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Tríptico de un domingo en Lalibela, Etiopía*

* Este texto forma parte de mi libro «África Madre – La iniciación»

Una misa

A las 5 de la mañana Juan y yo hacemos fila en las puertas de Bete Medhane Alem, una de las iglesias cavadas en roca que hay en Lalibela. El panorama es fuerte: la misa va a comenzar en una hora, pero ya hay gente besando las paredes, rezando compenetrada, emergiendo desde el horizonte con sus túnicas blancas, mirándonos desde arriba. El murmullo es constante, y aunque estamos aquí invitados por el propio sacerdote de la iglesia, no puedo dejar de sentirme una intrusa.

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La historia de la construcción de Lalibela es un relato épico que se balancea entre el mito religioso y datos que, por momentos, son imposibles de comprobar. Los templos —eso sí se sabe— los mandó a construir Gebre Mesqel Lalibela. Cuenta la leyenda que cuando el rey supo que los musulmanes habían conquistado Jerusalén en 1187, decidió alzar una réplica para que su pueblo pudiera peregrinar. No hay registros oficiales de esto, ni de los datos que afirman con vehemencia muchos los guías locales de Lalibela: que las iglesias se construyeron en base a un sueño profético, que una se cavó en tan solo un día, que en la construcción se trabajó sin parar porque los ángeles relevaban a los hombres durante la noche. A diez metros bajo piedra yo podría creer cualquier cosa. 

Faltaba una hora para que comenzara la misa pero ya había gente besando las paredes. Frente a mí, una mujer se arrodilla e intercala picos y toques con la frente al primer escalón que da paso a la iglesia. Después se va contra el muro en penitencia autoimpuesta, dejando tras de sí sus sandalias de goma color flúor, que pronto pasan a ser parte de la marea de ojotas y chancletas y zapatos que se desparraman por el pasillo rocoso. Nosotros permanecemos en cuclillas, mirando  el piso de vez en cuando, tratando de que nuestros ojos no se interpongan entre la fe y el respeto, de que nuestra presencia no sume más desequilibrio del que ya supone el mero acto de estar ahí. Las figuras que nos miran desde el horizonte me dan miedo. Las iglesias están excavadas y los que vienen de lejos se paran al borde del abismo para rezar desde arriba. Están quietos, y es probable que en su estatismo estén rezando, pero a mis ojos son apariciones, como esas que mi abuela me contaba que veía en el campo. Sus túnicas blancas les dan un aspecto fantasmagórico. Cuando uno se para bajo la rama de un árbol tengo que cerrar los ojos: parece un ahorcado. 

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A las seis y media empujamos un poco contra la puerta que hace de embudo. Hay un aroma a bosta de vaca mezclado con café y sudor en toda la fila. La gente viene a pie quién sabe de dónde: así lo ha hecho desde siempre; eso es lo que se hace cada domingo. Todos quieren entrar primero. Imagino que habrá bancos, que nos dividiremos en dos como en todas las iglesias que conozco, que escucharé una misa en amhárico, que me pondré de pie cuando así lo hagan los demás. Imagino silencio, sahumerio, rodillas contra la piedra, coro angelical, un cura. 

En el interior de la iglesia hay una alfombra desnuda y en el centro de la alfombra hay un círculo de hombres que cantan. Parecen en trance. Diáconos y sacerdotes tocan un tambor, hacen sonar sus bastones contra el suelo. Llevan una cruz de oro que se  pasan de mano en mano. La gente se sienta sobre la alfombra. Los hombres encienden velas. Nunca dejan de cantar. 

A un costado, una mujer amamanta en cuclillas. Otras varias se doblan enérgicamente frente a una imagen de la Sagrada Familia. Otros miran. Otros rezan. Algunos siguen entrando. Unos pocos se retiran. Nosotros damos vueltas, sigilosos. La luz que se filtra por las ventanas de piedra es muy poca. Entre cánticos y rezos uno pierde la noción del tiempo: ya no se sabe qué hora es, pero tampoco qué momento de la historia.

