“Tenemos que hacer un viaje juntxs”. Debo haber dicho esta frase doscientas veces, porque finalmente, esa es mi manera de expresar el amor. Si te quiero, te quiero llevar de viaje conmigo. Claro que la mayoría de las veces eso no es posible, y entonces uno se queda con las ganas. Justamente por eso, porque nos encanta viajar juntas y porque detestamos quedarnos con las ganas, a Aniko y a mí se nos ocurrió una idea. ¿Y si viajamos juntas aunque estemos en lugares separados? Ella en Francia, yo en Argentina, decidimos poner a volar nuestra creatividad en este experimento que denominamos “Viajes Sincronizados”.
¿En qué consiste? Usando diferentes libros de viajes creativos (Lonely Planet’s Guide to Experimental Travel; Cómo ser un explorador del mundo + The pocket scavenger, de Keri Smith y Turista lo serás tú, de Pablo Strubell e Itziar Marcotegui), cada semana haremos un viaje, con la misma consigna, pero en lugares separados. Los resultados los subiremos al blog.
Exploración #1: “Viaje sincronizado”
Herramientas: 1 cámara de fotos, un cuaderno. Imaginación.
Etapas:
1) La primera etapa es el lugar en donde uno esté.
2) Caminar en cualquier dirección 50 o 100 pasos. Girar 180 °.
3) Seguir caminando en esa dirección hasta ver algo azul.
4) Girar a la izquierda y caminar 50 o 70 pasos.
5) Caminar en cualquier dirección hasta encontrar algo que sea (o que se parezca) al número 7 u 11.
6) Tomar el primer giro a la izquierda y seguir caminando hasta encontrar un lugar donde sentarse.
7) Elegir cualquier dirección y caminar 25 o 50 pasos.
8) Seguir caminando hasta encontrar una forma o color inusual. Girar 180°.
9) Seguir caminando hasta encontrar una arcada o cualquier arquitectura inusual.
10) Volver a casa, pero seguir buscando algo que llame la atención.
Etapa 1
Cuando yo era chica, estaba convencidísima de que mi barrio era un reino mágico, y era especial. Algo así como lo que había quedado de un cuento de hadas al traspasar la frontera de la fantasía y llegar a nuestro mundo. Mi barrio era un barrio que quedaba lejos, que había sido pensado como lugar de fin de semana, y en donde todo el año solamente vivíamos muy pocas familias.
Las calles de mi barrio tienen nombre de científicos. No hay políticos, ni países, ni fechas patrias. Acá hay Salks, Voltas, Sabines y Einsteins. Pero lo que poca gente sabe, es que cuando yo era chica, las calles tenían dos nombres: los que decían los cartelitos que ayudaban a guiar al cartero y los que sólo los vecinos conocíamos. Einstein (y atención, que voy a develar un secreto) es “la calle de los eucaliptus”.
Etapa 2
Tengo pasos cortitos. A los 100 no llegué a la otra cuadra, así que me paro en la mitad de la calle. De un lado hay una casa que cuando nosotros éramos chicos estaba abandonada a medio construir, y era el mejor parque de diversiones porque tenía escaleras, un sótano y muchos, muchos pasillos. Cuando la vendieron y alguien la terminó y le puso aberturas blancas de aluminio, sentí que una parte de mi infancia quedaba enterrada. Del otro lado hay otra casa que está recubierta con un paredón de concreto gris, y es horrible. No entiendo cómo hay gente que se viene a vivir a un barrio que antes era un reino mágico, y se encierra entre muros altos y nunca asoma la nariz. Alguien debería decirles que los niños del barrio ya estamos grandes, que el viejo de la bolsa no pasa más, y que si todavía queda algún duende o alguna bruja (de las reales, no de las que barren la vereda), pronto va a cambiar de barrio, cuando a mis calles de carbonilla las cubran con pavimento.
No hay nada que me inspire a sacar una foto. Miro al suelo. El barro de las aguas de las piletas no se seca nunca. Hay hojitas de otoño fuera de tiempo. Y una pluma. Ahí me doy cuenta de que tengo los oídos tan acostumbrados a los gorriones, las calandrias y las chicharras, que ya ni los escucho.
Etapa 3
No entendí lo de los 180°. Para mí tendrían que ser 90°, porque si giro 180° sería como pegar media vuelta y volver por donde vine. No tengo a nadie a quién preguntarle. No creo que el jardinero que está cortando el pasto, y me mira a mí y a mi cámara de fotos y a mi libretita como si yo fue una oficial de la AFIP camuflada en solera y ojotas, tenga mucha noción de giros mágicos en inventos creativos. Así que 90°. Azul, azul, azul. Todas estas casas tienen piletas. Si pudiera volar, haría una foto aérea, y seguro que el barrio se vería como una piel de leopardo verde con manchitas celestes llenas de agua. Foto aérea. Volar. Cielo. Ese es mi azul.
