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Viaje a Antártida- Día 1: Embarque y partida hacia la tierra de los hielos

Viaje a la Antrártida – Día 1: Embarque y partida hacia la tierra de los hielos

Un viaje dentro de otro viaje es algo difícil y raro de explicar. Aunque en teoría todos los sitios forman parte de la misma travesía, el peso propio de un viaje a Antártida como destino, su inaccesibilidad, su carácter exclusivo y su naturaleza única, generan una idea de capítulo aparte, de nuevo comienzo, de historia con vida propia. Y si a todo esto le sumamos el hecho de que llegamos casi a dedo, convirtiéndonos quizá en los primeros mochileros en lograr este cometido, bien merecidos entonces los nervios y las ansias con que ese día esperamos a que se hicieran las cuatro de la tarde.

Los preparativos también merecen un párrafo aparte. Dada la particularidad de las circunstancias la previa debe ser replanteada desde otra óptica. En vez de armar la mochila uno tiene que rearmarla, evaluar la ropa que se carga (que ya de por sí constituye una limitada muestra de nuestro armario) y analizar la posibilidad de adquirir nuevas provisiones acordes a los planes. Considerando que para la vuelta contábamos con la casa de Anita esperándonos con las puertas sin llave, una de las alternativas que nos planteamos fue la de vaciar media mochila y dejar allí todo aquello que presuponíamos no íbamos a necesitar en condiciones tan extremas. Sin embargo, y habiéndonos demostrado el camino que las variables son infinitas, optamos por llevar con nosotros todas nuestras pertenencias, no fuera cosa que en medio de ese viaje a Antártida nos cruzásemos con un barco dispuesto a llevarnos hasta Nueva Zelanda bordeando el continente y nosotros tuviéramos que partir únicamente con pantalones de nieve y ropa térmica (decir que no en este caso no se nos presentaría como una opción). Por ello nos aseguramos de adicionar la suficiente ropa de abrigo, compramos algo de alcohol, algunos mapas, un par de libros y nos preparamos para seguir viaje.

Las cuatro de la tarde llegaron a la misma hora que todos los días, solo que a nosotros ese momento se nos hizo eterno. Pese a saber que el barco iba a estar anclado hasta las seis, los nervios se congregaron en la boca del estómago y no fue sino hasta llegar al puerto que comenzaron a calmar. Nico y Anita nos despidieron y nosotros nos vimos nuevamente frente a migraciones, presentando documentos y escaneando el equipaje. Cuando las mochilas salieron ilesas e invictas de las cintas, un amable señor de la aduana nos acerco un par changuitos, de esos originarios de los aeropuertos, para que trasladásemos los bolsos hasta el barco. Juan y yo nos miramos cómplices e intercambiando sonrisas e ideas agradecimos al señor y nos calzamos las mochilas al hombro. Si habíamos llegado hasta aquí a dedo no podíamos más que hacer honor a nuestro estilo y abordar el buque como Dios manda (o al menos como el nuestro lo hace: la ruta no nos perdonaría semejante blasfemia). Emponchados y cargados con el mismo equipo con que pensamos llegar hasta Groenlandia caminamos ese muelle ancho, dimensionando lo que el mismo representaba: un puente hacia la historia, hacia nuestra historia que se abría paso más allá incluso de nuestra propia imaginación.

Mis motivos para querer irme de viaje a Antártida, podríamos decir, se dividían en dos: por un lado lo que me llevaba a desear llegar hasta allí es el mero impulso de querer conocerlo todo, de no dejar sitio en este planeta libre de mis huellas, de alimentar mis ojos y mi alma con todo lo que el mismo tiene para ofrecer, aunque eso implique llegar, como en ese caso, a los confines de la Tierra. Es el hambre de mundo, el espíritu de aventura, la continua disconformidad que implica no saciarse completamente sabiendo que aún hay más. Porque siempre hay más. Y un viaje a Antártida jugaba el papel de figurita difícil, de exquisitez, de placer de los Dioses. Por otro, y mucho menos ambicioso pero más sentimental, el hecho de saber que una de las grandes aventuras y motivo de orgullo de mi abuelo había sido viajar hasta allí. Cayendo en nostalgias comunes, me sucede que el interés me llegó con los años y poco es lo que recuerdo de esas anécdotas que mi abuelo relataba con entusiasmo acerca del invierno que había pasado en el rincón sur del mundo, allá en sus años de juventud. Triste y predeciblemente ya no lo tengo para saciar mis dudas, pero el recuerdo del nombre “Antártida” pronunciado con su voz es como el de una palabra mágica que inicia un relato fantástico y cierra un hechizo al mismo tiempo. Como un “Había una vez” y un «Abracadabra» fusionados. Y por eso quiero ir yo también, aunque sea en un barco de expedición turística, y poder contar con algo más en común con él.

