1 – Akasha: De besos y de pájaros
Hassan pega un frenazo en seco y nos dice que llegamos, que acá es. Acabamos de surfear unas huellas en el barro que generosamente alguien ha denominado como rutas, y todavía nos rebota la espalda a pesar de estar ya quietos. Antes fuimos a ver el río, y un hombre a quien nos presentaron como el maestro del lugar abandonó su cucha de barro para ponerse de pie, extendernos sus manos negras de mugre arcaica y decirnos a los ojos que allí, en su pueblo, podíamos quedarnos en casa de quien quisiéramos. Hace apenas un día que llegamos a Sudán, y los códigos y las promesas todavía no nos quedan en claro, pero le creemos.
La casa de la señora tiene paredes de abanicos y una puerta color pileta que pareciera encandilar a pesar de las nubes. Por encima del muro que rodea la vivienda, una línea blanca pone límites a la casa: hasta allí llega la construcción; lo demás es puro cielo. La ausencia casi total de lluvia ha dado rienda libre a una arquitectura de barro que no se resignó a ser sencilla, y mientras Hassan avanza hacia el recinto donde evidentemente nos quedaremos a dormir, yo miro con fascinación esas casas humildes cuya existencia parece estar marcada por los movimientos semicirculares de las manos que le fueron dando forma. “Parecen olas”, me dice Juan mochila a cuestas, que sin mirarme ya sabe en dónde está mi atención. “Abanicos perfectos”, susurro, y una mujer encorvada y con la cabeza a medio cubrir sale a recibirnos con los brazos extendidos.
No sabemos si la doña es la mamá de Hassan, una tía, o simplemente la dueña de una de esas casas donde el maestro nos aseguró que podíamos quedarnos. Tampoco sabemos si estamos allí en calidad de huéspedes o de clientes porque, como dije, los códigos y las promesas de Sudán nos son tan ajenos, que hasta nos da vergüenza preguntar. La mujer le extiende la mano a Juan con una sonrisa independiente de idiomas, pero cuando me toca a mí, me quedo con la mano en el aire. Ella, de nombre irrecordable, bajita por el paso de los años y con dientes que apenas se cuentan con los dedos de una mano, estira su existencia hacia mi norte y me abraza como si supiera que hace meses estoy lejos de casa. Después me besa una mejilla, y la otra, y vuelve a la primera y se va a la segunda hasta que cuento unos siete besos, que le devuelvo con risas y el cuerpo flojo, mientras ella me aprieta la cara como queriendo asegurarse de que nada se va a escapar de su lugar. Antes de que pueda darme cuenta estamos en su patio, que también tiene piso de abanicos de barro sólido, y ella me está indicando que debemos ir hasta el fondo de la casa, siguiendo un pasillo que veo asomarse a mi izquierda.
Esa incursión, involuntaria y emotiva, sería el primer acercamiento con todos los elementos mágicos que confirman la arquitectura Nubia pero no solamente eso: también dirigen un estilo de vida donde los límites internos-externos no están muy claros, donde las camas son el protagonista principal de cada casa y tienen que ser prolíferas, donde el techo que más importa es el de las estrellas y donde hay que cuidarse de los escorpiones que disfrutan de merodear por las noches, justo cuando nadie los ve. Pero de todo eso voy a hablar más adelante porque ahora, ahora estoy fascinada con esta casa de paredes blanqueadas a la cal, de arcadas redondas donde pronto van a verse los luceros, de ventanas pequeñas y sin vidrios y de camas que florecen horondas en todos los rincones. No se desprende tierra del piso de barro, y tengo que vencer la tentación de caminar en medias por estas olas, como dice Juan, o de sentarme en una de esas camas medio adentro medio afuera a dejar que el viento de Sudán me peine un poco la cara.
Hassan no tarda en aparecer. Nos hace señas de que esa puerta de chapa esconde detrás una habitación, donde también hay muchas camas, y que ahí es donde debemos dormir. Cuando abre la puerta, una golondrina sale volando a toda velocidad, y me agacho por instinto porque casi casi se me enreda en el pelo. Dejamos las mochilas en la habitación oscura, y creo que adivinando nuestra cara de dudas, Hassan se apresura a decir que nos quedemos tranquilos, que no tenemos que pagar por nada de esto, “que estamos en Nubia”. Lo que ahora me parece una obviedad, me llevaría días entender, y es que para imaginarse lo que es esta región norte del país hay que vivirlo en carne propia: todo lo que pueda ser contado correrá el riesgo de parecer exageración.