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Un exorcismo

En la segunda iglesia hay un tumulto. Juan se mezcla entre la gente. Yo me quedo en un rincón. Entonces la escucho.  La voz viene de abajo. Es un susurro. Se llama Anna, tiene ocho o nueve años y me dice que sabe hablar inglés. Me sonríe. Una cruz de ceniza le marca la frente. Me pide una foto. Después se pone a conversar, pero yo no creo que sea apropiado andar cuchicheando en el medio de la iglesia. Estoy a punto de decirle que vayamos hasta la puerta, pero otro sonido se apodera del espacio.

Una mujer se está desgarrando. Todo el dolor del universo se acaba de mudar a su útero y ella, bollito en el suelo, trata de expulsarlo por la garganta. Me abro paso entre la multitud. Anna corre detrás de mí. Cuando llegamos, los gritos se han transformado en suspiros sonoros y la mujer comienza a retorcerse como si le hubiesen echado sal en medio de la noche. Por entre medio de los párpados le titila el blanco del ojo. Los gemidos, que provienen de la misma parte del cuerpo en donde antes había dolor, van en aumento. La ronda que se formó alrededor de ella mira con espanto el placer que de a poco empieza a aflorar. Es ruido a sexo. La mujer se enrosca sobre sí misma, se pone de rodillas y empieza a gemir en escalada. Creo que llegará a un orgasmo pero, en cambio, se empieza a orinar —¿la reacción será subproducto de la mutilación genital?—. El líquido corre despacio sobre la alfombra roja, como un hilito de baba. Deja un brillo agudo a su paso. La gente, que miraba el espectáculo atormentada, no puede con lo escatológico. No hay magia en la meada. Se abren con espanto como si la orina los fuera a desintegrar o  a robarles el alma , y entonces aparece el cura.

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La mujer no deja de gritar. Desde el suelo le trepó algo eléctrico por las rodillas y ahora está de nuevo ahí, en esa alfombra encharcada, retorciéndose como una anguila. La única cara inmune es la del sacerdote. Se acerca despacio y le toma la cabeza con una mano. Yo no ví la toalla mojada que hasta ese instante llevaba colgada al cuello. Tampoco ví en qué momento se la quitó. Apenas atino a ver su puño en alto y después zaz, el ruido seco de la aspereza contra el cuello de la pobre. Una y otra y otra vez. “Es agua bendita”, me susurra Anna, que sigue paradita al lado mío. Lo dice como si quisiera calmarme, como si mi espanto fuera acaso más importante que el dolor que todas estábamos mirando a metros de distancia. Lo dice, incluso, como si la santificación convirtiera de algún modo la escala macabra del dolor en la piel. Después de unos cuantos toallazos el sacerdote dice algo en voz alta. La mujer, vuelta nuevamente un bollo, solamente llora. El silencio se nos sienta sobre la nuca. De entre la multitud llega otro hombre, le retira al cura el trapo y, en su lugar, coloca una cruz. Entonces los golpes se vuelven pesados y van a parar sobre la espalda.

Recién entonces me doy cuenta de que casi todas las personas de la ronda somos mujeres. ¿Dónde están todos los hombres que horas antes nos miraban desde arriba? El cura sigue pegándole en la espalda. Las que miran se tapaban la cara con cada golpe, pero dejan una hendija entre los dedos para poder volver a mirar. No sé qué es lo que me enraiza los pies a la alfombra meada, pero no puedo moverme. Tampoco puedo controlar las lágrimas. El diácono recorre la ronda y grita algo que suena a terror. Tira agua bendita con las manos. Hay tanta furia en sus palabras que las gotas salen eyectadas de sus dedos como si fueran balas de ácido muriático. Todas se tapan la cara. Detrás de él, el sacerdote deja los golpes pero no las plegarias, y la mujer sigue ahí, como un escarabajo a medio pisotear. Si gime o si llora, es todo en murmullos. Ha pegado la frente contra el piso y algo me dice que todo está a punto de terminar. “Un espíritu malo se le metió en el cuerpo y el Padre se lo está sacando”, explica Anna. Unos minutos más tarde se pone de pie con toda su debilidad. Acaban de exorcizarla, pero tiene en los pómulos la expresión de un parto. 

