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¿Y no piensan tener hijos?

La primera vez en mi vida que sentí que yo estaba fallada, tenía alrededor de diez años. Era la hora de la siesta en la casa de mi abuela y mientras ella terminaba de fregar los platos me dio una orden tan sencilla que sentí el pánico de no poder ejecutarla treparme por los tobillos. “Andá a hacer dormir a la bebé mientras yo termino con la cocina, así después nos acostamos un rato”. La bebé en cuestión era Eliana, mi prima, y mientras ella me miraba con los ojos redondos desde la blancura de su moisés, yo volvía a odiar por vez infinita ser la nieta/hermana/sobrina mayor. Eliana todavía no lloraba, pero yo ya sabía que no iba a poder. Lo recuerdo bien todo: las paredes verde agua de ese cuarto en la casa de mi abuela que nunca tuvo un dueño fijo, las textura aburbujada de los vidrios de la ventana que impedían mirar hacia afuera, el primer llanto de la beba, quedarme helada, la frustración. Recuerdo que nadie me explicó cómo se hacía para dormir a un bebé, y recuerdo también la bronca/alivio de cuando entró Marisa al cuarto, y a los cinco minutos Eliana descansaba como ese angelito que parecía cuando estaba dormida: un angelito incapaz de vomitar, de hacer berrinche, de tener olor a caca. Ese día decidí que la habilidad de Marisa, que tenía apenas un año más que yo, se debía a lo prolífero de su familia y al hecho de que vivían todos en una casa de dos habitaciones ─nunca quedaba en claro cuántos hermanos/cuñados tenía, ni cuántos sobrinos, ni quién dormía con quién bajo ese techo que parecía cobijarlos a todos─. También decidí que dormir bebés era una de esas habilidades con las que yo no había venido a este mundo, como andar en bici sin usar las manos, hacer un gol o aguantar mucho tiempo la respiración bajo el agua. Había, sin embargo, algo indescifrable en esa incapacidad que me hacía sentir, como dije antes, que yo estaba fallada. Nadie espera de una nena que saque campeón a su equipo de la escuela o que coleccione trofeos como marionetas. Tener eso que hoy llamamos feeling con la flamante descendencia de nuestros mayores parecía ser una obviedad que, no obstante, quedaba fuera de mis límites.

***

No necesito adivinarlo, sé que la pregunta está por venir. Parados en un escenario cualquiera, charla de viajes recién terminada, llega el turno de conversar con el público. Y es cantado. A veces juego a ver cuánto se aguantan, cuánto tiempo pasa, quién se saca el mandato de encima. La fórmula nunca falla: a lo sumo, tengo que esperar cuatro o cinco preguntas previas, pero no pasa de ahí. Sin importar de qué estemos hablando, quién tenga la palabra o quién haya planteado la pregunta, los ojos vienen siempre hacia mí. No es casualidad que a nadie se le haya ocurrido enfrentarlo antes a Juan con fantasías de pañales y mamaderas en medio de tanto campo minado, beduino y Afganistán. El muchacho andaba solo. Barbudo, libre, feliz y, sobre todo, solo. Ahora que hay un par de corpiños en la ecuación, que el vagabundo pasó a formar pareja, la familia queda a un sólo paso. «¿Y no piensan tener hijos?» Todos me miran. La responsabilidad de entregar más Villarinos al mundo recae sobre mí.

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─ Tenés que tener chicos, te cambia la vida.

─ Es que justamente es eso. No quiero que cambie mi vida, me encanta así como está.

─ Te la va a cambiar igual.

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No me acuerdo ya si era un ejercicio de escritura, de introspección o de qué, pero teníamos que hacer una lista con los cinco juguetes más representativos de nuestra infancia. A mí se me hizo muy fácil. Había dos solcitos que iban enganchados como mecanismo de reloj ─y que me encantaba hacer girar eternamente─, una Xuxinha ─era versión sudaka de la Barbie y a la que yo amaba por saber que existía de carne y hueso─, una Sirenita Ariel que se convertía en muñeca ─y era la amiga perfecta de la cantante brasilera─, una máquina de escribir rota y una valijita de Juliana-no-sé-qué que mi abuela había llenado hasta el tope de ropita para mis muñecas, que ella misma tejía y cosía con retazos de su propia ropa. De todas las chicas del grupo, yo era la única que no tenía en su lista un Bebé de Yolibel. Me acuerdo que me compraron uno, sí, y me acuerdo que lloraba como si se estuviera ahogando con mocos, que me parecía atroz que el chupete fuera un palito puntiagudo que se le clavaba entre los labios, y que los ojos esos que se cerraban y abrían cuando acostaban al bebé me causaban espanto. Hasta del jingle me acuerdo. Perol os sueños de Susanita, supongo, duraron lo mismo que la fantasía de ser pediatra: un verano. No sobrevivieron al primer cambio de pañal en mi vida, al olor a vómito fresco del primito bebé, a los brazos entumecidos de cinco arrorrós al hilo. Me sabía todavía chica, y todo ese mundo me pareció distante e infinito, como la vejez, las cremas Hinds de mi abuela y los años.

