En la comisura contraria al lagrimal, mis ojos tienen una línea que sigue para abajo y que se parece a una arruga. Una vez, un novio al que quería mucho me dijo que eso le encantaba de mí, y desde entonces, esa línea que me vuelve la mirada triste es lo primero que noto cuando me miro el reflejo cada mañana. Panza arriba del lavabo haciendo equilibrio para no caer y a la vez cazar la mejor luz que se refleja en el espejo, me miro ese rincón de la cara. Ni a mi mamá ni a mi papá le nacen los ojos de esa manera. La nariz ─no sé en qué momento de este tiempo suspendido escudriñándome la cara salté hacia ella─ se parece a la de mi abuela, y el conjunto de mi cara en general, podríamos arriesgar a que viene del lado de mi papá. No me parezco en nada a mi hermana. No tengo los ojos claros de tres de mis abuelos, ni los pechos generosos que se suponía que debía heredar. Para ser honesta, me confieso a mí misma, he perdido la cuenta ya de las veces que me detuve frente al espejo del baño a intentar deconstruirme.
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En la embajada de Tanzania en Nairobi hay tanto silencio, que si presto atención puedo escuchar el ruido del bolígrafo que la mujer hace correr sobre el montón de hojas. Cuando por fin nos llama para que podamos solicitar nuestra visa, la señora abre la sonrisa y nos entrega dos formularios impresos en hoja oficio para que podamos rellenar. Ahora, son tres las biromes que corren. Los casilleros son los predecibles, hasta el número seis. Juan tickea y sigue completando sus datos. Yo me tildo, con la mirada suspendida en el afiche de la pared, recordando la primera vez que tuve que enfrentarme a ese mismo dilema. Tenía 15 años y estaba en clase de inglés. La profesora ─una señora mayor, de esas que toman el té a las cinco y no se equivocan en ninguna respuesta─ nos estaba enseñando a llenar solicitudes. “¿Y en la parte de raza qué pongo?”, preguntó uno, desconcertado. La mujer alzó a vista, vio la clase que tenía en frente, y sin comprometerse a nada se limitó a responder “Pongan lo que quieran”. No fue suficiente. Aunque marcar uno u otro casillero no nos llevara a reprobar el examen, las dudas existenciales se desparramaron en el salón, y la profesora se vio obligada definir ─o al menos a intentar─ los rasgos de cada raza según los criterios internacionales. Entregué la hoja incompleta. No me atreví a encasillarme. Ahora, más de quince años después, sigo teniendo la misma duda existencial. Me siento demasiado morena para ser “caucásica”, y muy poco pueblo originario para declararme 100% latina. Soy una mezcla. Lo que no sé bien es de qué.
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El video empieza con música de suspenso. Hay un inglés que dice que odia a los alemanes, un islandés mega soberbio que se cree más importante que todos, un cubano que asegura ser 100% cubano ─¿acaso eso es posible? ¿Cómo sería un cubano 100% cubano?─ una francesa que dice estar segura de sus genes y una iraní que tiene sus recaudos al hablar sobre los turcos. Los del otro lado de la mesa ─que no me queda claro si son jueces, staff del laboratorio o los organizadores del evento─ ponen cara de Voldemort y, desafiantes a más no poder, le preguntan a cada uno de los 67 participantes si estarían dispuestos a realizar un viaje a través de sus genes, para descubrir quiénes son en realidad. Todos, obviamente, dicen que sí. La primera parte del clip cierra con una pregunta fundamental: “¿qué me van a decir que yo ya no sepa?”. Es obvio que el video va a revelar historias desconocidas, y es obvio que los personajes van a sorprenderse y a emocionarse en cámara, pero cuando eso sucede ─cuando al cubano le encuentran genes de Europa del Este, al inglés genes de Alemania y así sucesivamente─ yo me largo a llorar igual. Me largo a llorar, primero, porque como buena argentina si hay algo de lo que estoy segura es que tengo los genes desparramados. (¿No dice el dicho que los mejicanos vienen de los mayas, los peruanos de los incas y nosotros de los barcos?). Pero me largo a llorar también por la incertidumbre esa que se muere más allá de los “Italia y España” predecibles, por la posibilidad de develar el misterio, por lo injusta y estúpida que siempre me pareció la liviandad con que el pasado se va muriendo de olvido. Ese video que había visto circulando por Facebook se sumó a mi Wish List. Yo no puedo irme de este mundo sin saber de dónde vengo.
