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Acerenza: viaje a un octavo de mis raíces

Le debo mi vida a la Primera Guerra Mundial. Sin matanza del archiduque Italia no habría tenido a quién alinearse, no habría quedado sumergida en el hambre y en las penas, no habrían zarpados de sus puertos barcos atestados de buscadores de nuevas vidas, Giuseppe Ianiello habría seguido siendo un carpintero pobre del sur, yo no estaría acá.

La trama de las vidas que pasaron hasta la mía se hace más enredada mientras más arriba en el árbol, y de los tiempos de Italia lo único que sobrevivió hasta mí es el nombre de un pueblo y una sola seguridad: el lugar se llama(ba) Acerenza, y hay (o había) una iglesia muy grande. Nada más. Para mí, que nací muchos años después de que la incansable hormiga obrera hubiera cruzado el Atlántico, la italianidad de mi familia se resumía a las dobles consonantes de los apellidos y a los recuerdos ajenos distorsionados de generación en generación. No hubo en mi niñez muchas palabras en dialecto, ni palos de amasar, ni cartas que siguieran uniendo los mundos a través del Océano. El bisnono se vino y la Italia de su juventud se fue coloreando mito cada vez más lejano en el horizonte, que terminó de sellarse el día en que murió. Todo lo que traía consigo se lo llevó consigo, y a nosotros, los mortales prolongados de sus raíces, nos quedó la certeza garabateada en un acta de defunción. Nacionalidad: italiano. Eso es todo.

La curiosidad creció de a poco con los años. Un día me di cuenta que mis anclas venían de una abstracción, de un sonido: «mis bisabuelos eran de Italia». Y repetía esas palabras con la misma robotización con que todos sustituyen el nombre del país para poder explicar sus orígenes, sin entender demasiado. A mí esa Italia apropiada, lejana de la Italia real, la que existe en los mapas y en el fútbol y en Venecia me hacía ruido. Empecé a hacer preguntas. Mi respuesta a las no respuestas colectivas –porque ya nadie sabía nada, porque nunca habían preguntado, porque el abuelo Pepe nunca había contado–, fue meterme en un curso de italiano con ambiciones de Santo Grial. Después empecé a buscar papeles. Un día pedí un turno al consulado y me senté a esperar que reconocieran mi ciudadanía heredada. A Acerenza no había vuelto nadie. Nunca.

En la región de Basilicata las lomas de trigo cabalgan los horizontes. Por acá no viaja nadie. En la Italia reina de un turismo voraz, esta zona de fardos de heno y casas abandonadas no tiene mucho para ver. Hacemos dedo con impaciencia. De tanto en tanto me vibran las piernas y tengo que sentarme: sesenta kilómetros nunca estuvieron tan lejos. Miro el cartel que dice Acerenza como si tratara de hipnotizarlo. Tengo los ojos mitad ciegos. Sé que hay cosas que puedo averiguar, pero no son ni las direcciones ni los datos de los registros los que me importan. No es todo eso que los Estados se encargan de anotar y de acumular como definiciones de algo que hoy mismo me gustaría saber. Es lo otro, lo que se arraiga al corazón, lo que se dice en cuadernos o en blogs o en llantos o en bares de noches tristes. ¿Qué fue lo último que vieron esos ojos antes de partir hacia tierras lontanas como otro universo? ¿Se volvieron a mirar desde lejos? ¿Se prometieron volver? ¿Hubo miedo, nostalgia, rencor? ¿O fue quizá la oportunidad de legitimar alguna pulsión subcutánea de aventura? La sangre de la sangre de mi sangre viene de estas veredas. Me cae agua de los ojos y es por los funerales de las preguntas que ya nunca más podré hacer. Puedo repetir de memoria cómo se llamaba la hija de San Martín, en que año murió Napoleón, cuándo se izó por primera vez la bandera argentina. Sé cómo se llamaba la amante de Bolivar pero no tengo la más sencilla idea de cuál era el nombre de la mamá de mi bisabuelo, ni de sus hermanas, ni de las batallas internas que habrán tenido que librar los próceres de mi propia patria. Por eso tengo que llegar a Acerenza.

