
La semana pasada mi abuela Imperio cumplió 80 años y le organizamos la fiesta vía Zoom. En su casa estaba mi abuelo —estrenando prótesis de cadera— , el señor que cuida a mi abuelo — que se llama Daniel, pero todos le dicen «Ángel» porquesunangelcomolocuidatuabuelo— , mi tía —que va para que mi abuela deje que el señor cuide a mi abuelo— y mi mamá —que se turna con mi tía para ir a limpiar y a cocinar— . El resto éramos apenas un cuadradito en una pantalla.
La videollamada empezó a las 7 y se conectaron todos menos los de la fiesta. «Esperá porque tu abuela no se quiere bañar», susurró mi vieja por audio. «Tiene puesta la bata esa de cuando recién se levanta y no se quiere mojar el pelo porque dice que ella de noche no se baña». De fondo podía escuchar a mi tía hablarle a mi abuela como si fuera una maestra de jardín del cuerpo militar: la dulzura casi infantil maquillando la orden. Mi abuela Imperio podría estirar el capricho cuanto quisiera, pero iba a terminar pasando por esa ducha. Quise guardar un poco de esa privacidad suya, pero no hice a tiempo: el reloj del Zoom corría, todos querían saber qué pasaba y la noticia de la rebelión del baño se dispersó por Whatsapp. Algunos estaban indignados, otros fingían que no entendían a la abuela. A mí me causó gracia.

No fue mucho lo que esperamos, pero volvimos a iniciar sesión por las dudas. La abuela hizo su aparición triunfal con una blusita azul, un pantalón haciendo juego y un par de zapatillas blancas. Arriba de la mesa había chizitos, papitas, algunos sanguches de miga que mi abuelo ya había empezado a partir en dos y un Fernet que iluminó los ojos verdes de mi abuela por encima del barbijo negro. Imperio saludó a todos y se sentó en la mesa, y entonces Daniel-Ángel sacó un bandoneón de abajo de la silla y se puso a cantar canciones de la iglesia en un rincón de la sala. «El señor es mi pastor», cantaban en la casa de mi abuela, y en el Zoom los primos se descostillaban de la risa porque de dónde salió ese hombre que además de cuidar enfermos es profesor de música y además es evangelista y se sabe las canciones que le gustan a mi abuela. Yo me quedé en un costado de todo, tratando de deshilachar esa alegría triste que me producía la escena. La vejez deshidratante instalada en mi abuelo, que miraba para abajo con los ojos perdidos y comía sanguchitos con pesadez mecánica; mi abuela Imperio con caprichos de niña salvaje —a veces no se quería bañar, a veces no quería cocinar, a veces no quería lavarse la ropa— ; las paredes verdes flúor —las pintó ella «para darle alegría a su cocina»— de esa casa prefabricada que todavía cargaba los muebles viejos, estáticos, inmunes. Era eso: una felicidad triste transmitida por banda ancha. Me pregunté si esa sensación solamente me atravesaba a mí.

Daniel-Ángel se acomodaba el barbijo e interrumpía su repertorio para dar pie a que mi abuelo contara algunas anécdotas. El viejo no quería. O se hacía rogar. A veces decía algunas cosas bien bajito. Una vez contó un chiste que nadie se sabía y todos se rieron con ganas. Otra vez dijo algo de las historias y su nieta escritora y yo me acordé que hacía unas semanas le había dicho que quería escribir algo sobre los camioneros y que lo quería entrevistar. Pensé que no me había oído, pero él se había quedado esperando. Todos dijeron algo que en realidad fue un algo más que nadie dijo: apurate. Después Daniel-Ángel agarró otra vez el bandoneón y empezó a cantar una canción que decía «El justo florecerá como la palmera», que a mí me sonó como «el junco» y que no entendí pero tampoco presté mucha atención porque mi abuela empezó a bailar y era tan grande y tan honesta su alegría que Daniel-Ángel reemplazó al justo o al junco por Imperio y ella se puso a aplaudir con ganas. «Imperio florecerá como la palmera», dijo, y ahí todos nos olvidamos de todo: de que mis abuelos estaban viejos y se les notaba, de que estábamos mirando el cumpleaños como miramos Netflix y las clases de la facultad y las reuniones de trabajo y las sesiones de terapia y las confesiones con amigos porque todo se hace así ahora, virtual, lejos, despersonalizado. Nos olvidamos de desear que por favor mi abuelo esté para Navidad y que por favor nos podamos juntar para Navidad, y empezamos a aplaudir y a zarandearnos en las sillas cada quien de su casa para festejarle a Daniel-Ángel y a mi abuela, que se entusiasmaba con la idea de florecer como una palmera, aunque eso no nos devolviera una foto muy clara en nuestra imaginación porque cómo corno es la flor de una palmera yo no lo sé. En este momento, mientras cantaba y alguien hacía un mini pogo y convertía la letra en cantito de cancha y todos los reíamos, yo pensé en un dátil, y aunque no fuera flor y la idea fuera rara, también pensé que estaba bien: a mi abuela le encantan los dátiles y siempre que viajo le traigo. Ella se come algunos y esconde otros y después se olvida no de dónde los metió sino del acto en sí y entonces mejor no pasar por la casa y abrir la heladera porque cuando yo le pregunte si le gustaron y ella me va a decir que sí pero que lástima que fulano se metió en la cocina y se comió los que le quedaban.
Mi abuela no fue siempre evangelista, pero tampoco sé decir bien cuándo fue que hizo el cambio. Cuando yo era chica muy chica seguro que no. A lo mejor fue a mis seis o siete, cuando se murió mi primo Ezequiel que era menor que yo, o a lo mejor fue cuando mi abuela se dio cuenta del pozo que eso había dejado en su hija, la mamá del nene. Lo que sí sé es que ella empezó a ir a la iglesia, y después se compró una radio que más que chiquita era finita y le calzaba justo en el borde del aparador, y cada vez que iba a visitarla estaba la Radio de Cristo al palo. Me acuerdo de eso y de que me molestaba porque yo no me sabía ninguna canción pero mi abuela ni la apagaba ni le bajaba el volumen porque decía que eso le daba alegría a la casa. Igual que las paredes, ahora que lo pienso. E igual que la iglesia, porque la única vez que le pregunté por qué se había cambiado ella me dijo algo así como que la misa era cuestión de culpa y tristeza, pero que de las reuniones ella salía llena de alegría, «y Dios tiene que ser así».