Una chica entra en escena, nos invita a sentarnos en una de las camas del pasillo, y acerca pronto una mesa con galletas de vainilla y té con leche. Habla poco inglés y nosotros poco árabe, pero más por timidez que por ignorancia, debemos sacarle las palabras con tirabuzón. Que es la hija de la mujer besadora; que la casa la construyó su mamá, porque en Nubia ese es trabajo de mujeres; que más tarde alguien va a prepararnos el baño; que podemos descansar o salir al patio, o pasear por el pueblo. Después se cubre la boca con el mismo pañuelo amarillo y negro con que cubre su cabeza y su cuerpo, y se retira mirando para abajo, para desaparecer en las fauces de la cocina. Nos terminamos el té esquivando las golondrinas y los gorriones que entran y salen por las ventanas desnudas, quizá confundidos por este adentro-afuera que parece no quedar muy claro.
Afuera de la casa, en un cuadrilátero rodeado de más viviendas donde no hay calles ni veredas, la mujer de los besos y una vecina limpian trigo en una palangana azul, acuclilladas sobre mantas de arpillera. La vida transcurre en una paz tan inconmensurable que nadie se alborota cuando tomo un plato y me sumo a la tarde. Las mujeres hablan cerrado y se ríen, y me hacen señas de cómo es mejor separar los granos, me celebran tonteras para hacerme sentir parte, y retan a los niños que juegan a saltar mis zapatillas tiradas en el piso. A lo lejos, un señor acuna a un nene en el umbral de su casa. Una familia completa se acerca en un carro tirado por un burro cansado, y tras preguntar por la gringa sentada chinito que limpia el trigo, me saludan enérgicamente. Otra mujer se arrima a la ronda y así, sin más, me pide que le tome una foto junto a sus hija, que acaba de despertarse. La imagen que refleja mi visor le roba una sonrisa que va más allá de ella, y envuelta en su túnica también colorida me abraza y me besa como si me debiera algo, cuando a esta altura la que está que explota de gratitud soy yo.
Esa misma noche dormimos con la puerta cerrada porque el viento del desierto corre rápido por las ventanas sin vidrio. Nos convertimos en rescatistas involuntarios de un pichón de golondrina que se tira de cabeza sobre nuestra cama, y nos hace saltar del susto pensando que es un murciélago. Lo devolvemos a su nido seguro, sobre los tirantes del techo de la habitación, y comprendemos por qué los pájaros estaban enloquecidos con nuestra presencia, y nos acordamos del Gran Duca en Toscana, y adoramos esa convivencia impensada de hombres y aves en un ambiente tan hostil como es el Sahara. De Akasha, ese pueblo donde nos vimos cara a cara con la cultura Nubia por primera vez, nos llevamos el arsenal de besos de todas sus mujeres, y la sensación de que lo que viene va a gustarnos, y va a gustarnos mucho.
2 – Abri: la vida con Megzub
Aunque no llegamos todavía al África Negra y Sudán sea ese puente de traspaso indefinido, las calles de Abri son de un continente inconfundible. Caminamos sin rumbo por los pasillos del pueblo. Los comercios bajo lonas se mezclan con más construcciones de barro, camionetas que ofrecen sus verduras en la caja, hombres que fuman sheesha en la vereda, cabras que se creen amas y señoras de la calle, y color, mucho pero mucho color. Hay alguien que canta las ofertas en un alto parlante, pero no deja que las mujeres palpen los mangos antes de ponerlos en la balanza. Otro ofrece enchufes y adaptadores al lado de un señor que usa el techo de su auto para exponer cebollas de verdeo de todos los tamaños y tomates tan rojos que dan hambre. En medio de ese caos ordenado, un nene se sirve agua de un grupo de fukets, unas vasijas gigantes y de uso público donde siempre hay agua fresca para paliar el calor in crescendo. Cargamos nuestros filtros temerosos de la mirada ajena, acaso esta agua esté reservada para el dueño de la casa de enfrente, pero no: pronto aprenderíamos a encontrar fukets como los verdaderos tesoros que son, y a apreciar desde lo más profundo del alma que el agua sea un derecho pensado para todos, al punto que no suman muchos los kilómetros en la ruta, sin que haya una casillita con dos o tres vasijas llenas.