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Tenía 16 años cuando empecé a tramitar mi ciudadanía italiana. Tuve que revolver entre armarios, recorrer registros civiles, hacer preguntas incómodas, deducir lo que no encontraba, armar un rompecabezas. Sabía, hasta ese entonces, que uno de mis bisabuelos había llegado a Rosario escapando de la guerra, que venía de Basilicata, que era un viejo bastante renegado que jamás se había querido nacionalizar, pero que tampoco nunca había vuelto a su tierra. Los candados que no encontré en los archivos del Estado las encontré en los armarios de mi abuela. Si yo no podía entender cómo ella había vivido toda su vida junto a su padre sin hacerle preguntas sobre su país natal, ella no podía entender para qué y por qué ahora aparecía yo con todo este interés por revolver un pasado que no le pertenecía, y del que más bien quería desentenderse. Comprendí pronto que esa “italianidad” que teníamos en la sangre no se traducía solamente en los ravioles de cada domingo: los dolores de la guerra, los secretos, las vergüenzas; todo eso que había llegado en los barcos se había también transmitido de generación en generación hasta convertirse en una ignorancia desfachatada que se incomodaba únicamente ante mi insistencia. Me costó mucho aceptar que por más que me pesara, la que estaba fuera de lugar parecía ser yo. No por eso, sin embargo, abandoné mi búsqueda.
Por abogados deshonestos, falta de dinero y burocracias internacionales, mi ciudadanía italiana siguió su espera indefinidamente. En julio de 2014, sin embargo, puse un pie en Acerenza, ese pueblo fantasma en la memoria de mi abuela pero vivo en la campiña italiana. Sentí, literalmente, que mis ojos ─esos ojos tristes, los de las arrugas indescifrables, los que a lo mejor cargan con alguna pena heredada─ cerraban un ciclo en el tiempo. Que yo volvía a ver ese paisaje al que el abuelo Pepe había tenido que darle la espalda, que con mi llegada a esas calles regresaban también todos los sueños que debe haber tenido. Nadie lo entendió de esa manera, pero yo sentí cumplir ─con mi bisabuelo al que no llegué a conocer, con mis genes, con mi sangre─. Corroboré mi historia en los archivos de la iglesia, encontré primos lejanísimos con los que nos abrazamos igual y lloramos igual y celebramos igual, y volví a Argentina sabiendo que un octavo de mis raíces había empezado a tender el puente hacia América desde allí.
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El tío de Juan está seguro de que yo tengo genes aborígenes. El día en que me conoció, hace ya unos cuantos años, yo tenía el pelo largo casi hasta la cintura, y una trenza gruesa que me caía a un costado de la cara. A él ─místico, esotérico y devoto de un sincretismo que mezcla constelaciones familiares, Bryan Wayss, la Virgen del Rosario y una curandera marplatense─ esa imagen mía le encantó. Me bautizó “la indiecita”, y aunque intenté explicarle por todos los medios de que no hay registro cercano en mi familia de algún pariente originario, él se empeñó en encontrar símbolos y señales hasta en mis estornudos, y me aseguró y recontra juró que la Pachamama se había escondido en algún rincón de mi mapa genético. Otra vez, yo no supe cómo sentirme. Porque aunque la oleada política de “Latinoamérica unida” viene calando hondo en nuestra cultura ─al igual que el repudio por ese lazo que nos une con Europa o por las diferencias innegables entre nuestro cono sur y el resto del continente─ si cuando viajo a Bolivia me maravillo con sus cholas y la cultura del maíz, es porque no mamé nada de eso, porque me identifico más con una baguette que con una humita, y porque crecí sabiendo que los Arrébola habían venido de España, los Lazzarino de Italia y la parte femenina de la familia también andaba por ahí. ¿Pero y si no? ¿Y si los secretos de estado familiar eran mucho mayores y las identidades se habían truncado bajo el silencio? No tuvo caso hacer preguntas.
