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¿Y no te da miedo?

Ya llevamos quietos más de la cuenta, debo confesar. El furor de estar “recién llegados” ya pasó a la historia, para dejarle terreno al clásico y necesario “me quiero ir de viaje ya”. Está bien. Es el proceso normal. Aunque los planes se estiraron un poco, todo marcha hacia adelante. Será cuestión de esperar. Nadie nunca llegó tarde a ningún lado, dicen.

El caso es que, ya recontraremil instalados en el 2do piso de los viejos monoblock, estamos más que acostumbrados al barrio, y el barrio a nosotros. Nos saludan los vecinos en el ascensor (lo cual es mucho decir), el verdulero me reconoce como “la novia del flaco” y el rasta simpático de la pollería siempre sabe qué voy a llevar. Es una mimetización perfecta. A esta altura, los rumores sobre los dos mochileros que se mudaron a la cuadra ya son historias viejas. Sin embargo, de vez en cuando algún rezagado se acuerda y, carente de otros chismes recientes, saca el tema a relucir. Así fue como esta mañana, recién enterado de las viejas novedades, me asaltó el chico de la pollería.

– ¿Así que vos sos la que viaja? – me dijo, mientras me extendía las monedas del vuelto. – ¿Y no te da miedo?

a dedo Guajira

El pibe de la pollería me cae simpático. A decir verdad, Juan y yo siempre sospechamos que estaba al mando de ese negocio por error o coincidencia, porque hay algo en todo su aspecto que no encaja. Tal vez sean las rastas que le bailan tejidas en la nuca, como unas raíces salidas de lo que crece por dentro. O quizá, las leyendas que se asoman de la remera, por debajo de su delantal blanco. No sé. A veces me da la impresión de que es un mochilero implantado en una avícola. Lo cierto es que me dejó perpleja. Mis dudas sobre si acompañar las milanesas con ensalada o arroz se vieron de repente interrumpidas por la pregunta que menos me gusta responder, y sin estar yo preparada. ¿Qué se supone que le tenía que contestar? Sonreí, mientras buscaba las palabras. ¿A qué le tendría miedo el pollero? ¿Qué de todo habrá oído, y en qué versión, para no poder aguantarse la duda y atacarme justo cuando ya me estaba yendo? No quería saber por qué países había yo estado, ni por qué estaba ahora en San Nicolás, ni de qué vivía, ni si era feliz. Quería saber si yo tenía miedo.

Al igual que la famosa “Pero ustedes, ¿de qué viven?”, “¿Y no te da miedo?” es otra de las preguntas del millón. La mayoría de las personas la pronuncian con cara de pánico, y mientras lo hacen, dejan de tenernos a nosotros en frente, para ver pasar delante de sus ojos, todos aquellos temores que les quitarían el sueño. A mí, es una de las preguntas que más me incómoda, porque nunca sé cómo encararla. Sí, es una pregunta simple, pero no es nada puntual. Lejos de querer buscar información, lo que la otra persona hace es tratar de ponerse en los zapatos de uno… y salir despavorido. Y hay que saber, qué fue lo que causó ese estupor. Entonces, siempre retruco: ¿miedo de qué? Trato de que no suene fanfarrón, porque la idea no es erguir el pecho en son de “yo no le tengo miedo a nada”, sino más bien de “¿a qué le tenés miedo vos?”.

Algunas personas apuntan a lo más predecible. Siempre empiezan su respuesta con un: “No se…”, y siguen: “ a enfermarte, a que te roben, a que te maten”. A lo que yo siempre contesto: acá también me puedo enfermar, me han querido robar más veces en Buenos Aires que estando de viaje y, hasta ahora, en ningún lugar del mundo, me han querido matar. ¿Por qué alguien querría hacerlo. Claro que mi respuesta no les convence, y lo entiendo. Porque si bien es verdad que todas esas cosas podrían pasar a la vuelta de mi casa, no es lo mismo que me pase acá, cerquita de mamá y papá, a que me pase en Uzbekistán (¡dudo que sea peligroso, pero como suena lejos queda mejor!) Aún así, si tengo que ser sincera, no me da miedo. O mejor dicho, me da el mismo miedo estar acá que allá.

con martha

Amanecer un día con la cara en este estado, sin saber por qué, no me dio miedo. (¡Ja! ¡Qué mentirosa! ¡Menos mal que no tengo una foto de la cara de pánico cuando me miré en el espejo! Acá me hago la linda porque ya había ido al médico). En todo caso, corrijo: no me dio más miedo que si me hubiera pasado en casa.

tacaca

No tener siempre un plato de ravioles en frente no me da miedo.

ayahuasca

Probar ayahuasca, tampoco. (Bueno…capaz un poco sí, ¡pero me la banqué!)

