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Voluntariado en Argentina: mi primera experiencia

De todas las formas posibles que existen de viajar, hay una en particular que siempre pareció esquivarse mi camino. En estos diez años por el mundo, nunca se me había cruzado la oportunidad de viajar haciendo un voluntariado, mucho menos un voluntariado en Argentina. Si bien había participado en algunos proyectos previos, como las semanas que pasé en Kenia a bordo del Musafir o los días de hostel en Albania, siempre se había tratado de ocasiones donde el sí tenía más que ver con la espontaneidad que con un planeamiento o un objetivo en concreto. Por eso no dudé: cuando surgió la posibilidad de un voluntariado en Argentina con Worldpackers dije que sí de inmediato.

Me entusiasmaron muchas cosas: que fuera en mi propio país ─siempre me motiva la idea de sentirme de viaje muy cerca de mi casa─, que se tratara de un proyecto de agricultura orgánica ─iba a trabajar en una huerta, aprender sobre la tierra y hasta cuidar algunos animales─ y que fuera algo distinto ─me puede la adrenalina de las primeras veces─.

Mi pulgar, mi destino

Empecé a sentirme de viaje cuando recibí la confirmación de Sebastián, el anfitrión que me estaría esperando en Namuncurá. “La mejor manera de llegar a nuestro campo es a dedo”, me dijo, y me salteé las explicaciones/justificaciones sobre seguridad o normalidad del asunto: para mí esas líneas eran una señal ─ustedes ya saben, soy bastante creyente en el universo─ y si había que estirar el pulgar a los pies de una ruta de tierra, entonces ese voluntariado en Argentina era para mí.

Salí de casa el domingo a media noche, cambie de transporte en retiro y finalmente llegué a Necochea el lunes junto después del amanecer. Desayuno de por medio y mucha, muchísima ansiedad, pronto me vi haciendo dedo allí donde me había indicado Sebastián: frente al cementerio, en las afueras de la ciudad, donde una línea tajante pone fin al asfalto y da inicio a un camino polvoriento que se adentra en el campo.

Supongo que entonces, en esa espera que no fue tanta bajo el sol, caí en cuenta de lo que estaba por hacer: no iba solamente a voluntariar una semana al campo; iba a sumergirme en una isla rodeada de cultivos, donde probablemente no hubiera señal de nada, y donde “trabajar” se iba a remitir casi exclusivamente a las tareas que me asignaran, lejos del teclado, instagram, los libros y todo lo demás. No pude decidirme si pedir al cielo que me diera algo de WIFI o si rogar que la única conexión tuviera que ver con la tierra y el horizonte. Antes de definir, Don Pereyra hizo caso a mi pulgar y frenó su camioneta destartalada.

voluntariado en Argentina

“Usted es muy valiente”, repitió Don Pereyra sin soplar. En la calle, una nube color té con leche delataba nuestros pasos. Era difícil explicarle al hombre que iba a instalarme una semana en el campo, que no conocía a nadie de los que allí estaban pero que no tenía miedo de que sucediera algo malo por varias razones ─pero principalmente dos─: tengo un sensor viajero bastante optimista y, sobre todo, la garantía que una plataforma. Eso es algo que me pareció muy valorable: al elegir el proyecto, las referencias de los otros voluntarios estaban a la vista ─eso me sirvió para elegir mejor─ y un responsable de WorldPackers se había puesto a disposición antes de mi llegada, por cualquier imprevisto.

El viaje de más de media hora se pasó entre historias de chismes ─a Don Pereyra parecían encantarle─, algunas respuestas escuetas, y una bastedad de campo que por momentos me dejaba sin palabras. Llegó un momento en que me perdí y ya no supe ni a dónde estaba el norte ni a dónde estaba el mar. Como un todo panorámico, el campo abarcaba hasta donde alcanzaba la vista. Algunas casonas se escondían bajo islas de árboles y entonces pense: esto es lo que hay. Digo, cuando viajo por la ruta y veo la autopista cortar el campo tajante, y me pregunto qué hay más allá. Entonces me imagino dron, o pájaro, y vuelo tangencialmente, vuelo lejos de espalda a la cinta asfáltica y el verde o amarillo del campo y sus vacas me bañan la mirada. Entonces pienso: ¿de quién será todo ese océano de tierra planchada de nuestras pampas?