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Tengo dos días para pasarme el hisopo por las mejillas, meterlo en el tubito de plástico, sellar el sobre y correr al correo. Estamos en Madrid en medio de una pausa corta del viaje por África, y todos los ganadores en las diferentes categorías de los Premios Bitácoras hemos recibido de regalo un kit de ADN para hacer el viaje de nuestros genes. Juan sabe que para mí es importante. Me vio llorar en el video, viajó conmigo hasta Italia, ha sido cómplice y oreja de todas estas historias y dilemas a lo largo de los últimos siete años. Por eso, porque sabe además que Ansiedad debería ser mi segundo nombre, se descoloca al ver que en lugar de abrir la boca y correr al buzón, dejo la cajita arriba de la mesa. Paso el primer día como si nada, como si se tratara de un trámite más, y lo que en realidad sucede es que esta vez tengo miedo. Ya no se trata de sacarles las respuestas a mis abuelos con tirabuzón, de arrepentirme de no haber hecho las suficientes preguntas cuando mi abuelo Pilo estaba vivo, de especular con el color de mi piel o con las fechas que no están escritas. Esta vez tengo la ciencia a mi favor, y a la ciencia no se le discute.
“¿Qué te imaginás?”, me pregunta el domingo, cuando ya es de noche y bajo la lámpara de la cocina me raspo los cachetes con el hisopo hasta estar segura de que ya bastó. La verdad, es que no me imagino nada. Quiero decir, “¿cuánto va a decirme que yo ya no sepa?”. Y digo estas palabras y me detengo antes de terminar, dándome cuenta que sueno igual que el inglés anti alemán, que ahora, que tengo la posibilidad de tener las respuestas me abraza el sentimiento de que no las necesito. “A ver, seguro que tengo un… ¿qué? ¿40% italiano y 40% español? ¿Un poco más?” Entonces, recordando las paellas y la ciudadanía y las discusiones con mi abuela y la incomodidad de los genes originarios que no sé si son, cierro el sobre siguiendo las instrucciones, corro hasta el buzón amarillo haciendo de cuenta que no pasa nada, y me tomo un taxi hasta el aeropuerto para volver a África. Hago exactamente todo lo “normal”, para no admitir que no tengo ni pájara idea de qué vendrá de regreso en ese papelito.
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Es domingo 26 de febrero, y llueve mucho en Lilongüe. La capital de Malawi se ve gris, y por más que queramos seguir viaje y que el calendario apriete las pestañas, no se puede. Sin hotel a la vista y sin lugar para acampar, caminamos desorientados por un barrio súper privado en las afueras de la ciudad, buscando una cara amiga que pueda orientarnos. El único sitio que encontramos abierto es un salón de cumpleaños infantiles, y entramos sin golpear la puerta. La mujer que regentea la fiesta que ya se acaba nos mira con cara de desaprobación ─no sé si porque estamos viajando y todas las conjeturas que se desprenden de eso, o porque le decimos que preferimos acampar a gastarnos tres cifras en el hotel de lujo que se ve desde lejos─. Meneando la cabeza con un “lo siento” que presumo falso, nos despide sin más. A la media cuadra, sin embargo, alguien nos chista. Es Diu Mercí, el cuidador del salón y empleado de la señora, que nos dice que podemos acampar en el predio o, si preferimos, pasar la noche adentro. Que a él no le molesta, que sabe lo que es viajar largo, que la mujer está de acuerdo si él también lo está. Y lo está. Tanto, que ni bien entramos al salón, Diu Mercí nos acomoda en una habitación/oficina, nos invita a pasar a la cocina, y antes de que podamos procesar toda la situación ya estamos los tres tomando un té, sentados bajo la lámpara, con el generador obligatorio como cortina musical. Diu Mercí tarda nada en contarnos que es refugiado de Congo.
