En la ventana que está pegada a mi escritorio, puse un cartelito con cinta que dice “Don’t be a writer, write”. En español “No seas una escritora, escribí”; y en criollo “Dejá de leer textos sobre escritura, de corregir párrafos viejos, de leer cómo escriben otros, de decir que estás escribiendo un libro, y sentate al teclado de una vez por todas”. Un poco tirano, sí, pero eficaz. Lo pegué hace un par de años, cuando el libro de África era el libro de África y yo encontraba mil excusas y auto sabotajes para no sentarme a escribir. Lo puse en un papel celeste, bien a la altura de los ojos. Así, cada vez que levantaba la vista del monitor para pensar en cualquier mosca, sonaba una alarma en mi cabeza que me recordaba que yo tenía una misión, que estaba ahí para algo. El libro salió publicado poco más de un año después, pero el cartelito quedó ahí, como recordatorio.
No he vuelto a hacer viajes largos desde que volví de África. Tuve un 2019 agitadísimo —creo que es el año en que más viajé—. Pasé por Marruecos, Turquía, viví tres meses en España, conocí Hungría, volví a Bulgaria, pasé de nuevo por Turquía, hice una escala maravillosa en Suiza, volé por primera vez a Irlanda, estuve un mes en Irán y, después de volver a Argentina, acabé el año en plenas ferias navideñas de Alemania. Pero calzarme la mochila sin pasaje de vuelta es algo que no he vuelto a hacer —un poco por el libro del que hablaba antes, otro poco por la vida, otro poco por la pandemia—. Me pesa.
En los últimos años me he encontrado con amigas que por los motivos más diversos duelaron públicamente a su yo viajera del pasado. Se eligieron a sí mismas madres, se confesaron un amor sedentario, entendieron que había terminado una etapa. Y cada vez que lo hablamos, cada vez que las leía, sentía una incomodidad absurda, como si de repente soltarle la mano a esa versión del pasado fuera algo contagioso o inevitable que me estuviera por tocar a mí. No son ellas, claro. Soy yo, que cuando paso mucho tiempo quieta temo haberme convertido en una sombra de mí misma. Entonces, cuando eso pasaba, (me) decía en voz alta que yo no me había cansado de viajar, que mi casa era refugio y no ancla, que yo si estaba quieta era porque ahora tocaban otras cosas pero que pronto volvería la intemperie.
La otra noche, no puedo explicarme bien cómo, me senté en mi escritorio a editar unas fotos y terminé leyendo sobre requisitos para viajar a Omán. Cuando me di cuenta ya sabía qué frontera estaba abierta para cruzar a Yemen, y llevaba un buen rato intentando descifrar si había vuelos desde allí a Yibuti o a Eritrea, porque qué bueno tomarse el tren y volver a Etiopía después de tanto tiempo. Y entonces pasó una mosca, levanté la vista y vi el cartel azul. Solo que esta vez en vez de hablar sobre escritura el imperativo venía de la mano de los viajes. «No seas una viajera», empezaba. Supongo que también tendré que hacerle caso.
Que bonito que hayas vuelto por aquí. Más con un texto así. Viajá. También sentí eso, ese miedo a que el sedentarismo se hubiese apoderado de mi sin darme cuenta. Que la maternidad se hubiera convertido en una losa para mi, que esa que fui, y que quería seguir siendo, hubiese quedado ahí atrapada. Pero no pasó, y corroborar eso, volver a viajar sin billete de vuelta , ha sido una medicina para el alma. En ese viaje, además, también ha estado Omán 😉
Qué lindo verte por acá, Julia! Y qué lindo tu mensaje. Te mando un abrazo.
Hola Laura, te encontré de casualidad navegando por internet buscando esta frase tuya maravillosa de nos seas escritora, escribí. En mi caso aplica para varios rubros…Gracias por este post. Haré todos los honores que pueda. Espero que mi Blog crezca conmigo mientras soy la escritora que digo ser. Un abrazo! Carla