A pocos minutos de Medellín —lejos del cemento, cerca de la montaña— se encuentra el corregimiento de Santa Elena. La distancia en kilómetros es poca, pero el salto de dimensiones parece abismal. Los edificios terracota y los bocinazos descarriados quedan atrapados en el corazón de la ciudad y el paisaje se expande sobre un universo de flores y silencio.
Me habían hablado de este lugar hace un tiempo, pero ahora que lo veo por primera vez, me doy cuenta de que mi imaginación ni se había arrimado a la realidad. El verde de Antioquia debería tener su propio rótulo en la paleta de pintor: no se parece a otro verde que haya visto. A paso lento nos adentramos en el valle. La humedad entra por los poros, al ambiente refresca y el aire entre al cuerpo con mucha más facilidad. Y entonces empiezan los colores, las casitas paisas con puertas de madera, las macetas que cuelgas de las galerías, y las flores. Hay muchas, muchas flores. A muchos, la lluvia podría haberles arruinado el momento. A pesar de la incomodidad, a mí me gusta que esté lloviendo: el gris del cielo resalta los colores.
Entre láminas de agua llegamos a la finca de la familia Londoño, en donde nos estaba esperando Carlos para enseñarnos sobre la tradición silletera. Confieso que la primera vez que un colombiano me contó sobre los desfiles de silleteros de Santa Elena, subestimé la historia. Lo que me decía era tan maravilloso y a la vez tan desconocido que supuse que su relato era un poco exagerado, un recurso para encantar a los mochileros recién llegados. Ahora, dos años después, Carlos está a punto de probarme todo lo contrario. El oficio del silletero data de la época colonial. Sucede que las cordilleras resultaban imposibles de sortear con animales de carga por la dificultad del terreno. A falta de mulas o caballos, los hombres antioqueños tomaron el rol de transportistas. Cargando una silla de madera sobre su espalda, los silleteros transportaban desde mercadería hasta personas, llegando a soportar hasta el doble de su peso sobre sus hombros, ayudados con una faja o cinturón que colocaban en su frente para que distribuyera la carga. Además, se ayudaban con un bastón y con una linterna confeccionada con una lata vacía y agujereada y una vela —como los trayectos eran muy largos, había que hacer el viaje de noche—. Algunas ilustraciones de la época muestran caravanas de silleteros trepando la montaña.
Con el paso del tiempo el trabajo del silletero fue haciéndose cada vez más reducido. El traslado de personas quedó relegado sólo para personas enfermas que vivían en las veredas más aisladas en la montaña. Sin embargo, la topografía frenó la llegada de trenes y vehículos de carga, por lo que los silleteros siguieron transportando sus productos hasta los mercados de Medellín. Poco a poco se convirtieron en personajes típicos del paisaje urbano, siempre transportando flores y verduras traídas de sus fincas. Cuando en 1957 fueron invitados a participar de la Fiesta de las Flores, los silleteros de Santa Elena deslumbraron en el desfile con sus silletas llenas de flores. Hoy, más de cincuenta años después, el evento ha alcanzado magnitudes impensadas. No sólo son el principal atractivo de la fiesta —que tiene lugar cada 7 de agosto— sino que han sido declarados Patrimonio Cultural de Colombia.
Carlos habla claro pero muy pausado. Es la tercera generación de silleteros de Santa Elena y hace gala de su linaje mostrando su bolso de cuero, un típico morral lleno de bolsillos a prueba de ladrones. Después busca la silleta, nos la muestra desnuda, y comienza de a poco a llenarla de flores. Las calas van abajo, porque son las más pesadas. En el medio algunas aromáticas, que no tienen flores y resisten el ajetreo. Arriba algunas florcitas pequeñas y delicadas. De a poco se va armando el arcoíris de esta silleta típica. Mientras coloca las flores, Carlos nos cuesta que el desfile ha evolucionado tanto que hoy se dividen en cuatro categorías: tradicional —como la que él está armando—, monumental —que es con la que han ganado este año, una silleta gigantesca, cubierta de flores naturales, pero con marionetas que se movían con el andar del silletero—, emblemática —con los escudos de cada familia silletera—, y comercial —con logos de empresas, y la única categoría que permite que las flores sean de colores artificiales—.
Cuando la silleta está armada, Carlos la coloca y posa para la foto. El patio de su casa, con sus cortinas de nylon contra la lluvia, no es el entorno más elegante para fotografiar a un silletero. Pero sigue lloviendo y a él no me importa, y sonríe, y se muestra feliz con ese cargamento de casi treinta kilos. Ahora que lo miro bien, los silleteros bien podrían ser primos hermanos de los mochileros. ¿No son nuestras mochilas una especie de silletas donde cargamos nuestras propias flores? Tras las fotos viene el cambio de rol, y Carlos nos ofrece probarnos la silleta. No me asustan los treinta kilos, aunque prefiero no colgármelos de la cabeza, y le pido que me ayude —como suelo pedirle a Juan— a subirme la silleta en la espalda. Pesa, pero se soporta.

Nos vamos de Santa Elena todavía con lluvia. La idea de un hombre cargando en la espalda a otro hombre todavía me hace ruido. Suerte que eso ya pasó. Suerte que las espaldas de los silleteros sobrevivieron, como sobreviven las buenas espaldas a las andanzas de los pies. Suerte que este viaje me trajo hasta Santa Elena.
Este blog trip fue organizado por el Bureau de Medellín. Mantengo total control sobre el contenido.
Qué lindo nos dijeron que había que pasar por Santa Elena pero no nos dio el tiempo… habrá que volver y estar también ahí un 7 de agosto no?
besos