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Veintisiete primaveras

Frente a mis pies de medias rojas y zapatitos negros con hebilla, el patio de mi escuela primaria se extendía hacia el infinito, y cruzarlo entero equivalía a correr hasta el cansancio. A mis siete años la vida me parecía algo enorme, donde todo me quedaba lejos. Crecer, envejecer, no eran una opción. Tenía diecisiete cuando volví a pisar mi antigua Escuela San José, y comprobé con ternura que las baldosas no eran ni tan enormes ni tan infinitas, y empecé a entender que la perspectiva cambia conforme pasan los años. Sin embargo, en ese entonces, crecer y envejecer, seguían sin ser una posibilidad.

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Diez años atrás yo estaba a punto de empezar mi último año de secundaria. Odiaba la escuela. No porque no me gustara estudiar (de hecho siempre fui algo nerd), sino porque me parecía una pérdida de tiempo tener que rendir exámenes de cosas que yo ya había decidido que serían inútiles para la vida que yo quería vivir. Me copié en cuanta prueba de química pude, estudié biología de memoria y puse mis neuronas a trabajar en las horas de geografía, literatura e inglés. A los 18 me iba a mudar a Rosario, y la promesa de una vida nueva e independiente, de gente no tan pacata y de universidad, eran mi motivación para levantarme a la 6 y 10 todos los días.

Cuando el departamento de Alem y Zeballos me abrió sus puertas por primera vez, el ambiente olía a Procenex y por la ventana balcón entraban algunos tímidos rayos de luz. Yo sentí que mi vida estaba empezando. Por ese entonces rellené cartelitos, pizarras y cuadernos con augurios y deseos para los años venideros, y empecé a sentir que tenía las riendas de mi historia y que era libre como un barrilete en el viento. Iba a tener la vida que yo quería y a vivirla de la mejor manera.

El plan entonces era el siguiente: iba a estudiar mi carrera en cuatro años, me iba a recibir a los veintidós, iba a mudarme a Italia para trabajar y ahorrar, iba a viajar un tiempo, casarme a los veinticinco y tener mi primer hijo a los veintisiete. (Me río mientras escribo esto, pero así lo había planeado). La frase de “mi primer hijo a los veintisiete” la debo haber repetido unas cientos de veces, porque diez años son muchísimo tiempo, mis veintisiete años estaban lejísimos, y yo tenía las cosas demasiado claras como para cuestionarme ciertos puntos.

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Me dediqué a vivir como si el tiempo fuera una perla estática, como si mis diecinueve fueran eternos  y traté de hilvanar cada paso en el mismo rumbo, de unir los puntos hacia un mismo camino, siempre llevando mi amor por los viajes como estandarte de guerra. Y resulta que hoy, esos veintisiete años que se suponía debían marcar mi inicio en el largo camino de la maternidad, se plantan frente a mí. No estoy embarazada (ni planeo estarlo por el momento), pero siento otra vez que cabalgo mi vida, con esa libertina sensación del viento sobre mi cara.

Más cerca de los treinta que de los veinte, me doy cuenta de la lenta lejanía que me separa de mis dorados años de estudiante, pienso en esos cartelitos que me dejaba a mi misma como horóscopos axiomáticos, y confieso que me siento feliz. No me casé, pero casualmente tenía veinticinco cuando aposté todas mis cartas a viajar con un flaco barbudo que apenas conocía y que se declaraba nómada con toda confianza, y creo que fue el compromiso más arriesgado y más acertado que tomé en mi vida.  Aún no conozco Italia, pero los engranajes de mi sueño de dar la vuelta al mundo siguen girando con confianza, y sé que un día voy a llegar (y preparen todo el tiramisú, todo el pesto y toda la lasagna porque pienso comerme al país entero). Crecer y envejecer se han vuelto una certeza, pero sigo conservando la inocencia de mi perspectiva de niña. El día para que un acrobatita venga en camino me parece tan distante como el otro extremo del patio de mi escuela, sigo aferrada a mi rol de estudiante, y estoy convencida de que aunque pasen los años, viajar por el mundo va a ser mi elixir para la eterna juventud. Y me siento feliz (creo que ya lo había dicho antes).

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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