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El chico de menos de veinticinco sigue ahí, estático e inquisidor, mirándome fijo. Él tampoco tiene edad de estar pensando en hijos, pero no le importa. Me mira, y sostiene su pregunta,  capaz de inmutar a toda una sala. Aunque siempre me anticipo, a mí me tiembla la voz. Nunca sé qué contestar. La verdad no puede ser explicada por cesárea pero la gente quiere respuestas rápidas. Así que huyo con una respuesta vaga ─a pocos les interesa saber qué piensa Juan─. Que sí, que no sé, que más adelante. Adopción, kombi y educación alternativa son los componentes genéricos de esta dosis de Ibuprofeno verbal, capaz de dejar tranquilo a cualquier interlocutor pro vida de la maternidad ajena. Resueltas las preguntas que se desprenden como racimos, pasamos a otra cosa. Al menos, en lo que aparenta, porque una parte de mí se queda estancada en un magma de por qués. ¿Por qué tengo que tener un hijo? ¿Por qué tengo que querer? ¿Por qué tengo que poder? ¿Por qué tenés que preguntarme?

Entiendo ─o creo entender─ que detrás de la curiosidad muchos buscan poner a prueba el supuesto paraíso que proyectan en nosotros, como si nuestra no-paternidad se debiera exclusivamente a la mochila. Lo que no logro asimilar, es esa liviandad con que cualquier hijo de vecino (porque no me pasa solamente en las charlas, lo padezco con frecuencia en boca del verdulero, las compañeras de trabajo de mi mamá, el cartero que viene a buscar los libros a casa y hasta el flamante veterinario de mi perra a quien acabo de adoptar de la calle) de inmiscuirse tan tajantemente con mis ovarios.

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─ Si nunca tenés un hijo, te vas a morir sin conocer el verdadero significado de la palabra amor.

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Fue con un kilo de milanesas de pollo de por medio. Mirta, mi almacenera del alma, esa que siempre me da abrazos, la que me roba paltas del árbol del vecino y con quien me emociono al recordar a su difunto esposo, me preguntó si ahora, que acabábamos de volver de viaje, íbamos “a encargar”. Yo la quiero mucho a Mirta, y ella me quiere mucho a mí. Así que como no había más clientes y para el almuerzo faltaba un rato, le contesté con honestidad y le dije que había muchas cosas que me entusiasmaban este año. Le hablé del libro que estamos escribiendo, de las posibilidades increíbles de trabajo que se nos estaban presentando. De lo feliz que estaba de volver a mi casa y de poder disfrutar de tener un hogar en silencio y con plantas y en el barrio al que adoro. De los talleres que tenía pensado dar en San Nicolás, de lo felices que éramos Juan y yo compartiendo nuestro tiempo libre juntos. De que sentía que estaba en donde yo quería estar en la vida, y me hacía súper feliz y súper plena poder hacerlo con la persona que amo. De que yo ya siento que tengo una familia de a dos. De que no paramos de planear libros y viajes juntos. De que no siento ningún vacío. Y de que, aunque me encanten los chicos, sería yo quien tendría que renunciar a casi (por no decir completamente) todo por unos cuantos años, y que de sólo imaginarlo se me estrujaba el alma, porque en realidad, lo que en esta etapa de mi vida me hacía galopar el corazón con fuerza ─ese mismo que le estaba abriendo entre frascos de aceituna y pan con chicharrón─ eran todas esas posibilidades de trabajo, viajes y proyectos juntos que asomaban la nariz en un futuro inmediato. La respuesta de Mirta me lapidó las ilusiones. “Ay Lauri, no seas tan egoísta”, me dijo, y acto seguido replicó lo que luego iba a descubrir como un discurso bastante reciente del Papa. Un discurso que me trató de narcisista, de cómoda, de egoísta y de casi enemiga de Jesús. Un discurso que me parece de otra época y que hace que me afloren los colmillos y las ganas de saltarle a cualquiera a la yugular solo que, como ya dije, a Mirta la quiero y como sé que también me quiere, confío en que no hubo maldad en sus palabras. Por eso le di un beso, agarré mis milanesas y me fui silbando bajito. Durante las dos cuadras intenté pensar en un solo motivo para traer un ser humano al mundo al que no le quedara esa misma etiqueta con la que Mirta y la iglesia me acababan de catalogar. No pude encontrar ninguno.