Otras personas, apuntan directamente contra el autostop (acá sí soy indulgente). Me dicen: “¿y no te da miedo subirte al auto de un desconocido?” Yo respondo: “¿Y qué haces cada vez que te subis a un taxi o a un remisse?” Y antes de que me contesten, retruco: “Pensá: en el último año, ¿cuántos casos de muertes por accidentes de micros escuchaste en la tele? Y ahora decime: ¿cuántos casos siniestros de mochileros haciendo austostop?”. Esa es una respuesta ganadora, y lo sé. Las estadísticas nos juegan a favor. La gente, igualmente, no se queda convencida. Yo machaco: “Mirá, cuando te subis a un colectivo, no le ves la cara al conductor. No sabés si durmió bien, si va tomando cerveza o si mientras maneja está mandando un mensaje en el celular. Por eso tantos accidentes. Cuando viajas a dedo, si no te gusta cómo maneja el conductor, te bajás, y listo. Además, el riesgo es bilaterial: vos no sabés al auto de quién te estás subiendo, y ellos no saben a quién están subiendo a su auto. Por eso, el que frena, rara vez tiene malas intenciones.” Casi todos fruncen los labios, en jaque mate. Razonan, pero no se convencen.

autobus bolivia

Subirse a este micro en Bolivia fue casi un suicidio. Los dos choferes (menores de edad) venían pachangueando en un camino de precipicio. Cuando empezamos a gritar porque estábamos por caernos, nos hicieron bajar. Demás está decir que seguimos a dedo.

castillo Rauch

Confieso que pasar la noche en este castillo abandonado fue demasiado para mí!

Detrás de todo esto, sin embargo, hay una cuestión mucho más filosófica, que solamente saco a relucir con las garras afuera, cuando me siento atacada. Mucho más miedo me da, en todo caso, tener la vida trazada por lo que esperan de mí los demás, que arriesgarme a buscar mi propio camino…

Tengo miedo, no me voy a hacer la Superman (¿o debería ser Superwoman?). Pero, sinceramente, mis miedos no son nomales. No me da miedo no tener un trabajo fijo, ni un sueldo a fin de mes, ni ser madre a los 40. No me da miedo hacer dedo, ni estar en un país donde no entiendo una palabra, ni que me pique un bicho y me deje hecha un pochoclo a dos mil kilómetros de casa. Otras cosas, en todo caso, me dan más miedo. El miércoles pasado, por ejemplo, llegó a casa de mi tía una vecina que se acaba de recibir de profesora de inglés. Tiene veintitrés años, y estaba contenta porque la habían tomado en una escuela privada, famosa en la ciudad por sus exámenes internacionales en la materia. Yo fui a esa escuela, y aunque aprendí mucho inglés y otras cosas más, la odié. Ella estaba feliz. Dijo “Ya está, es el mejor trabajo que podría haber conseguido. Ahí adentro me jubilo”. Yo entré en shock. Paniqué, como dicen mis amigos portugueses. Ni todos los zombies de la tele arañando la puerta de mi casa me habrían causado semejante estupor. Veintitrés años y ya tiene la jubilación resuelta…eso a mí me da terror. Sentir que estoy en el mundo siguiendo una filita imperceptible desde cerca, pero filita aún, de hormigas obreras que día tras día hacen lo que tienen que hacer sin ponerse a pensar. Dejar que el talento, la imaginación y la iniciativa queden aplastados por la promesa de un buen puesto. Que todas las perspectivas se fijen en cambiar el auto o el celular… Soy rara, qué le voy a hacer. No tengo Smartphone, no sé cómo funciona el Whatsapp ni el Blackberry, pero soy feliz. Y aunque a veces tengo miedos más ordinarios (“che, éste tipo no me cierra” o “ni a palos duermo en este castillo abandonado”), ni se comparan con las alegrías que cargo por vivir así. (Después de todo, ya lo dije, la gente con miedo no llega a ninguna parte)

El chico de la pollería seguía esperando su respuesta.

– Sí, a veces sí – confesé entre sonrisas – Pero me encanta.

Me sonrió satisfecho. Supongo que quería una confirmación de mi humanidad. Ahora que sabe que yo también tengo miedo, a lo mejor confiese que odia los pollos y, revoleando el delantal, de un salto sobre el mostrador y se anime a conquistar el mundo. Tendré que ir pensando en dónde comprar más milanesas.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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