En mi barrio hay todo tipo de árboles, pero nunca tuvimos una “calle de las palmeras”. Recién ahora que miro para arriba me percato de que acá también hay ese tipo de árboles. Siempre me pareció que las palmeras eran bichos solitarios. Los tíos cascarrabias que viven solos y nunca quieren ver a nadie. Y también siempre, tuve una relación medio rara con las palmeras. Las adoro y las encuentro insulsas a la vez. Y no tengo criterio. El Parque Nacional Los Palmares me encanta. M-E-E-N-C-A-N-T-A. Esta palmera de acá me parece tonta. Las palmeras del Caribe son preciosas. Las que plantan en los bulevares de las grandes ciudades como Rosario, me parecen desubicadas.
Etapa 4
Esta calle siempre tuvo mala suerte, porque le tocaron siempre vecinos descuidados (aunque la palabra justa sería mugrientos). No sé cómo se llama, pero para este lado no veníamos a jugar nunca. En la comarca de los pastos altos, los autos abandonados y las brujas de escoba mejor no asomarse ni a jugar al carnaval. Seguro te convertían las bombuchas en bolas de nieve y te quedabas congelado. Lo bueno es que hay gente que resiste. Aunque tenga el pasto cortito y su casita pintada, intenta camuflarse y aparentar ser parte de los vecinos de las tinieblas. No le sale muy bien.
Etapa 5
Si inclinás la cabeza un poco a la derecha y te alejás del monitor, claramente se lee el mensaje oculto. Siete mil setecientos setenta y siete. O a lo mejor es un veintiocho, no estoy muy segura. Lo que sí sé es que a los postes de luz que dan contra el río tienen que tenerlos amarrados del cogote para que no salgan corriendo ni bien cae el sol. Yo no los culpo. Ni a ellos ni a los vecinos que todas las mañanas ajustan los nudos de las cuerdas de sus prisioneros flacuchos. Y es que la amenaza de las arañas es constante.
Cada noche, cuando la luz de los faroles empieza a parpadear y ya no queda ni un pájaro ni un murciélago dando vueltas, las arañas emprenden la subida por el barranco y tejen despacito sus autopistas de seda. No vienen de a una ni de a dos. Son miles y son gordas y negras y peludas. Por algún motivo que todavía nadie conoce, las arañas no se animan a cruzar la calle, y entonces se trepan a los pobres postes de luz que tienen que aguantarse la marea patuda subir hasta arriba de todo. Desde allí vigilan y arman su mejor estrategia para cruzar la calle por el aire. Si las arañas supieran que cruzando por tierra no corren peligro, tal vez el límite del barrio ya no sería el río y sólo se podría llegar “hasta donde empieza la parte de las arañas”. Por eso los vecinos prefieren dejar los postes, no obligar a los bichos a cambiar de estrategia, y fumigar cada vez que cruzaron más de la mitad de la calle. Es siempre un tire y afloje, porque las arañas no se rinden. Yo pienso que a lo mejor no son tan malas, y lo que quieren es comerse a los mosquitos que les sacan la lengua desde la otra vereda con total descaro.
Etapa 6
Si giro a la izquierda me caigo al río. Y creo que aunque hayan sacado el banquito-llama-vándalos que duró lo que un aerosol y unos cuantos piedrazos, me sentaría un rato acá, a la sombra del palo borracho, a mirar como corre el Yaguarón y el horizonte se pierde en el Paraná. Visto así, el horizonte parece un sanguche de río.
Etapa 7 y 8
Retomo el camino por Chiclana, y tengo que esquivar las aplanadoras y las máquinas con uñas como garras, que preparan el terreno para la pavimentación. Debo ser la única que no está contenta. No me voy a poner filósofa, pero estoy un poco harta de ese modelo que se supone que representa “el progreso”. En mis calles de carbonilla, los raspones de las bicis dolían menos, los autos tenían que pasar despacio porque estaba lleno de pozos, y andar descalzo sin poner cara fea era la hazaña más grande que uno podía hacer. Estoy segura que cuando terminen la obra ningún cascarudo va a querer cruzar la calle en un mediodía de verano, ni se va a poder jugar a la escondida hasta cualquier hora, y los vecinos van a empezar a hinchar con que se mueren de calor, se inundan con la lluvia y necesitan un semáforo. Y al final, aunque ya no haya tanto polvillo en los patios ni tengan que embarrarse al bajarse del colectivo, van a extrañar las calles de carbonilla, el alivio del camión regador y los tiempos en que los niños jugábamos en la calle sin temor a que nos pisara un auto.
Perdí la cuenta de los pasos que llevaba. No sirvo para meditar.
Llegué a la plaza del barrio, y encontré mi “forma inusual”. ¿Alguien me puede explicar este juego? ¿Soy la única que ve una forma fálica en esa estructura inexplicable?