paisajes de un voluntariado en Argentina

Namuncurá

Hubo algo de la descripción del perfil de Nanuncurá, que me atrapó de inmediato. Quizá la idea de que se trataba de una granja familiar que había estado abandonada durante muchos años, a lo mejor fue el concepto con que si anfitrión describía el estado actual: “Namuncurá está siendo re-imaginada como una comunidad sustentable”. Re-imaginar me sonó de primera mucho mejor que “proyectar” o “planificar” o “idear”: imaginar tiene  que ver son soñar. A eso, se le agregaban otros factores: comida preparada directamente desde la huerta, 3 km de la playa, la posibilidad de surfear ─que aunque yo no sé, bienvenido sea─, un ambiente que prometía ser amigable y campo, mucho campo. Sentí que hacer un voluntariado en Argentina en un proyecto así no tenía fisuras. Quiero decir: excepto en contadas ocasiones, nunca me sentí cómoda con la idea de voluntariado social.

He visto pocos proyectos bien gestionados, y muchos cargados de buenas intenciones pero poca conciencia sobre el impacto a largo plazo. Tampoco me llamaba la atención colaborar en un hostel o en algún establecimiento de ciudad ─no es que tenga nada de malo, pero a mis 33 y con varios años de trabajo en hotelería, una oportunidad así no me aportaría grandes experiencias sobre las que escribir─. En Namuncurá, en cambio, iba a tener que enterrar las manos ─literalmente─ en la vida de campo, y eso era algo que no había hecho jamás.

Un día por ver o «sin celular y sin computadora» (casi)

El primer pensamiento que me invadió ni bien apoyé la mochila fue “¿y ahora qué hago?”. Namuncurá era un mundo de gente bien orquestada: algunos preparaban el almuerzo, alguien intentaba reparar una cortadora de césped, otro más alimentaba a las gallinas. Antes de que pudiera ponerme a pensar, Sebastián me hizo el tour por el campo.

“Este es el gallinero, y tenemos tres gallinas que están empollando así que no hay que estresarlas cuando les demos de comer a los pollitos porque si no se van y perdemos los huevos”. Ok, acabo de enterarme de que las gallinas se pueden estresar. “Esta es la huerta que tenemos funcionando. Hay que tener cuidado de que las gallinas no entren. Esos repollitos de Bruselas están listo, más tarde si querés los podés venir a cosechar”. Si le digo que es la primera vez que veo una de estas plantas, ¿me mandará de vuelta a la ciudad?  “Acá tenemos un horno de barro. Cuando somos muchos cocinamos acá, sino en la cocina a leña que está adentro. Me dijiste que te gusta cocinar, ¿no? Acá vamos a estar encantados”. Bien Laura, abriendo la boca siempre. Quiero verle la cara cuando le preguntes a dónde está la llave de gas.

voluntariado en argentina

Mientras Sebastián me explicaba la dinámica de cada sector, volví a pensar que hacía rato no trabajaba en equipo, y menos haciendo algo que no tuviera que ver de algún modo con el mundo digital. No se me ocurrió mejor ilustración que la de mí misma en ese momento para graficar lo que significa la famosa frase “salir de la zona de confort”. Siento pena de confesarlo, pero de eso se trata un poco este post: tuve miedo de mí misma. ¿Cómo iba a hacer para encontrar mi lugar en esa dinámica donde no había sitio para el teclado, la escritura o las redes? ¿Qué podía aportar yo más que la voluntad de aprender, la predisposición para seguir a quien me guiara o las ganas de ser parte? ¿Alcanzaría?

Antes de que siguiera matándome a preguntas, Nueza empezó a morderme las manos con suavidad. “Es collie pero es cachorra. A veces se pone medio pesada”, se disculpó Sebastián. A mí me gustó pensar que Nueza olía en mis palmas los abrazos que le había dado a mi perra Duma antes de venir, y que sus mordisqueos eran una forma amistosa de hacerme bajar a tierra. Si en los viajes siempre digo que no hay que desesperarse por tener todas las respuestas de antemano, ¿por qué esta debería ser la excepción?

This is voluntariado en Argentina, baby

La noche fue tan oscura y silenciosa, que los gallos se quedaron dormidos y recién a las siete se pusieron en modo despertador. Ayer llovió toda la tarde, y aunque era lunes hubo un clima de domingo que duró hasta que nos fuimos a dormir. La casa principal ─que es la antigua casa de los peones─ es una habitación muy grande dividida en dos: de un lado está la cocina ─equipada con muebles de campo, una cocina a leña y un mini parlante donde se alterna la música─ y del otro lado nuestra habitación.