Los autos nos acercan de a poquito. Cien años están a punto de encontrarse. Eso que se ve en el horizonte es lo que vine a volver a ver. La iglesia grande que había sobrevivido a los relatos de los recuerdos ajenos es, en realidad, una catedral del año 1040, que desde lejos corona el pueblo que se alza sobre la montaña. Llegamos a la «cittá catedrale», como llaman a Acerenza, a bordo del bus de un hombre que conoce varios Giuseppe Ianiello. No hay forma, un siglo más tarde y con una idea vaga de cualquier otro dato que me pida, de saber si hay o no algún parentesco lejanísimo. No me importa, a decir verdad. No vine a Acerenza con afán de agrandar la familia sino de sellar un camino, de cumplir con una misión kármika. En todo caso, me interesan los recuerdos que alguien pueda llegar a tener de la mitad del corazón de mi bisnono que se quedó de este lado: su mamá, sus hermanas. El hombre del bus habla de Inaniellos como de Pérez García. Los enumera con los dedos como si tocara un piano invisible. La mitad se llama Giuseppe. Todos son parientes de todos y de nadie a la vez.

Al pie de la montaña y del borgo antiguo, la Acerenza moderna se expande como vino derramado. Los edificios bajos de concreto, los techos rojos –siempre rojos–, las calles asfaltadas y el geométrico alumbrado público nada tienen que ver con los muros de piedra que se levantan más adelante, y que sostienen el corazón del pueblo. Tocamos timbre en el último piso de uno de los edificios más altos. Ninetta vive en el 3ero A. Es amiga de Franca y Franco, una pareja a quien conocimos días atrás haciendo dedo. Ninetta trabaja en el correo y tiene una mamá de 85 años que promete acordarse de todo y de todos. Subimos con la ansiedad más pesada que las mochilas. Al segundo vaso de jugo, Ninetta se apropia de la búsqueda e inicia un tour que sólo ella conoce, y que nosotros seguimos como viajeros obedientes, pensando que cada parada nos acera más algo, aunque no sabemos bien a qué.

La mamá de Ninetta también se llama Ninetta y aunque enciende con esfuerzo los motores de su memoria, no se acuerda de nada. Como el hombre del colectivo, conoció muchos Ianiellos en su vida, muchos Giuseppes, pero ninguno es el mío. No puedo pretender más. Esta mujer de pelo de algodón y ojos como mares tenía apenas cinco o seis años cuando el adolescente de mi bisabuelo se fue para siempre. Le agradezco a la mujer con un beso en la mejilla, y seguimos el itinerario en la Catedral.

– Si querés saber cualquier cosa, el lugar para consultar son los archivos históricos de la iglesia, que era el registro civil de la época. ¿Sabés si tu bisabuelo estaba bautizado?

¿De verdad espera una respuesta? ¿Cómo diablos podría llegar a saberlo? Aún si hubiera tenido al suerte de conocerlo, eso es lo que le hubiese preguntado después de lo último que se me hubiera ocurrido preguntar.

– No te preocupes, seguro que sí porque en esa época todos se bautizaban. Así que si tu bisabuelo nació acá, tiene que estar en los registros.

La información que tengo es tan vaga, que no culpo el escepticismo de algunos. Vengo a buscar las huellas perdidas de un fantasma al que ni siquiera conocí. El párroco me promete abrirme los registros por la mañana, porque todo lo anterior a 1960 ya forma parte del archivo del museo. Así de remotos son mis deseos.

Ninetta nos lleva a otra iglesia donde hay más Ianiellos, y tiene tanto entusiasmo, se siente tan feliz de poder ayudar, que no percibe que la negativa de ellos tiene más que ver con el miedo que con los genes: hay muchos Ianiellos que no me quieren ni hablar. Temen que la posible pariente lejana venga con aspiraciones de herencias primermundista. Ninetta se indigna, pero no pierde la fe.