No sé si lo que vemos primero es su porte de desfachatez consolidada, o su Morris modelo 46 aparecer en escena como salido de otra película. Pero ahí está Megzub, dueño de la única hostería de todo Abri, a la caza de mochileros cuyos rumores se han esparcido por el pueblo a velocidad de la luz. Nos dice que la hostería está vacía y que si no tenemos plata podemos quedarnos por menos de 5 U$D los dos, que el dinero le viene bien, pero no tanto como la compañía. Me convence por su intuición: Megzub bajó el precio sin siquiera escuchar nuestros regateos, le bastó con mirarnos la pinta. Después nos subimos a su auto aterciopelado, llegamos al hotel y esperamos a que Megzub sacuda el polvo asentado de las camas, mientras se disculpa por la naturaleza que no puede controlar: la pulcritud es una utopía de colores en el norte de Sudán. De arquitectura Nubia un poco más refinada, la posada de Megzub es propiamente un oasis blanco en medio de las calles de agua sucia donde chapotean indiferentes los burros de Abri. Tenemos la intención de quedarnos apenas dos días, que no sé cómo terminan convirtiéndose en cinco o seis (mejor no contar).
Hay una paz tan grande en Sudán, un ir y venir de cada quien en lo suyo, que Abri funciona a la vez de base y de centro de desintoxicación de asedio acumulado. Todos los días nos levantamos a las ocho o nueve. Caminamos entre los pasillos saludando a cuantos ojos se detengan en nuestras pupilas. “Salam” decimos; “Aleikum es Salam”, respondemos. Nunca sabemos dónde está, pero siempre terminamos encontrando el negocio del chico etíope que tiene los jugos naturales más ricos de todo Abri, las tamías (versión sudanesa de felafel) más frescas y un aire acondicionado que no se apaga nunca. Después volvemos a la pensión, nos bañamos con agua que cae de una ducha, leemos, planificamos, renegamos de internet que nunca anda o salimos a pasear con Megzub. El hombre de tez morena y brillosa habla inglés con acento cómico, y siempre está predispuesto. Si le pedimos un adaptador, Megzub agita su cabeza arriba y abajo y responde un “can” tan enfático que a uno no le quedan dudas que lo puede conseguir. Si más tarde le preguntamos si en Abri hay donde revelar fotos, Megzub repite el gesto y responde “available”. Lo mismo cuando le preguntamos por internet, por una balsa para cruzar el río o por un ventilador para espantar nimitas. Más elevado es el pedido, más seguro el “can” o el “available”, lo que nos da a pensar que las capacidades de Megzub no tienen límites. Algo nos dice que si mañana le preguntamos por un pasaporte falso o un ticket para el último concierto de Queen, Megzub agitará su cabeza, dirá el afirmativo de turno y desaparecerá con su Morris aterciopelado para volver al rato con el pedido en mano, eficiente y orgulloso. Se lo decimos y se ríe, y la risa deja entrever que quizá, no estemos tan equivocados…
A Megzub le encanta hablar, y los temas random que pasan por su sala de estar nos mantienen entretenidos largas horas por la tarde. Con la misma seriedad con que nos cuenta que su padre murió hace años y que está esperando un hijo, Megzub gira la ruleta y empieza a hablar de un hombre feo como un burro pero bien dotado que dejaba a sus mujeres llorando de placer y ahora las abandonó por una francesa. No se ahorra ni onomatopeyas ni conjeturas, y no tiene tabúes a la hora de contarme que las mujeres nubias hacen un pozo en la tierra al que llenan de carbón, y se sientan luego encima para que el vapor las deje nuevamente cómo vírgenes para satisfacer a sus esposos. No me queda claro el mecanismo, pero sé que si lo digo Megzub no va a tener problemas en explicarlo, son mímicas y gestos que no estoy segura de querer escuchar. Del durham, pasamos a la música, y de la música a las cosas serias, porque está claro que Megzub tiene mucho que decir.
