estaba, de que un olvido tan fundamental hubiera sido de Juan).

Pero si algo disfrutábamos de vivir en el Musafir, era dormir arriba del barco. La experiencia en sí era tan distinta a cualquier otra cosa, que a veces hasta nos costaba catalogarla. Teníamos una especie de techo, sí, porque no dormíamos mirando las estrellas. Pero a la vez, las ventanas abiertas, inexistentes, dejaban que la brisa del mar se colara y aunque hiciera calor teníamos que dormir tapados. Si llovía, nos mojábamos un poco; y si llovía con viento teníamos que colgar el cubre techo de la carpa para que nos hiciera reparo. Se dormía en paz, en silencio, al ritmo de la luz de la noche.

«Descubrimiento de la semana: hay sólo una cosa que me gusta más que despertarme con la lluvia, y es despertarme con la lluvia a bordo del #Musafir. Desde que estamos acá, y pese a ser temporada seca, llueve sistemáticamente cada noche. Hasta ahora eran lluvias bruscas pero pasajeras. Desde ayer, sin embargo, llueve y llueve sin parar. Para que el viento no nos moje la cama colgamos el cubre techo de la carpa a modo de pared, y ahora dormimos sequitos, mientras ahí nomás el cielo se cae a pedazos, no se ve la otra costa de la bruma que el mar levanta y el Musafir gira 180 en cámara lenta, como para aclarar el panorama. Ayer llovía tanto pero tanto, que tuvimos que esperar una hora a que calmara para poder remar y desayunar. Estoy enamorada de esta vida.»

(Anotaciones de mi diario del 2 de septiembre de 2016, el día en que saqué esta foto)

Finalmente, y tras un par de semanas, dejamos el Musafir a mediados de septiembre para seguir viaje rumbo a Uganda. Pensamos mucho en volver, en sumarnos a la tripulación, en el poder de inspiración que los sueños ajenos tienen sobre nosotros. En el fondo sabíamos que la navegación no es lo nuestro y que teníamos otras rutas que andar en otra dirección, pero nos gustó fantasear lo mismo. Como dije, la experiencia fue de lo más lindo que nos llevamos de Kenia. Y aunque ya haya pasado casi un año desde aquellas tarde de remar y remar, sigo guardando esos momentos feliz en la memoria. Creo que todo lo que absorbí  por ese entonces se resume en estas frases, que también son de mi diario:

Alerta spoiler (a medias): El Musafir salió de viaje en febrero, finalmente, y el barco está mucho más lindo de lo que se ve en mis fotos por los trabajos que se le fueron haciendo después. No sé por dónde anda ahora. Pueden seguir su travesía en su página de Facebook o en su web, y si se los cruzan, por favor les mandan mis saludos.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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