Para que pasemos la noche nos abre la casa que era de su madre, a una cuadra apenas de la Iglesia Catedral. Es una casa que se expande hacia arriba, finita, en una calle sin veredas. La anchura es tan poca que más que calle parece un corredor entre casas. Algunas pocas ancianas tejen o conversan en la calle. Todavía conservan el luto de la Segunda Guerra Mundial. Los gatos dominan los umbrales. No hay gente joven aquí arriba. “Es que no hay garages y la gente prefiere mudarse abajo, donde pueden tener baños grandes y estacionar donde quieren. Para venir acá hay que caminar”. Antes, según Ninetta, estas mismas calles eran una extensión del patio de la escuela, y las mujeres pelaban chauchas y papas en la puerta para tener con quien conversar. Mi imagen mental se detiene en esa escena. Cuando yo era chica, mi abuela Olga, la hija de Giuseppe, nos sentaba a mi hermana y a mí en el patio de su casa a pelar chauchas. Nos ponía dos banquitos chiquitos junto a una mesa de vidrio, también bajita. Y mucho más poderoso que la rayuela o las Barbies era ver cómo los cabitos se iban haciendo montañita en un rincón y la parva de chauchas limpias crecía en la fuente en medio de la mesa. Era tanta la pasión que mi hermana y yo teníamos por esa simple actividad, que sospecho que a veces mi abuela nos daba más vainas de las necesarias, sólo para satisfacer nuestra insistencia. Ahora que Ninetta lo menciona como una actividad social caigo en la cuenta que en este viaje a Italia vengo comiendo más chauchas que en los últimos diez o quince años de mi vida, y que ese recuerdo rosa de mi infancia tenga tal vez que ver más con este lado que con allá.

Ninetta nos deja las llaves y, por primera vez, estamos solos en Acerenza. Es la primera vez también, quién sabe en cuántos años, que el nombre de Giuseppe Ianiello –de ese Giuseppe Ianiello, al menos– vuelve a pronunciarse por estas calles. ¿Tendrán memoria las paredes? Damos una vuelta por el pueblo laberinto. Todos los ancianos se giran para vernos pasar. Algunos nietos de la generación tablet conviven con sus abuelos vestidos de negro. No puedo evitar preguntarme: ¿qué será de esta Acerenza dentro de 50, 100, 200 años?

El actual departamento de Ninetta madre huele a casa de mi abuela. Hay un caldo sabroso en una olla, un perfume de comida hecha con tiempo. Cenamos verduritas, pollo y chauchas, y justo cuando estamos terminando de comer llega a la casa Carmelina Ianiello. La amiga de Ninetta trabaja en un acilo de ancianos y tiene un hermano que vive en Suiza que también se acuerda de todo. No me promete nada, pero se lleva anotados en un papel los datos escuetos con lo que llegué, y queda en llamar al hermano. Ninetta sonríe con la satisfacción que produce el trabajo bien hecho. Yo insisto en que no necesito tanto, pero ella no puede permitirse menos. Esa noche tardo un buen rato en lograr dormir.