Al principio, nos tantea. Tira algunas frases sobre el tema de la represa a ver qué decimos, indaga sobre qué escribimos tanto. Cuando se convence de que no tenemos idea de lo que nos habla, se entusiasma ante la posibilidad de que podamos escribir y contar sobre el problema mayor que aqueja a su pueblo desde hace tiempo: el gobierno ─islámico, renegador de minorías, negador de diferencias─ quiere construir varias represas a lo largo del Nilo, que dejarían a Akasha, Abri y todas las comunidades Nubias que visitaremos de ahora en más, bajo agua. Nada de proteger el patrimonio, de escuchar lo que la gente tiene que decir, de pensar en el pueblo. Hace dos días exactamente, el presidente de Sudán dijo por cadena nacional que las represas se construirían le guste a quien le guste, porque no hay gente que realmente viva junto al Nilo. Parece que lo que estamos viendo nosotros es una comunidad de fantasmas. Más habla Megzub, más grandes se ponen nuestros ojos. No podemos creer las noticias que jamás antes habíamos escuchado. Viendo que la lucha viene en serio, y más en serio la posibilidad de que todo lo que empezamos a disfrutar quede bajo agua, Megzub lo lleva a Juan a charlar con Figri, el líder local que utiliza su bar como centro de reuniones. Y Figri le cuenta, y Juan anota mientras un grupo de hombres que saben muy poco de inglés pero mucho de comida, me invitan a cocinar con ellos una ensalada donde no falta ni las hablas molidas, ni el picante, ni el tomate. Y me muestran fotos de las ruinas egipcias que descansan en suelo nubio a unos kilómetros de allí, y me regalan una bolsa de dátiles y me dicen algo así como que Figri es un rudo pero que ellos creen que la lucha está perdida. Lo dicen con una tristeza intransferible, mientras pican tomate con los dedos mojados por el limón, y miran para abajo para no afrontar con los ojos tristes el futuro que otro ha decidido por ellos, sin siquiera preguntarles. Es tan desolador imaginar estas vidas bajo agua, que por momentos nos parece que todo es una gran fantasía. Después vemos cómo Frigri se indigna, como Megzub se desespera con las palabras, cómo las paredes del bar gritan desde sus recortes de diario, y entendemos que esta posibilidad es real. “La gente Nubia es de su tierra. Los árabes del poder no lo entienden, y no lo van a entender jamás. Pero acá nació mi abuelo, y el abuelo de mi abuelo y su abuelo también. Y si hay una forma de sacarme de acá, esa es flotando”, sentencia Figri y, sin saberlo, nos anima aún más a recorrer las aldeas Nubias que nos faltan, a documentar lo más que podamos sobre sus vidas a punto de ser barridas por un Tsunami de ingeniería civil.



3- Las afueras de Abri: cosas de mujeres
Al día siguiente reacomodamos equipaje, le dejamos a Megzub las cosas que nos vamos a utilizar y, armados con repelente y mosquiteras, partimos a pie bordeando el Nilo. El asedio que tanto sufrí por momentos en Egipto, se vuelve insecto en Sudán, y se convierte en una incomodidad impensada: las nimitas, una especie de jején en malón, invaden la vida Nubia durante mes y medio al año. Son las encargadas de polinizar las palmeras, y también, por qué no, de meterse en tus oídos, nariz, boca y ojos, y no hay nada que hacer más que cubrirse la cara con un mosquitero, agitar los brazos inútilmente, y putear al aire para descargar tensión, aunque tampoco sirva de nada. Empiezo a arrepentirme a los veinte minutos con los brazos agotados y las nimitas invadiéndome la cara. El paisaje es sublime, pero no lo termino de disfrutar. A la derecha, el Nilo se escabulle entre filas de palmeras, casi silencioso. A la izquierda, la ruta que une Waddi-Halfa con Dongola ve pasar una buseta de tanto en tanto, pero está lejos y tampoco hace ruido. El sol del mediodía empieza a calentar. Pasamos algunas casas desiertas. Unos chicos nos adelantan arriba de un tractor, y gritan algo que no se entiende mientras agitan los brazos. Más adelante, un hombre descansa en pleno agobio sobre una cama tendida bajo un árbol. Nos hace señas de que recarguemos agua en sus fukets. Ya no se molesta en quitarse las nimitas de la cara.