Lo dice con un orgullo forzoso ─supongo que en parte como escudo ante nuestra posible reacción─ y cuando ve que más que desconfianza lo que sentimos es interés genuino, a Mercí se le afloja el cuerpo. Juan y yo estuvimos en Congo en diciembre del año pasado, y aunque pasamos poco tiempo en el país, nos fuimos sintiendo que dejábamos una gran oportunidad detrás, obligados a irnos antes de tiempo por las circunstancias políticas. Mercí dice que se fue hace tanto que le cuesta leer en francés, que no quiere saber nada con volver al país, que su vida está en Malawi. Habla de guerras, de cómo fue el viaje cruzando la frontera de ilegal en Burundi y en Tanzania, de las penurias que tuvo que recibir en manos de la policía, de lo mucho ─muchísimo─ que le cuesta sacarse el estigma de encima. Dice también que en el barrio nadie sabe que él es congolés, mucho menos refugiado. Mercí transformó su nombre en un apodo, “Messi”, y se lo atribuyó a cualidades deportivas que ─nos confiesa entre risas─ no tiene ni lejanamente. Pero la gente le cree. Habla tan bien chichewa, el idioma local, que nadie sospecha que detrás de esa mirada desafiante hay una historia cruda y valiente, una historia que Mercí quiere y a la vez no quiere contar. “La gente me pone nombres despectivos cuando se entera. Lo que no saben, es que yo no elegí ser refugiado. Yo sólo soy una persona que quiere trabajar, y vivir tranquilo”. Vamos a hablar mucho en lo que queda de la tarde ─de Argentina, del viaje, de la historia de Mercí y hasta de Gran Hermano─ y Mercí va a repetir muchas veces lo que sufre la etiqueta, lo mucho que quisiera tener documentación para quedarse fijo en Malawi, lo mucho que le duele recordar. Y en un momento de esa charla, mientras nosotros le decimos que no tiene que avergonzarse, que a nuestro país lo hicieron los inmigrantes refugiados que también se escapaban de la guerra, que con Australia, Estados Unidos, Brasil y Canadá pasó lo mismo, que Donald Trump es un payaso; van a aparecerse todos mis bisabuelos en ese salón de fiestas infantiles. Van a estar allí Pepe y mi abuela Noni ─a quien conocí y adoré en la infancia y que también era hija de padre italiano─, Anita y Julio Lazzarino, que llegaron en un barco desde Piamonte, mi nono Ramiro españolísimo junto a su mujer, el abuelo Saturnino cuyo origen sigue siendo un enigma, y la abuela Rosario que me escribía cartas cuando yo era bebé y que, según entiendo, también vino de España. Todos ahí, con sus historias de guerra como las de Diu Mercí, con sus secretos llevados a la tumba, sus motivos para querer o no querer volver, sus nuevas vidas que, a la vez, me dieron vida a mí.
Antes de despedirnos al día siguiente, Diu Mercí nos da un abrazo, y nos dice: “Las montañas no se encuentran entre ellas. Están siempre ahí, no se mueven. Nosotros no somos montañas, somos personas.” Esa noche, mientras reviso el correo por última vez antes de dejar Malawi, recibo los resultados del test.
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─ A ver, hagamos apuestas. ¿Qué sería, dentro de lo esperable, lo más loco que podría decir?
─ No sé, Juan… sería una sorpresa que me dijera que no tengo genes italianos o españoles… Bah, eso sería decir que soy adoptada o que este test está mal. El resto, no sé. Yo supongo que en ese porcentaje que no conozco va a venir una parte turca. Mirame la cara. La nariz mirame. Yo tengo que tener un gen de por ahí.
─ O del norte del África. Capaz de Marruecos. ¿Sería muy loco que tuvieras antepasados musulmanes, no?
─ Sería un shock. Me la pasé repitiendo en todo Sudán y en todo Somalilandia que no podía entender a esas mujeres…
─ Ok, entonces: España, Italia, algo de Latinoamérica porque seguro algún mestizo se mezcló por ahí, Turquía y Marruecos.
Y con esos países sobre la mesa, le doy clic al botón. El tiempo que tarda en cargar la página ─la internet africana no es buena aliada de las ansiedades─ pienso que mis ojitos achinados de bebé, en que mi abuelo me había bautizado “la vietnamita”, en que sería desopilante tener un gen asiático revoleado por ahí. También pienso, con toda la seriedad que me es posible, qué shockeante sería descubrir que no mucho más atrás en mi mapa genético, alguna mujer anduvo defendiendo al profeta Mahoma. Me acuerdo de que mi abuela materna siempre dice que tenemos una “influencia francesa” pero que todo intento mío por obtener más información termina siempre en una disculpa y un enojo, porque en esas épocas nadie preguntaba nada. Me acuerdo de las historias que mi abuelo Pilo me contaba sobre la tía condesa que teníamos, que vivía en el campo y tenía una mesa larga “como para que comieran cien personas”. De todo eso me acuerdo. De Acerenza, de mi imagen en el espejo, del tío de Juan, de los miedos, de la ciudadanía que sigue sin llegar, del color de mi piel, de la arruga de mis ojos. Y entonces, el resultado.
