A ocho cuadras de mi casa están los brazos del Río Paraná. Cuando yo era chica, mi mamá me llevaba a mirar las islas que crecen en medio cuando baja el nivel del agua, y me decía siempre que a ese río ella había tenido que aprenderlo a querer con los años. Después tomaba aire fuerte con el mentón hacia arriba, como quien quiere tragarse la distancia, y se quedaba en silencio un rato largo procesando esos mismos años que le habían costado el amor. Cuando yo le preguntaba por qué tanto, a ella se le iba la poesía de la boca y se justificaba con montañas. Mi mamá nació a los pies de la cordillera, y le costó mucho llanto y adolescencia acostumbrar la mirada al horizonte vacío.
He pensado mucho en esos momentos a lo largo de los últimos años.
Ahora que soy grande y a mi mamá sus picos nevados le perdieron la batalla contra el río hace rato, me doy cuenta de que aunque mis genes vienen de los suyos, a mí las raíces me crecieron a la inversa. Yo no puedo con el horizonte tapado. Me da claustrofobia si no logro dar rienda suelta a la mirada y para sentir que soy yo, que estoy bien, que sigo siendo la misma a pesar de los cambios, necesito tener cerca el río.
***
Hay olor a casa. En el malecón de Iquitos hace un calor que se pega como sopapa, hay mototaxis colorados estacionados en las esquinas y una señora que vende frutas que mi ciudad jamás vio. En mi cuerpo hay un carnaval. Sé que estamos en la otra margen del continente, pero todo lo de alrededor, lo que se desprende, me punza la piel y los sentidos con un mensaje preciso que no puedo ignorar: hay un río cerca, y ese río huele como el Paraná. A barro, a agua turbia, a caudal rebelde, a casa.
Miro por encima de la baranda hasta donde me dan los ojos. El cielo está despejado, pero hay una sensación extraña, algo muy parecido a una isla, que no me deja saber en dónde estoy. Sí, es Iquitos, ¿pero para qué lado queda el norte? ¿De dónde viene este río? ¿Cómo fue que llegamos hasta acá? Por un momento, me desoriento. Durante casi toda mi vida, las márgenes del río me sirvieron de brújula ─si seguís el río vas al norte y llegás al Rosario, y si estás en Rosario acordate que el río pega una vuelta y acorta las calles─, y recién ahora, que no puedo ubicarlo en el mapa mental, me doy cuenta de que sin norte fluvial me pierdo.
“Igual, no voy a llegar muy lejos”, pienso. Parece mentira, pero Iquitos es la ciudad más grande del mundo inaccesible por tierra. De no haber sido por la fiebre del caucho ─esa que a comienzos del siglo XIX puso a ciudades amazónicas en el ojo de la economía ─, a Iquitos probablemente le hubiera llevado décadas de selva y de burbuja salir de la incomunicación. Hoy, que del descubrimiento de la vulcanización del latex y de la cámara neumática ya pasó más de un siglo, la ciudad cosmopolita de la selva peruana sigue debatiéndose entre el tiempo que corre a ritmo de pueblo y sus más de 400.000 habitantes. Porque sí, es la sexta ciudad más poblada del Perú, y sí, se le nota en las calles que tuvo una época dorada de mansiones y azulejos, pero en Iquitos el reloj va en cámara lenta, y aunque tenga centro y mercado y suburbios, el aire de pueblo desconectado del mundo se ensancha mucho más allá de las márgenes del río.
***
“Su cuarto es el más lindo porque tiene vista completa al río”, me dice el recepcionista o eso es, al menos, lo que le entiendo. Mientras completo la ficha del check in casi en puntas de pie sobre un mostrador exageradamente alto, el chico me habla entre dientes desde el subsuelo que es su silla, y algunas de sus palabras no logran saltar el muro. Dice algo de mosquitos, de aire acondicionado linkeado a “humedad”, y vuelve a repetir lo de la vista y el río. Escaleras arriba, mientras arrastro la mochila y siento cómo mi remera de algodón se me va pegando sobre la columna vertebral, tengo una sensación que en el cuerpo me suena a Formosa, y entonces pienso que a lo mejor, en los archivos de mi memoria, todas las ciudades que tienen un río marrón y ancho, comparten el mismo cajón. Hacía rato que no pensaba en mis días breves en Formosa, pero ahora que la memoria me los trae de vuelta a medida que lucho cuerpo a cuerpo con cada escalón, recuerdo también ese calor húmedo y pegajoso con olor a camalote que nos persiguió esa semana de marzo antes de que cruzáramos a Paraguay.