Somos tres voluntarios y aunque dormimos en el mismo espacio, hay un placard que separa mi cama y me da un poco de privacidad. Colin es de Inglaterra, habla con un acento de casete de clases de inglés y como en Londres trabajaba en la construcción se da maña para todo. Si no es con la motosierra está con el tractor, y si no es con el tractor le está dando a la cortadora de pasto. Llegó a Namuncurá con la idea de quedarse unas semanas, pero ya lleva casi tres meses y está viendo cómo hacer para quedarse otros tres meses más.

“Acá podés quedarte tranquilo que no te va a venir a buscar la policía, Colin. ¡Acá no viene nadie!”, bromea Carlinho cada vez que lo ve renegando con el celular, el wifi y la web de migraciones. Junto con Sebastián, él y Federico son los integrantes del triunvirato dispar (pero equilibrado) que gobierna Namuncurá. Colin, no habla mucho español pero se siente a gusto con la dinámica del lugar y por eso quiere extender la estadía. “Trabajar en proyectos como este le dan sentido a mi viaje, y además aprendo de la cultura argentina”, me dice, mientras prepara un mate con habilidad de five o’clock tea.

Alice es australiana, pero tiene una mamá japonesa y una mezcla de genes que hacen que sea imposible adivinarle el pasaporte. Hace un mes que está en Namuncurá. Anda de arriba para abajo con una libretita de cuero donde alterna dibujos preciosos con verbos en español que conjuga de a ratos. “¿Cuál es la diferencia entre ‘por’ y ‘para’?”, me preguntó un día mirándome a los ojos, y entendí que íbamos a tener mucho de qué hablar. “Yo te lo explico y vos me dejás acompañarte a las tareas de hoy”, le dije, sin pretender que sonara a soborno. Ali se rio. “Relax”, me dijo, “las reglas acá son calmadas. Tenés que fluir con el lugar, buscar algo para hacer y contribuir desde donde te sientas cómoda”, concluyó, resumiendo un poco la filosofía que días más tarde me iba a explicar Sebastián.

Supongo que no todos los voluntariados son iguales, así que es imposible hablar en general. Hasta donde había leído ─y así se explica en la página de Worldpackers─ existe un número de horas diarias de trabajo, y un cantidad establecida de días libres para que cada voluntario tenga la posibilidad de explorar la zona. En Namuncurá, en cambio, el calendario es bastante libre “Puede que te enganches armando la huerta y ese día trabajes seis, siete horas, y puede que al día siguiente haya olas y nos vayamos todos a surfear. Cuando hay olas, acá se corta todo. Y si no hay olas y te querés ir a pasar el día a la playa, está todo bien. Lo importante es que te integres, formes parte, te involucres con el proyecto, y manejes los tiempos acorde a eso”.

«Es tan rico que te hace feliz»

Para voluntariar en Namuncurá, hay que comprometerse a quedarse, al menos, dos semanas. Conmigo hicieron una excepción pero Sebastián piensa que ese es el tiempo mínimo para aprender lo que haga falta, tomarle el pulso al campo y al proyecto ─que está en sus comienzos─ y poder integrarse en la comunidad sin necesidad de que alguien te esté mandando a hacer cosas todo el tiempo. “No me gusta ser jefe de las personas, quiero que se sientan cómodos, enseñarles y que se sientan parte del lugar”.

Si durante los primeros minutos me atosigué a “qué hago”, pasados los primeros días me encuentro muy bien con mi mini rutina que incluye alimentar a las gallinas, ayudar con la huerta ─a veces agarro la pala y abro camino para formar nuevos surcos, a veces siembro y me encanta, otras veces quito la maleza que crece entre las verduras─, ayudar con la cocina ─logré vencer al horno de barro y cociné pastas con vegetales y verduras asadas─ y ver qué más puedo hacer.