La foto que me pidió Anna
La foto que me pidió Anna

Un casamiento

En la calle empedrada, apenas unos metros afuera de la iglesia donde acaban de limpiar un alma a los toallazos limpios, hay dos burros cansados que están de casamiento. Claro que los burros no lo saben, y claro que les da lo mismo que lo que parta sus lomos no sean fardos de hierba ni cajones de Coca-Cola, sino un hombre que de tan blanco parece remojado y una mujer etíope vestida de novia. Los ojos de los animales eran ventanas hacia una nada muda. Los recién casados avanzan haciendo equilibrio entre el andar desbalanceado de las bestias y las sombrillas blancas con que se cubren, mientras un grupo de hombres los escolta batiendo su fuerza a puro canto y tambor. Vestidos de blanco como los curas, como los diáconos y como todos los que andan en el pueblo a esa hora todos menos Juan y yo tararean algo que suena como “Laliiibeeelaaaa” y bailan en ronda mientras otro toca una trompeta.

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No sé por qué lo hago, pero apenas lo vi me pongo a correr. Agito mis piernas aún conmocionadas, y logro ubicarme justo delante de toda la procesión. Disparo una sola foto. Después me quedo mirando. Un señor que se me paró al lado me dice que el novio es un inglés, que vino a casarse hasta acá. Le pregunto si a la novia la había conocido en Londres. No sabe responderme. ¿Ella es de acá? ¿Vive acá? ¿Cuánto hace que se conocen? No importa. Se está casando con un blanco. Me dice eso. 

Cuando la procesión pasa de largo, emprendemos camino de regreso al hotel. Estamos cansados. Los planes, sin embargo, cambian pronto. Una esquina más abajo se está celebrando otro casamiento. Es una boda más sencilla: no hay burros ni fotógrafos, pero sí tambores y cantos. Juan y yo nos sumamos a la marcha que termina en una carpa montada otra calle más abajo. Estamos a punto de retirarnos cuando uno de los amigos del novio nos toma de la mano y nos hace entrar a la fiesta. Hay un pequeño escenario donde se sienta la pareja, y una hilera de sillas de escuela donde ubican a los invitados, nosotros incluidos. La luz, filtrada por la lona del techo, se volvió anaranjada y nos da a todos un aspecto de hígado enfermo.

Para mí son dos fotos en una, como todo lo que vino después.
Para mí son dos fotos en una, como todo lo que vino después.

 Los novios reposan con los pies descalzos apoyados sobre el pasto seco. A su lado hay una mesa. El mantel de plástico, floreado, hace juego con la decoración y sirve para apoyar la olla con guiso que no tardarán en servir. No falta la injera. Hay también cerveza casera, que de algún modo cósmico era agria y dulce al mismo tiempo. Y hay hombres. No me lleva mucho tiempo darme cuenta de eso: además de la novia y de dos chicas que todo el tiempo le sostienen parte del traje, yo soy la única mujer invitada. Junto a la pareja está sentado un hombre mayor. Las manchas y las arrugas le tejen la edad en la cara. Su mirada, dura, está perdida en el tiempo. Cuando termina una de las canciones, el hombre se levanta lentamente, le besa las manos a los recién casados y les apoya una cruz pequeña sobre la frente. Los dos cierran los ojos. El público aplaude.

Somos todos diáconos de la Iglesia de Saint George. El hombre mayor es el cura. Tiene más de ochocientos años.

Ochenta. Querrás decir ochenta…

¡No! ¡Ochocientos! ¡Lo juro por la Biblia! ¡Es por comer injera todos los días!