Seguimos camino y entonces, justo cuando la desidia del calor, la insistencia recalcitrante de los bichos y la monotonía están por hacer que me pegue la vuelta mufada, aparece una nena de la nada y así, como si fuera una súper modelo, posa para la foto mirando directo a la cámara. A esa nena le sigue otra, y a esa otra su mamá, que desde una puerta colorida y una túnica igual de brillante, nos hace señas con las manos de que entremos a su casa.
Es exactamente ahí, en ese patio de entrada, donde pierdo de vista a Juan: el hombre de la casa vino a buscarlo a llevarlo con los demás hombres, y a mí la señora de la puerta me tiene tomada del brazo y me hace entrar a una habitación donde descansa una adolescente junto a un bebé, notoriamente recién nacido. Con gestos y las manos me explica que es su nieto, que hace 7 días que nació y que hoy están de festejo. “¡Mashalla!”, le digo, usando esa palabra simple que quiere decir algo así como “esa belleza es gracias a Dios”, y que es una de las palabras obligadas en árabe, y la mujer se pone contenta y me pide que le saque una foto. La corte de mujeres que sigue los pasos de esta abuela recién estrenada, es numerosa. Tanto, que ni me tomo la molestia en preguntar quién es quién, porque acá, al igual que en Siwa y que en buena parte del mundo islámico, todos son familia. Entre ellas, hay una chica que se me acerca a plena risa, y que casi susurrando me dice que habla inglés, y que está feliz de conocerme. Abandonamos la habitación del recién nacido, y nos dirigimos a una galería, donde hay camas y un aparador lleno de vajilla para fiestas. A esta altura, ya lo sé bien: en el mundo nubio, las camas son todo. Hacen de mesas, sillás, sofás, lugar de reposo, camas en sí mismas, punto de reunión, signo de hospitalidad en abundancia. Intuyo que para alguien demasiado estructurado, este reemplazo monopólico por parte de las camas puede ser incómodo. A mí, en cambio, me cae simpático. Uno puede estar en medio de una charla seria y empezar a recostarse despacito, casi imperceptiblemente, y ponerse cómodo a sus anchas, sin que nadie se sienta ofendido, ni que la charla pierda el tono. En eso, los nubios son maestros.
Ziza me cuenta que están festejando algo así como el bautismo del bebé, y que por eso hay reunión. Me traduce las preguntas de las mujeres, que quieren saber qué hago, si estoy casada, de dónde vengo. Después del té obligatorio viene también la pregunta obligatoria, esa que con el paso de los años se hace cada vez más difícil de sortear: la corte quiere saber si tengo bebés. En un mundo donde la maternidad no es una elección sino una obligación civil, religiosa y familiar, explicar que existe otro mundo donde además de la planificación familiar hay métodos anticonceptivos, sexo prematrimonial, novios y, sobre todo, libertad de elección sobre nuestro cuerpo, es una operación quijotesca. Pero no tengo escapatoria. Simplifico y modifico la realidad explicando, Ziza de por medio, que en Argentina uno primero se casa, luego construye su vivienda, y después con todo listo llegan los bebés. El 1 2 3 de la vida le cierra a mucha gente, que nos deseas bebés futuros a lo que yo respondo con “¡Imshalla!” (si Dios quiere) y las manos extendidas hacia el cielo, mientras ruego que mi Dios no hable árabe porque de ser así no me va a alcanzar ni la vida ni el cuerpo para criar todos los hijos que me han deseado en el camino. Pero la familia de Ziza no se queda conforme con la explicación, aunque la conversación avanza. Lo noto por los cuchicheos (que paradójicamente cumplen un rol inverso: me revelan que están hablando de mí, porque aunque no entiendo lo que dicen su instinto les dicta que lo digan en voz baja). Cuando la situación se torna mucho más que evidente, Fatna, una de las mujeres de la familia, alza la voz y me hace una pregunta que más que pregunta suena a demanda. Ziza está tan avergonzada que larga la risa y su tez oscura no logra ocultar el rubor de sus mejillas. No quiere decirme. Le insisto, pero no hay caso, así que Fatna sin vergüenza se vale de gestos y se las rebusca para preguntarme si tengo sexo con Juan, y para asegurarse de que acabo de entender la pregunta, a pesar de las risas, de las carcajadas de las otras mujeres que, aunque sienten vergüenza se mueren