***

Lo perdoné porque no nos conocíamos. Porque no me lo tomé personal, porque entendí que veníamos de culturas distintas, porque mi reacción no hubiese hecho más que generar un clima tenso lo que restaba de caminata. Lo perdoné porque supe que no tenía malas intenciones, porque su declaración me había parecido tan gráfica que me había causado gracia, porque probablemente creía en eso fervientemente y no quise yo venir a sermonearlo con mis valores de ciudad. Cuando aquel campesino boliviano a quien acabábamos de conocer en plena montaña me dijo “tienes que apurarte a tener hijos, a las mujeres los ovarios se les secan a los 30” yo visualicé lo míos no como esas granadas a punto de estallar que a veces veo cada veintiocho días, sino como dos pasas de uvas feas y escurridas, incapaces de hacer nada. No me acuerdo ni por dónde íbamos caminando ni cómo se llamaba el señor, pero esa imagen de mis ovarios como cadáveres de ancianos me quedó grabada en la cabeza. No quise decirle que en la familia de Juan todas las mujeres fueron madres a los 40, que tenía todavía una vida de más de diez años por delante, y que hay otras cosas en el cuerpo y alma de una mujer que también se pueden secar aunque la biología no pase parte (y eso sería todavía más triste).

***

Para mí el tema de los hijos es un problema de preposición. No es que yo no piense tener hijos. Más bien no pienso en tener hijos. Simplemente pienso en otras cosas. En los libros que quiero escribir, en los que quiero leer, en los que compré y aún no empiezo. Pienso en los viajes que tengo pendientes, los que me gustaría repetir, los que quiero hacer sola y los que quiero hacer sí o sí con Juan. Pienso en que tengo casi 33 y todavía hay cosas que quiero estudiar. En que no sé cuándo pero me encantaría volver a la facultad, en que quiero vivir un tiempo en Colombia, en que no tengo carné de conducir y me importa bastante poco. Pienso en que siento que el tema de la maternidad me queda tan lejos como cuando tenía diez, y en que a lo mejor no quiero atarme a un reloj biológico. Pienso en que no querer hijos no significa que no tolere a los bebés ni que menosprecie los embarazos/deseos de niños de otras mujeres; simplemente, no lo siento como algo propio. En que tal vez deba enfrentarme a la realidad de que en este momento no me emociona ni un poco la idea de ser madre ─aunque paradójicamente tenga elegidos los nombres con que me gustaría llamar a mis hijos─. En que quizá con el tiempo eso cambie y en que a lo mejor mi cuerpo haya pasado la línea para ese entonces. Pero también pienso en que el mundo está lleno de nenes sin familias y en que al fin y al cabo, la maternidad se trata ─o debería tratarse─ de un gran acto de amor. ¿O vamos a pensar que sólo las panzas nos hacen madres? (¿O lo que es peor, mujeres?). Porque sí, también pienso en la superpoblación y eso me asusta muy a menudo. Pero más allá de todo eso, pienso ─sobre todo pienso en esto─ que la gente debería pensar un poco más antes de tocar temas tan delicados. Hago también un mea culpa ─porque todos hemos pecado de metiches─ y pienso en todas esas parejas que están pasando por un momento difícil, en los embarazos perdidos, en los deseos no satisfechos, en los mundos universos que son todas las parejas. En el daño que se puede hacer preguntando tan punzantemente cuando no hay ni la confianza ni la cercanía suficiente para tocar esos temas. En que ya es hora de aceptar que hay mandatos sociales pasados de moda, en que palabras como “felicidad”, “plenitud” o “realización” tienen tantos significados como personas en este mundo. En eso pienso. En que antes de insistir con traer hijos de otros, deberíamos preocuparnos más por aceptar las circunstancias ajenas, incluso cuando no podamos entenderlas por completo.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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