Sé que voy a morirme joven.

La procesión

La procesión

La bendición
La bendición

Después alguien empieza a servir la comida. Los platos hondos vienen repletos de mejunjes espesos y picantes. Hay algo con papa, cordero e injera para acompañar. A Juan, como agasajo, le ponen la parte más grasosa. Comemos con las manos. Después vuelven los tambores, las danzas, los cantos. Los invitados celebraban a los gritos, y de pronto arman una ronda. Juan se para a bailar. Yo me quedo sentada. Por momentos, tengo que dejar de mirar a la novia que tiene los ojos fijos, vaya una a saber en qué. Si es aburrimiento, soledad o resignación no lo adivinaré nunca. Las otras mujeres juntan los platos. A lo mejor son sus amigas. A lo mejor no. Quizá no vinieron, como su mamá, o su abuela o el resto de su familia. A lo mejor sus ojos están ahí, donde otras no están. Es el día de su boda. Me dan ganas de abrazarla. Me pregunto para qué. 

La iglesia de Saint George, una de las postales más famosas de Lalibela. (Perspectiva 1, para que dimensionen el tamaño).
La iglesia de Saint George, una de las postales más famosas de Lalibela.

El chico que antes había hablado se acerca para saber si estoy disfrutando y le digo que sí. Vuelvo a agradecerle. Lo disfruto de verdad porque soy consciente del privilegio, pero no puedo dejar de hacerme preguntas. Ninguna mujer debería. Gozar de un espectáculo ajeno sin preguntarse si a su par esa que vistieron como muñequita y que no sonrió en toda la mañana está feliz el día de su matrimonio. Escribir con el orgullo de presenciar una boda sin temer un cuento de Cortazar. Mirarse los zapatos propios, los ajenos y no preguntarse por qué ella en el sillón y yo acá, en la sillita, y qué pasa si de repente cierro los ojos y cambiamos. Decir para sus adentros: “Yo elijo a Juan” y no saborear la duda en el paladar: “Ella, ¿elige?”. Y entonces volver sobre sus propias palabras para preguntarse qué, qué elige, qué es elegir, qué es el amor, si está segura. No. Ninguna mujer debería vivir, viajar, escribir sin hacerse preguntas.


Información para viajar a Lalibela

De todos los atractivos que tiene Etiopía, este es uno de lo que hay que visitar sí o sí. Queda lejos, es un poco caro y no tan simple de acceder, pero es algo único. Si tienen poco tiempo, busquen el modo de ir. No se van a arrepentir.

 El complejo comprende 12 iglesias, algunas en mejor estado de conservación que otras, pero todas igual de impresionantes. La entrada única cuesta U$D 50 (un precio que nos pareció un poco excesivo, porque aunque incluye todas las iglesias y es válido por cinco días, con dos alcanza para verlo todo). No hacen descuento para estudiantes, y se paga al cambio del día. Les recomiendo intentar ir un domingo, que es cuando más movimiento hay, e ir a misa. Para eso también te piden la entrada.

 Llegar a Lalibela supone un viaje largo e incómodo. La ruta que se mete en la montaña desde Gallena no está pavimentada y el bus tarda cerca de 12 hs (o más) hasta Addis. Nosotros lo hicimos a dedo y nos encantó. El camino tiene unos paisajes alucinantes y la ida es casi toda en bajada, así que da para pasear.

 Dormir en Lalibela es también una experiencia: se pueden escuchar a los diáconos cantando hasta altas horas de la madrugada o caminar por las calles con sus trajes típicos. Nuestra recomendación es el Lalibela Hotel, a pocos metros de las principales iglesias, con un jardín – terraza con vistas increíbles. Además de baños limpios (que créanme, no abundan) y agua caliente, la ubicación es un buen contraste entre el centro de la ciudad y la naturaleza en que se encuentra ubicada. Pueden escribir directamente aquí: info@lalibelahotels.com

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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