de curiosidad por saber mi respuesta. Le digo que sí, y ella redobla la apuesta: cuántas veces por semana. Es tanto el alboroto, que no me doy cuenta sino hasta más tarde que es la primera vez que un grupo de mujeres me pregunta tan abiertamente sobre mi vida sexual. A mi respuesta, Fatna va por más, y me pregunta si el sexo es bueno, si la paso bien, si es “good good”. Le digo que sí, se ríen todas, Fatna me palmea la espalda como felicitándome. Pero las preguntas de Fatna tienen una doble función, como voy a entender pronto, porque las risas se apagan y regresa el cuchicheo y otra vez Ziza se rehúsa y entonces Fatna, túnica hasta los tobillos, sentada chinito, medias y ojotas, se señala entre las piernas y, nuevamente valiéndose de su imaginación, se hace entender claramente. Quiere saber si la de abajo me funciona. Pero no estoy dispuesta a que mi vergüenza me convierta en el centro de risas, así que doblo yo la apuesta. Sentada frente a ella, con la mejor cara de pícara posible, me señalo entre las piernas y le digo: “colo tamam” (está todo bien). Mi salida inesperada hace que las risas estallen. Son carcajadas genuinas, y Fatna me choca los cinco satisfecha: si tengo sexo, si el sexo es bueno, y no tengo problemas de salud ahí abajo, entonces tal vez sea cierto eso que digo de que no tengo hijos porque todavía no es el momento. Fatna me dice “babi badén”, tarzanizando su propio idioma para que le entienda que me está deseando un hijo futuro. Digo nuevamente “Imshalla”, alzo los brazos, y ruego que mi Dios no me comprenda.
Después viene un plato de comida, que es más bien una bandeja que colocan en el medio de la alfombra, para que todas nos podamos servir. Llevo comiendo desde esta mañana, y eso más el té con galletas, más las papas fritas frías que me trajeron antes, hace que termine de servirme antes que todas ellas. Me insisten mucho, se preocupan ante la posibilidad de que la comida no me haya gustado. Como Ziza tampoco quiere creerme que estoy llena, inflo los cachetes y agrando mi panza con las manos para que entiendan que no puedo más. Las mujeres interpretan que más que comer, lo que no quiero es engordar. Entonces una se toca los rollos de la panza y los hace bailar con las manos para la gracia de las otras. Otra mujer se descubre la túnica y me pregunta cómo puede hacer para deshacerse de los colgajos que le quedaron después de tres cesáreas: al marido no le gustan, y se lo hace saber. De repente, sin quererlo, me convertí en un gurú de belleza, y nada me da más pena que decirle que no sé, aunque si el idioma y confianza me lo permitieran lo que quisiera decirle es que es hermosa, que realmente es hermosa, y que si al marido no le gustan los colgajos que se vaya a freír churros en vez de torturarle la autoestima, que ella se merece más amor. Pero no puedo, y se me arruga el corazón. Otra me dice que tengo un cuerpo hermoso y una, que hasta ahora se venía quedando callada, suelta como quien no quiere la cosa el comentario de que mi marido es muy lindo. Me hago la tonta, porque no sé qué responder, pero ella insiste y me termina diciendo que le gustaría ser parte de mi familia. Recién entonces recuerdo que la poligamia es algo normal en Sudán, aunque sólo sea para los hombres, y que probablemente esta chica quiera convertirse en la segunda mujer de Juan y esté buscando algo así como mi aprobación. Con una sonrisa le respondo que nosotros estamos casados, y que en Argentina más de una mujer es ilegal, lo que detiene el almuerzo, las charlas y el tiempo dentro de esa galería: nadie puede creer lo que estoy diciendo. El mismo asombro que a mí me causa que ellas se casen sabiendo que ante el menor error, arrebato o lujuria el marido puede traer hasta 3 mujeres más al escenario, a ellas les causa pensar que lo nuestro es de a dos para toda la vida. Así que ya que están aprovechan a Ziza y preguntan todo: si divorciarse es legal, si los bebés nacen por cesárea, si uno puede tener sexo antes de casarse, si uno puede elegir con quién. No es la primera vez que me toca ser portavoz de una realidad que tampoco es uniforme en occidente: viajar a veces hace que termines dando clases de educación sexual, representando tu país o explicando con detalle de autopsia tu realidad hasta en los lugares más remotos.