Así que con orgullo trasladamos nuestro espíritu y nuestras mochilas, que aunque estaban más pesadas que al comienzo parecían flamear en el puerto, ansiosas también de poder agregar un parche antártico a su colección de insignias. No podíamos más de la emoción y los nervios. Nos mirábamos con ojos pícaros, conscientes de lo que estábamos viviendo e incrédulos a la vez.

La Antártida fue el último continente en ser descubierto, aislado y protegido al mismo tiempo por las arduas condiciones climáticas. Pensar en el hecho de que aquí el hombre nunca fue nativo, procesar esa información e intentar dimensionarla, da cuenta de la particularidad del sitio e impone respeto a la vez. Con un tamaño comparable al de Australia, se tuvo noción de su existencia recién en el año 1820, cuando fue divisada por el ruso Fabian von Bellingshausen, quien describió haber visto “un campo de cubierto de pequeñas lomas”. Igualmente, castigado por las cortinas de nieve y las fuertes tormentas, regresó a su tierra sin ser consciente de lo que había descubierto. Muchos fueron los navegantes que sucedieron a este expedicionario, y que fueron contribuyendo al descubrimiento de lo que hoy conocemos como el continente blanco y que carga en su historial tantas navegaciones como curiosidades. El nombre Antártida, por ejemplo, fue utilizado por vez primera en el año 1890 por el cartógrafo John Bartholomew, en la publicación del primer mapa de la zona. Sin embargo su origen se remonta a los antiguos griegos quienes designaron como “Arktos” (el oso) a la estrella que se ubicada en lo más al norte del polo, y suponiendo que también habría una al otro extremo del planeta, decidieron llamarla “Antarktos” (opuesto al oso). Curioso dato si tenemos en cuenta que una de las características que diferencia a este gélido escenario de su gemelo del norte es su carencia de ejemplares de esta especie. Pero la falta de osos no quita mérito a la fauna del lugar, y conscientes de que estamos a punto de presenciar el área natural más virgen y conservada de todo el planeta, nos sumamos a esta aventura con un entusiasmo difícil de medir.

Abordamos entonces el Ushuaia, nave que además de velar por nuestro bienestar en tan aislados paisajes oficiará de hogar y refugio durante los próximos 10 días. Allí nos hacen dejar nuestro equipaje para que sea trasladado a nuestra cabina, y luego de hacer un breve check in nos indican cuál será nuestro dormitorio. Grande es la sorpresa al descubrir que hemos sido beneficiados con una suerte de up grade, y en vez de dormir en la última categoría lo haremos en una más alta, cuyo beneficio radica en estar un piso más cerca de la cubierta y en un pequeño ojo de buey desde el cual entra algo de luz al lugar. Contamos con una cama cucheta, un pequeño placard y escritorio, un lavamanos junto a la cama de abajo y un baño que debemos compartir con la habitación contigua, que pronto descubriremos está vacía, transformando al toilette en una propiedad privada y de uso exclusivo. Veremos la importancia de estos beneficios en las próximas entradas…

Los arribeños: el equipo para este viaje a Antártida

Dejamos el poco equipaje que cargamos y nos dirigimos al bar, en donde se está ofreciendo un suntuoso coctel de bienvenida. Rodeados de turistas sexagenarios cuyos rostros nórdicos impiden ocultar su origen, sentimos una grata emoción al encontrarnos con Federico Gargiulo, otro joven argentino a quien hemos conocido días atrás. Federico es autor y protagonista de “Huellas de Fuego”, un interesante libro que narra una expedición a pie por Península Mitre, esa delicada puntita este de la provincia de Tierra del Fuego. Acreedor de un premio de literatura otorgado en vísperas del Bicentenario, Fede ha subido a bordo del Ushuaia en las mismas condiciones que nosotros si medimos el embarco en términos monetarios, es decir, sin desenfundar un solo peso. Y es con este preciso descubrimiento que nace un término que marcará nuestra procedencia y que días posteriores dará título a nuestra carta de presentación frente a los demás pasajeros: Arribeños (Dícese de aquellos que vienen de arriba). Con el mismo tono elitista que un doble apellido presupone, nosotros nos hemos autodenominado Argentos Arribeños, y mientras los demás pasajeros alzan sus copas augurando una expedición exitosa nosotros sonreímos con una leve mueca de viveza criolla, propia de quien se sabe vencedor. Celebramos no sólo el comienzo de una aventura sino también el origen de la misma, el haber emprendido el intento con astucia y haber salido con una airosa victoria bajo el brazo.