Etapa 10
Voy a saltear porque estoy volviendo a casa, y la arquitectura inusual ya la conozco, y porque acabo de poner pie en esta vereda y me acabo de acordar de algo increíble.
Éramos un grupo de 6 o 7, y siempre jugábamos a las mismas cosas: hacíamos artesanías con los caracoles que habíamos traído de las vacaciones, jugábamos a la escondida de noche, le poníamos globos a las bicis para que sonaran como caños de escape. Cuando teníamos 8 o 9 años nos agarró la locura por las películas de terror, el juego de la copa y todas esas cosas que creíamos que tenían más que ver con nuestro barrio y su reino encantado. Este era un lugar mágico y como todo lugar mágico, había algo que daba miedo. Así que ahí andábamos correteando de acá para allá, jodiendo a la hora de la siesta, gritando como unos condenados cuando los chicos se escondían y nos asustaban. Una mañana estábamos jugando en la vereda de una casa, cuando nos dimos cuenta de que algunas baldosas eran diferentes. Había que prestar atención, pero si mirabas en detalle se veía que entre las piedras marrones, había unas más claritas que formaban dibujos. Había un nene, un barquito, un corazón. Alguien dijo que la última vez que habíamos jugado eso no estaba, que era imposible que no lo hubiéramos visto. Tenía razón. Nadie se acordaba. Entonces otro, con esa autoridad feroz que tienen algunos niños, dijo que ese era un mensaje que nos habían dejado los demonios, que estábamos molestando mucho jugando a que éramos brujas, y que seguro que si volvíamos íbamos a ver que los dibujos cambiaban, porque ese lugar estaba maldito. Salimos todos corriendo y nunca más pisamos esa vereda. Creo que es la primera vez que vengo en años. Los dibujos, gracias a Dios, son los mismos que recuerdo.
Etapa 09
¿Es una iglesia evangelista? ¿Es un templo ubanda? ¿Es una pajarera? ¡No! ¡Es la casa más extraña del mundo!
Cuando yo era chica acá vivía mi amiga Ángeles. La casa ─que es como un loft─ la diseñó su tío arquitecto, y a nosotras nos encantaba. Totalmente disfuncional, lo único bueno es que al estar recubierta de vidrios ahumados, podíamos ver quién golpeaba las manos para invitarnos a jugar y decidir si queríamos ir o no.
Cuando teníamos diez o doce años mi amiga se mudó, y por la casa empezaron a desfilar inquilinos nefastos. Con ellos, las leyendas. Desde que los dueños originales se fueron, en esa casa hubo divorcios, suicidios y enfermedades. También hubo perros furiosos y pastos altos y trailers abandonados. Al principio se pensaba que el arquitecto había echado una maldición, que no quería gente con autos, ni reformas, ni niños. Después la gente empezó a hablar tan sólo de “mala suerte”, porque como dije, los niños del barrio ya éramos grandes, y nadie más le prestaba atención a los asuntos de la fantasía. Caminando hoy por el barrio, y parada frente a la pajarera, se me ocurre que a lo mejor esta casa se pasó de bando. Tal vez se convirtió en espía de la cuadra de las tinieblas, y así como allá está la señora que esconde autos viejos detrás de árboles raquíticos, acá hay un miembro de los vecinos descuidados que deja el yuyal libre, y el tráiler oxidado y el perro embravecido para recordarnos que no todo es color de hadas, que en todos lados hay gente vendida y que, al fin y al cabo, de eso se trata también el equilibrio.
Laurita.! que suerte tengo!! En la oficina pudiendo viajar asi con vos! Cada nota es un placer al alma… y va dando cada vez mas forma a nuestro propio viaje! GRACIAS POR TANTO 😀
Excelente las experiencias de cada una. Me hicieron viajar desde la ofi a mi tb. Y me encantó sobre todo, que lo hicieras en SN y que le añadieras tus anécdotas de chica, reviviste a mi niña interior jaja. Besos, Te quiero Lau! Juli Sassano
¡¡Hola Laaaaaaaaaau!! Eres lo máximo.
Dicho eso, vengo a decir que me uno a tus viajes sincronizados. Me vinieron bárbaro. Estoy hace tanto tiempo en el mismo lugar que me «achanché» y la inspiración se me fue. Si algo andaba necesitando era poder viajar sin necesidad de moverme tanto. Me queda poco de encierro pero me uno igual 🙂 HOY DESPUÉS DE TRABAJAR EMPIEZO, ya estoy nerviosa (?).
Che, es re genial tu barrio, o vos lo hiciste genial. Me hiciste acordar a mí en Junín y las denominaciones de las calles que solo los locales conocemos. Gracias por siempre hacer de las cosas simples algo tan bonito.
Besoooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
Hola Angie! Ya quiero leer esos post sobre Corea! Y sí, mi barrio es lo más, pero ojo que Junín se las trae! Esos empedrados me encantan!