Después de la comida Ziza me lleva a pasear por el pueblo. A cada persona que nos encontramos en el camino tengo que agradecerle la invitación a comer, porque el pueblo nubio es así: te ven, te saludan, hacen pimpollito con los dedos y se los llevan a la boca para que entiendas. No importa si lo que tienen es un surtido de huevos fritos, habas, ensalada y queso, o si apenas pueden convidarte un plato de ful (guiso de habas) con pan y dátiles de postre: lo que tienen, te lo dan. Por eso cuando Ziza me hace entrar a la casa de Hiya y la señora me recibe a los besos con sus arrugas frescas y sus ojos hundidos, yo recibo esos besos y ese abrazo con el alma abierta rogando que se me quede dentro un poquito de esa esencia preciosa, y no me da miedo pensar en donde voy a dormir, porque camas es lo que sobra en esta cultura. Y ahí mismo es, en la casa de esa mujer que se parece a mi bisabuela y que me dice que no sabe cuántos años tiene, que Juan y yo pasamos la noche tapados del viento y acostumbrados ya a los gorriones que entran y salen por los marcos que no tienen puertas, listos para seguir viaje la mañana siguiente.
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Lo que sigue después es más caminata entre campos de habas, más invitaciones a comer, más catres mirando las estrellas, más fuket. La magia que hay en esos intercambios desinteresados, el honor que representa poder ayudar al que pasa, el corazón que se pone sobre la mesa cada vez que uno se sienta en el piso y comparte la fuente, o acepta el catre bajo el cielo, o agradece el agua fresca que alguien puso en un fuket, eso es lo que hace que Nubia sea Nubia, y que uno camine con sus calles con un río de colores fluyendo por todo el cuerpo.
Hola, pareja!!!
Como me has hecho reir con que ojala que tu dios no hable arabe!!!Soy una española viajando con su marido por sudamerica (pronto dos años) y me encanta tu sinceridad cuando relatas tus experiencias viajando. Me gusta mucho que tambien nombres esas partes no tan agradables de viajar, no todo es de color rosa ni perfecto ni tiene todo que ser maravilloso todo el tiempo. Ayer comentabamos que el mundo es un asco con gente maravillosa. La situacion social en el mundo es de «apañate como puedas» y cuando estas fuera de tu pais te parece que la gente debería luchar mas por sus derechos y te preguntas pero por qué lo permiten?, sin embargo cuando te miras a ti mismo y a que es lo que uno hace por su situación en su país, ves que todos estamos limitados por la hipoteca, los miedos, los hijos,la perdida del trabajo,….Enfin que hacemos lo que podemos!!!
Seguid disfrutando y un abrazo bien fuerte desde Vilcabamba, Ecuador. Sylvia y Fran
Que nota hermosa, y que experiencia fenomenal.
Nuevamente los felicito chicos!! Que gran recorrido están haciendo!!!! Un beso grande para los dos!!!
Que placer leerte ! . Gracias !
Buenísimo el post, y ojalá que de alguna forma nos enteremos como avanza la realidad de esa zona de la que jamás se escucha.
Gracias por seguir inspirándonos a todos a viajar.
hola Laura, te sigo y viajo con uds… me encantan tus relatos… besos para los dos desde San nicolas, tu ciudad..
I am loving each and every post, Lau. So good to be able to travel with you two from a distance 🙂
Laura sos mi inspiración. Creo que puedo decir que mi hobby es leer tu blog. Gracias por iluminarnos tanto y permitirnos casi viajar con vos a través de estos relatos! Voy a informarme sobre la represa del Nilo, que increíble que suceda algo tan grave y ni nos enteremos..
Gracias por tus palabras y que sigas viajando mucho por siempre!
Un abrazo para los dos
Hola Laura. Yo estuve alli hara ya un año y tu relato me ha recordado infinidad de anecdotas. Por cierto lo peor de todo fue la experiencia de las mosquitas. Con gorro mosquetra en la cara incluido
Hola Lau. Que hermosas letras, que bellas y nuevas experiencias. Este post me hace reflexionar en que siempre debemos y aunque nos cueste estar libres de prejuicios, porque cada lugar lleva consigo a su gente, a su cultura, a sus costumbres que en bien para todos son diferentes que las nuestras porque eso es lo que enriquece la vida. Bellisimo bonita. Buenos caminos.
Muy bueno!