Casi 97% europea.
Casi noventa-y-siete-por-ciento-europea.
Dos por ciento Latinoamérica.
Poco más de un uno por ciento sin identificar.
NO PUEDE SER.
Antes de seguir leyendo, Juan se larga a reír. No nos dan los cálculos. Siempre sospeché que mi parte originaria vendría allá lejos, lejos por mi abuela Noni ─quizá su mamá─ y por la parte borrosa de la familia de mi mamá. Un dos por ciento es tan diluido que hasta me parece necesario rescatarlo.
La segunda pantalla es todavía más sorprendente. De ese casi 97% por ciento europeo ─que yo hubiese jurado mitad español mitad italiano─, un 44% por ciento corresponde a península ibérica y un 28% a Italia. La pantalla sigue. Yo estoy mezcla de mariposas en la panza, congelación de cara modo sorpresa, lágrimas en los ojos porque así soy yo, y unos nervios irreconocibles porque no sé qué esperar. Lo que viene, realmente me deja sin palabras. Soy, y la ciencia lo respalda, 15.8% inglesa, 5.3% griega y 1.7% escocesa. Soy, a estas alturas, un enorme signo de pregunta. “Inglesa”, repito en voz baja, a la vez que me doy cuenta de que entre el veintipico porciento de italianidad y el más de diecisiete por ciento británico, la brecha numérica no es tan grande. Pienso que ese veintipico que venía definiendo mi identidad genética imaginada se ve débil entre la multitud, mientras me rio de la sorpresa porque ¿Grecia?, mientras me pregunto de dónde diablos salieron tantos genes victorianos en mi familia. “A lo mejor por eso me gusta tanto tomar té”, le digo a Juan hipnotizada, dándome cuenta de lo estúpido que suena, y largamos la carcajada los dos, conscientes de lo poco que sabemos de nuestras propias historias. Felices igual de que al final, a pesar de nuestras adivinanzas erradas, de no tener un gen árabe rastreable, de no explicar de dónde me vienen los ojos y de tener más preguntas que respuestas, el test cumplió su función.
“Ese dos por ciento lo es todo”, me dijo mi hermana cuando le compartí los resultados, renegada del mundo globalizado y aferrada a los símbolos de la latinoamericanidad. Para mí, el todo es el 100. Son esas raíces latinas que ahora tendré que buscar bien arriba en el árbol, pero también sigue siendo Italia, los palos de amasar, los abuelos. Son mis “nuevos” genes ingleses (welcome!) a los que ahora quiero descubrir, la sonrisa de ver un puntito en el mapa en Grecia, la parte escocesa que me deja desconcertada y me hace sonreír. Soy la sorpresa, los lazos invisibles, lo que desconozco pero está en mí, el desafío de descubrirlo, los nuevos ojos que acabo de ganar. Soy todo eso condensado en mí: las migraciones, las guerras, los amores, las decisiones, los barcos, las valijas, los viajes. Soy las vidas que pasaron, las historias que me parieron aún sin saberlo, sin pensarlo, sin poderse enterar. Soy la imposibilidad de estarme quieta, la convicción -ahora más fuerte que nunca- de que hay que moverse para (re)encontrarse, para conocerse, para dejar de temer. Soy una lágrima mezclada con una sonrisa, al caer en la cuenta de que soy, ni más ni menos, que el resultado del mundo.
Me emocione con tu relato!!! hermoso todo lo que contaste…porque hablaste desde el alma… Puedo entenderte perfectamente, porque yo empece la búsqueda de mis raíces en 2008 y tanto andar y hurgar encontré por fin mi familia en Montenegro (Europa del Este) por suerte en 2016 pude viajar y conocer la tierra de mi abuelo…No puedo explicar con palabras mis sentimientos, pero ese dia , me senti en «mi hogar»
Felicitaciones por tus escrituras y tus viajes…viajamos con vos a través de tus relatos. Abrazo grande desde Tandil, Argentina. 🙂
Muy interesante y hermosa historia. Eres un muy buen viajero.