Cuando Daniel-Ángel se cansó de estirar la canción que más o menos decía siempre lo mismo, mi abuela estaba feliz como una quinceañera y mi abuelo había cambiado los sanguchitos por las papas fritas. Me pregunté si esto era lo que ella tenía en mente cuando el año pasado nos dijo que para sus 80 quería una fiesta especial, «como esas que le hacen a tu padre», y mi tía le dijo que no fuera celosa que a ella también siempre le festejaban. Y era verdad pero no: fiesta había siempre pero para mi abuelo, nunca pudo nadie explicar por qué, se armaba conga con la familia de todos lados, que venían unos días antes y llenaban de colchones los pasillos, livings y garajes de todas nuestras casas. «Como gitanos», decía mi abuela, que antes de que hiciéramos la repartija de parientes ella se elegía a los que quería hospedar y cerraba toda posibilidad de trueque.
Después de otra canción fue el turno de mi abuelo y él, que se ve que se había animado con el baile de mi abuela, hizo gestos con la mano de que nos callaramos todos. «Yo quiero saber si voy a volver a caminar», dijo en voz bien alta pero sin mirar hacia el frente. Yo creo que a todos se nos anudó algo al mismo tiempo, porque el más rápido de reflejos fue Daniel-Ángel, que también con voz bien alta le dijo que sí, que para eso trabajaban todos los días, y que si mi abuelo no estaba caminando ya era porque se estaba «haciendo el vagoneta». Todos se rieron y entonces mi abuela nos miró a todos los que la mirábamos del otro lado y dijo: «Yo fui bien clarita cuando tu abuelo se cayó en el patio. Estábamos esperando la ambulancia y le dije: escuchame bien, papi, no te me vas a morir porque mirá que yo me voy con vos, eh»’. Ahí mi abuelo le dijo que por eso él no se había muerto porque «qué castigo» y todos se rieron de nuevo mientras a él se le movía la panza de picardía y mi abuela Imperio le revoleaba un repasador para después ir a abrazarlo. Yo pensé que en realidad esa rebeldía combativa con la que mi mamá y mis tías estaban lidiando desde hacía rato no era otra cosa que un modo de protesta contra los ciclos de la vida. Mi abuela no quería ser vieja, no quería que se le muriera el marido, no quería que no le diera más el cuerpo, y no sabía qué hacer.

Después de un rato y cuando ya no quedaba más repertorio, mi tía sacó la torta y mi abuela se sacó el barbijo para soplar la velita. Le pusieron una de esas que parece cañita voladora y ella se paró entusiasmada y se aplaudió sola, mientras del otro lado del monitor los demás le festejábamos el momento. «Pedí tres deseos, abuela», dijo uno de mis primos, y ella cerró los ojos, contó moviendo los brazos hacia arriba, y en menos de dos segundos los abrió. «Ya está», dijo, pero antes de apagar la vela, antes de que que le cantáramos, antes de nada, Imperio volvió a levantar los brazos, cerró los puños y mirándonos a todos con esos ojos decididos que tiene, dijo «Y que sea siempre yo». Y entonces sopló fuerte.
Muchos se rieron del remate. Mi tía le dijo «pero bañada» y ella se volvió a reír. Yo quise, por primera vez en toda la fiesta, traspasar la pantalla y darle un abrazo con retroactivo. Mirarle las zapatillas que se puso en reemplazo de los zapatos que seguramente tiene, y decirle que cómo no voy a salir yo así como soy teniendo una abuela como ella. Que no, que no le entiendo que no quiera bañarse pero que gracias por ese espíritu, y confesarle también que aunque a veces me dan ganas de zamarrearla, sus reacciones me hacen reír. Cuando mi mamá me cuenta cómo intenta engañarlas para no tomarse las pastillas o que se sentó encima de la basura a modo de protesta —mi abuela no quiere que nadie vaya a limpiarle la casa, así que se amotinó ante el desconcierto de todos y la foto circuló por Whatsapp— , yo intento ponerme en sus chancletas e imaginarme a esa edad, teniendo que admitir que ya no soy tan dueña de mí misma como fui toda la vida. Entonces, por un instante, me invade la impotencia. Y revoleo las pastillas, y me siento encima de la basura y quiero que alguien me cante que voy a florecer, que todavía tengo tiempo, que voy a poder ser yo, siempre yo, como cuando quise pintar mi cocina de verde, o aprender a andar en moto, o cambiarme de iglesia. Yo, siempre yo, como toda la vida.
Hermoso relato, y que bellos tus abuelos..Un placer leerte. Y un placer las mujeres de tu familia.
Ay lauuu me hiciste llorar! Ver como se va la juventud de nuestros seres amados esos que tanto nos marcaron … Que difícil!
Un abrazo
¡Qué hermoso relato! realmente un nudo en la garganta.