Una mañana la ayudo a Alice y entre las dos limpiamos el gallinero, después hacemos nidos nuevos para las gallinas, más tarde regamos las plantas y buscamos hormigueros que combatir. Cada vez que pongo pie en la huerta, me maravillo con las hojas sanguíneas de las remolachas y me detengo un rato frente a cada aromática para sentir su olor. Es tan distinto el aire en el campo, tan liviano y tan des-enviciado que las plantas tienen un aroma más vivo y eso también se traslada al sabor. Es imposible entonces no entablar conversaciones que inevitablemente llevan a lo importante de la soberanía alimenticia, lo mal que comemos a veces sin darnos cuenta, lo distinto que saben las frutas cuando las cortamos directamente del árbol. “Es tan rico que te hace feliz”, me dice Sebastián mientras se lleva un bocado de ensalada fresca a la boca. Yo abro mi cuaderno y anoto, porque me parece una excelente frase para resumir. La huerta, el alimento cultivado a conciencia, el tiempo y la energía puestos en ayudar a una planta a crecer. Todo condensado en un bocado que sabe a eso: el esfuerzo, el respeto, la paciencia. Para mí, también sabe a ciclo: sé que probablemente no coma los choclos que sembré, ni vea brotar los rabanitos que metí en la tierra con mis propias manos, pero al hacerlo siento que es se trata de devolver; de entrar en la rueda del que ya soy parte, alimentándome de las rúculas y los puerros que alguien más plantó en su pasó por Namuncurá.

Esto fue una desintoxicación

Llega un día en que me doy cuenta de que hace mucho tiempo que no sé en dónde está mi reloj. Me lo saqué la primera noche cuando me fui a duchar y lo debo haber metido en la mochila porque no volví a verlo y no sentí su falta en mi muñeca. También caigo en cuenta que no tengo idea cuánto dinero hay que mi billetera ─fui al cajero antes de venir al campo y ahí quedó todo guardado también─. En cambio, aprendí a diferenciar cuándo las gallinas me siguen porque tienen hambre y cuándo por pura curiosidad nomás. Le tomé el ritmo al atardecer, y sé en qué preciso momento tengo que emprender camino a la laguna si quiero llegar a tiempo para ver el cielo incendiarse sobre el espejo de agua. También le fui tomando la mano a la cocina a leña, me acostumbré al olor a humo que hay hasta en mi ropa interior y aprendí a esquivar a Nueza en sus raptos de cariño intenso y mordiscón. Todavía no sé preparar el pan ─digamos que más bien me dedico a disfrutarlo─ y no me animo a cortar leña con la motosierra ─otra cosa más por la que culpar a Hollywood─. Si me quedara más tiempo, supongo, le diría a Sebastián que me enseñe a surfear y disfrutaría de esos acantilados pero mirándolos a los ojos. Por ahora, digamos, me contento con subirme a la van y caminar por la playa mientras ellos intentan domar las olas.

La mañana del sábado, mientras tomamos mate en el desayuno, Colin me pregunta sobresaltado si ya me tengo que ir. El tiempo se pasó lento pero a la vez rápido. Aunque me queda todavía un día siento como si hubieran sido semanas desde aquella tarde en que llegué a Namuncurá. “Hiciste una cura de sueño”, me dijo Sebastián una mañana, cuando le conté que me había despertado a las dos pensando que era casi el mediodía. Ahora que me queda poco tiempo, siento que hice una cura de varias cosas a la vez. De sueño, sí, porque dormí intensamente, sin pesadillas, sin sobre saltos, sin memoria ─no sé por qué, esta semana no soñé nada y me desperté fresca a pesar del clima─. Pero también de pantallas ─apenas si usé el wifi y casi no abrí la compu─ de postura ─basta de estar tanto tiempo sentada─ de aire, de silencios y preocupaciones de ciudad.

Si al principio me preguntaba cómo sería participar de un voluntariado en Argentina, cómo iba a encajar en un ambiente donde el trabajo virtual no tenía mucha cabida, ahora no paro de pensar en qué rincón de mi jardín voy a preparar la tierra para sembrar.  Viajo de regreso a mi casa con los sabores de la tierra acariciándome las yemas y el paladar, agradeciendo haber tenido esta oportunidad, convencida de que esta experiencia fue más recibir que dar, pensando que quisiera volver a Namuncurá pero esta vez con Juan, adivinando cuál será mi próximo destino para voluntariar.

En el próximo post voy a compartir una lista de las preguntas y respuestas más típicas sobre los voluntariados. Por lo pronto puedo decirles que es una experiencia que recomiendo, que hay mucha gente que viaja de esta manera que es nueva para mí y que si les interesa, no duden en inscribirse en WorldPackers. Siguiendo este enlace tienen un descuento de U$D 10.

Aunque los voluntariados no tienen costo, sí hay que pagar una membresía anual para poder aplicar a las ofertas de la plataforma. Vale la pena porque además de tener toda la información centralizada, la membresía garantiza un seguro y el asesoramiento de un miembro de la red a quien recurrir en caso de cualquier inconveniente.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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