Laurita!!! Las identificaciones tienen que ver también con los roles, con las tareas, no sólo con los lugares geográficos. De mis bisabuelos, por lo menos la mitad,o el 75% fueron campesinos…en europa, pero campesinos. A mí no me extraña esa «pachamamez», ellos también fueron originarios de los pueblos que habitaron…el cuento de lo intelectual y las carreras universitarios y el «ser profesional» se inventó después y le tocó a la generación de mi mamá. Así que además de mezcla de lugares soy mezcla de intenciones y deseos de mis ancestros. Y ahí encuentro a mi pachamamez, a mi comunismo, a mi capitalismo, a mi todo….y a eso le agregro yo como yo misma y…bingo…tengo como un 90%, el otro 10% lo indefinido es lo que está en cambio constante…y lo re defino cada día. Saludos!
Me siento muy identificada Laura. Hace rato que me quiero hacer ese test. Por mis rasgos físicos y de dónde proviene mi flia (Mesopotamia Argentina) estoy segura que tengo sangre guaraní. Pero aunque le pregunté a mis abuelos todos me lo negaron 🙁
Suele suceder…hay muchos tabúes en las mismas familias con el tema de los orígenes. El asunto es que la base de datos de América Latina no es tan grande, y por ende los resultados no son específicos. Quiero decir, si tus orígenes son guaraníes, lo más probable es que te marque un círculo muy grande que abarque desde el norte de Argentina hasta Colombia. Vas a saber que venís de este lado del charco, pero no mucho más. Yo de todos modos me lo haría, siempre es una sorpresa!
Bueno en Estados Unidos y Canadá les pasa al revés de los argentinos, muchos de ellos se inventan abuelas indígenas, por lo regular tatarabuelas cherokees; existen tribus que te aceptan como miembro si tienes un 5% de indígena, yo tuve una compañera en Canadá de Quebec que ella tenía bien documentada su identidad indígena algonquina, pero de hecho es más blanca que muchos españoles o italianos se parece a Laura Pausini; sin embargo ella si ha conservado fuertemente su orgullo por pertenecer a una etnia indígena, es dirigente del movimiento indígena IDLE no more de Canadá y tienen parientes que parecen mexicanos; en Canadá y Estados Unidos yo pienso que hubo más mezcla con indígenas que en Latinoamérica, muchos de ellos ya hasta tienen ojos azules; revisa algo sobre Louis Riel o novelas de la escritora nativo americana Louise Erdrich; también dicen que Winston Churchill tenía antepasados indígenas por parte de su madre, otras personas de Norteamérica que presumen de tener antepasados indígenas son Bill Clinton y Obama por parte de su madre, lee algo sobre los métis en Canadá. En Argentina si hay mucha gente con rasgos indígenas, aunque se avergüencen de ello, en Canadá y Estados Unidos al contrario, yo como mexicana me decía yo soy más indígena que muchos de ellos y no ando presumiendo.
Jajajaja, me hiciste llorar en donde la foto en blanco y negro de tus abuelos o bisabuelos, o todos juntos. «¿No dice el dicho que los mejicanos vienen de los mayas, los peruanos de los incas y nosotros de los barcos?», yo no conozco este dicho, y no puedo evitarlo… ¿mejicanos? ¿así, con «j»? Esas barbaridades españolas…
¿Y desde que te mandaron los resultados hasta ahora se ha actualizado algo?
Sí, una barbaridad. Yo siempre lo escribo con X pero como era para concurso, ya…
No, no me actualizaron nada pero la verdad es que tampoco entro muy seguido a mirar. Creo que con lo que sé ya me doy por satisfecha.
Gracias por leer!
Ay nena <3 Este relato me hizo muy feliz. La historia de Merci, el desconcierto y la curiosidad sobre todo. Gracias por escribir. *se suena los mocos*
Qué hermoso! Siempre me intrigó la historia de mis antepasados por ambos lados (hasta donde se españoles por parte de mamá y judíos polacos y quizás algún ruso por parte papá). De hecho estoy empezando un proyecto literario sobre eso.
Qué hermosa suerte tenemos quienes conocemos un poquito de esa parte de nosotres, ojalá se amplíe un poco más la info de este lado del charco.
Creo que alguna vez me voy a hacer ese test.
Saludos! Gracias por hacerme plantar un lagrimón!