Los pasillos de Acerenza son tan estrechos que al sol de la mañana le da trabajo infiltrarse. A las nueve nos abren la puerta del museo. Un libro de lomo azul nos espera sobre la mesa. Tengo la fecha de nacimiento pero me falta un detalle no menor –y que ni siquiera sabía que existía–. Más importante que el apellido, en este pueblo es el sobrenombre. Me lo preguntaron una decena de veces desde que llegamos acá, y empiezo a sentir vergüenza de decir que, como de tantas otras cosas, no tengo la menor idea. El sobrenombre no es algo personal. Es algo que viene de familia, que se hereda, y que tiene su origen hace un rascacielos de años, cuando para poder diferenciarse los apellidos no alcanzaban. Por eso la gente había empezado a usar apodos. “En el pueblo hay una mujer que tiene Culotondo (culo redondo) por sobrenombre. No es ella, es que quizá su tatarabuelo tenía el culo grande y por eso le decían así, y se fue pasando. Nadie se ofende si alguien pregunta por Lucía Culotondo”. El sobrenombre es tan importante que está también anotado en el acta de bautismo de la iglesia, junto con el apellido. La caligrafía de la pluma a tinta es tan cursiva, tan de pergamino, que tenemos que leer una por una. No hay ningún Ianiello bautizado en el año 1906. La secetaria del museo nos ayuda sólo porque le pagan para eso. Resuelve que seguro mi bisabuelo era ateo, porque aunque mucha gente de la época vivía en el campo, nadie dejaba pasar tantos meses para librar al bebé del pecado original. Entonces recuerdo una carta que tuve el privilegio de leer hace algunos años, cuando ayudaba a mi abuela Olga en la mudanza. Era un papel casi transparente, sin sobre, escrito con una caligrafía de primaria, en un dialecto del que sólo pude entender retazos. La mamá de Giuseppe le había enviado cartas durante años, y el tiempo y la acumulación sucesiva de cosas innecesarias las habían hundido en el misterioso mar de placares y cajones que eran los cuartos de mi abuela. La carta era de la época en que mi tatarabuela se había enterado que su hijo emigrado se iba a casar. La futura esposa, mi bisabuela, se llamaba María Esilda –aunque para mí siempre fue mi abuela Noni–. Para mi tataranona, que su futura nuera –a quién nunca conoció ni siquiera en fotos– tuviera el nombre de la Virgen era una bendición, una señal divina que la colmaba de felicidad. Una mujer que a pesar del desconsuelo de haberse quedado sola con dos hijas encontrara paz en un nombre estrictamente religioso, no iba a dejar a su hijo sin bautizar. Le dije a la chica que tenía todo el tiempo del mundo y que estaba dispuesta a revisar los archivos hasta el año en que Giuseppe se había ido a la Argentina. Entonces, casi llamado por mi terquedad, apareció un cura arrugado y parsimonioso que con dedos de hojear biblias pasó las páginas hasta encontrar el párrafo indicado. El 07 de abril de 1907 Giuseppe Ianiello se convirtió en hijo de la iglesia. Esa hoja era lo único real en todo mi imaginario, la prueba material de que la Acerenza heredada era esta misma multiplicada, que un octavo de mí venía de acá. Se me aguaron los ojos.

La mamá de mi bisabuelo se llamaba Amalia –primer nombre de mi abuela Olga–, y el papá Girolamo. El famoso sobrenombre era Chiancone, que en dialecto quiere decir “piedra pesada”. Nos ponemos a buscar y los hermanos van naciendo a medida que nuestros ojos los encuentran. Tres –y no dos como siempre habíamos pensado–. Sacamos fotocopias de todo y nos vamos, colmados de algo parecido a la satisfacción. A pocos metros del museo está el único restaurant de todo el pueblo. No lo dudo. “Vamos a comer y a brindar por el hambre que mi bisabuelo debe haber pasado, porque su América terminamos siendo nosotros,y porque estamos acá”.

Pasamos un día más en Acerenza antes de seguir viaje. Carmelina Ianiello no logra hablar con su hermano, pero asegura que somos todos parientes, que las puertas de su casa están abiertas para todos los que quieran venir. No sé si nos une la sangre pero la abrazo con ganas lo mismo. Me invade la liviandad de una promesa cumplida, la carga de una felicidad diacrónica que me traspasa. Siento una gran saciedad, incluso por las cosas que me quedan sin saber, porque ahora ese pueblo es también un poco mío y no sólo por herencia. No encontré a nadie que pudiera decirme una sola palabra de Giuseppe y sin embargo me voy feliz porque ahora tengo amigos, porque puedo volver, porque el octavo de mis raíces vienen de un lugar con el que hoy me une mucho más que la historia y el recuerdo ciego de una iglesia grande.

A veces el universo pone en el camino a las personas indicadas. Nada de todo esto hubiese sido posible sin la ayuda de la familia Popolizzio y de Antonia Cillis (alias Ninetta). A ellos quiero agradecerles con todo mi corazón su interés en mi historia, su tiempo, pero por sobre todo, su amistad. 

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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