Sobre la barra nos espera un interesante banquete repleto de fiambres de todo tipo, salmón rosado, frutos secos y los imprescindibles chocolates, que sin tener mucha relación con el resto de los manjares cuentan con público fiel que los amontona en el mismo plato junto a los palmitos con salsa golf. Yo por mi parte me pierdo en el inconfundible sabor del salmón ahumado y los fiambres, aunque mi capacidad de goce se ve limitada por la falta de un ingrediente argentinamente infaltable. Y confieso sentir una alegría inexplicable al oír, entre la masa amorfa de sonido producto de la mezcla de idiomas, unos vocablos que parecen leer mis pensamientos: “Disculpá, che. ¿No habrá por ahí unos pancitos?” Se trata de Cristian, un argento cuya estampa es tan válida como su pasaporte al momento de la identificación. Cristian viaja acompañando a Carolina ganadora del mismo concurso que Fede, en su caso en el rubro de fotografía. Bienvenidos nuevos arribeños al club.

El copioso cóctel es seguido de una extensa charla informativa en donde una y otra vez se recalcan las precauciones a tomar durante las próximas horas, considerando que vamos a entrar en unas de las aguas más complicadas del planeta: el famoso y zarandeado Pasaje de Drake.

Teniendo en cuenta que no sabremos cómo serán sus condiciones sino hasta el momento de entrar en sus aguas, las recomendaciones para quienes inician un viaje a Antártida van desde tomar pastillas para el mareo hasta dejar todo en el piso para evitar que se caiga al compás de una ola y termine por pasar a la historia al estallar contra el suelo. Así que luego de cumplir con las instrucciones del zafarrancho, ponerme el salvavidas más incómodo de la historia y estar más de 15 minutos intentando sacármelo, mientras los demás pasajeros sacaban fotos y Juan respondía las insistentes preguntas sobre si no se murió en la guerra de Afganistán (sí sí, hasta en este viaje a Antártida encontramos a un lector que en lugar de perseguir pingüinos lo persiguió a Juan con preguntas formuladas por Crónica TV), tomé pastillas para el mareo. Las tomé como para no arrepentirme de no haber sido precavida después, pero lo cierto es que conozco mi cuerpo en estado de balanceo marítimo y sé bien que responde mal, muy mal. Antes de la cena conocemos también a Pablo, compañero de camarote de Fede, tercer y último ganador del concurso, en el rubro pintura. Pablo se desempeña en el área de conservación del Museo Naval de Tigre. Considerando que cumple con todos los requisitos, le comentamos sobre el título que hemos oficializado y él no tarda en sumarse. No ha terminado el día y ya somos 6 los arribeños a bordo.

Chistes al margen me parece digno de mención el hecho de que una empresa, que por sus costos se ve casi obligada a apuntar principalmente a un turismo internacional, premie la capacidad artística de los ciudadanos locales. En tiempos en donde para ganar algo se ha instalado la modalidad de ingresar datos personales o enviar SMS –que luego conformaran bases de datos para ser vendidas a otras empresas, cuyo único fin es lograr que sigamos consumiendo como máquinas aceleradas-, considero acertado celebrar una iniciativa que fomente el desarrollo artístico popular.

Habiendo ya conocido a algunos de los compañeros con quien compartiremos esta travesía, nos vamos a dormir después de la cena, ansiando estar dormidos cuando el Drake nos dé la bienvenida.

 Nota al margen: Chusmeando mi pasaporte noté que el 13 de noviembre del año anterior también me embarcaba hacia una nueva aventura, al abordar un avión cuyo destino final era Bombay. Curiosa coincidencia que me lleva a jugar a las adivinanzas, intentando imaginar hacia donde estaré orientando mis pasos para estas mismas fechas, el próximo año.


Si vas a viajar por Andalucía, no te pierdas «Con H de Alhambra».

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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