La habitación tiene, efectivamente, un ventanal de cara al Río Itaya, uno de los tres ─junto con en Nanay y el dios Amazonas─ que flanquea la ciudad de Iquitos. Un techo de chapa oxidada, un paño de media sombra y una maraña grotesca de cables cruzan el cuadro y completan el inventario de la vista al río que promociona el hotel, y que ahora ─aire acondicionado prendido a su máxima potencia─ disfruto sentada en mi cama. Las palabras “casa”, “Formosa” y “Paraná” me siguen dando vueltas en la cabeza, y a pesar del calor, la humedad y el sudor, no puedo evitar sonreír. ¿Cuál será la fuente de esa paz que me provoca el río? ¿Se puede echar raíces en el agua?
***
“Esto es un aire acondicionado natural” me dice, o más bien me grita, porque el ruido y el viento son tanto barullo, que apenas si puedo sentirlo desde la parte de atrás de su mototaxi. Tiene razón. Hay algo de libertad refrescante en este medio de transporte y aún si pudiera, no lo cambiaría por un frío artificial a motor. Así que mientras él me va contando curiosidades de su ciudad, yo veo Iquitos pasar de a ráfagas por una ventanilla que ni bien lleguemos, oficiará también de puerta.
Hoy vamos a cenar en “Al frío y al fuego”, un restaurante que se jacta de ser el mejor de la ciudad. Hay que atravesar un pasadizo conscientemente decorado a lo rústico ─pisos de troncos y lámparas donde cuelgan las escamas de pescado más grandes del mundo─, bajar unas escaleras techadas y finalmente llegar al río, ese río que no está tan lejos de la vereda pero que así, como luz al final de un túnel cool, parece todavía más apacible. Allí abajo ─donde la orilla no puede maquillarse y los camalotes traen honestamente y consigo todo eso que va a parar al Itaya─ tomamos una lancha que nos va a transportar sobre el agua hasta llegar a la construcción islote donde alguien pondrá comida en nuestra mesa. “Al fío y al fuego” es un restaurante flotante.
Hay quien se acojona al ver al guardia montar puesto en la proa ─la seguridad, como todo lo que transcurre en Iquitos, no está ajena al río─, y hay quien entiende el paseo fluvial como parte de la experiencia. Porque si el paisaje no es sublime, al menos lo es la necesidad de navegar para cenar allí, o el atardecer encendido de las siete.
─De todo lo que hay para probar, yo quiero un pescado de acá.
─Pensé que no eras muy amiga del pescado.
─Si es de río, sí.
No recuerdo el nombre del mozo que se acercó a explicar el menú, porque todas mis neuronas estaban, justamente, en esa carta. En los arroces, las cecinas, en que había un plato a base de tilapia y eso me hizo preguntarme si serían las mismas tilapias que comíamos a orillas del Lago Victoria, en Tanzania. Pensé en pescado frito, en que se me hacía agua la boca de sólo leer la descripción del ceviche y en que, también en el aspecto gastronómico, yo soy de río y no de mar. Que nunca entendí a esa gente que dice que el pescado del Paraná le sabe a barro; que prefiero mil veces un dorado a la parrilla que la mejor paella valenciana porque a mí, los mariscos, me parecen insectos de otro ecosistema.
***
Es el segundo día de este viaje amazónico, y antes de zambullirnos en la selva vamos a conocer el mercado de Belén. Vamos a comer suri ─unos gusanos regordetes y elásticos que se comen asados a pesar de la impresión─, vamos a probar brebajes contra todo tipo de mal, nos vamos a amargar al ver el tráfico de especies protegidas, y vamos a probar un tabaco fuertísimo que sirve tanto para ahuyentar mosquitos como malos espíritus de la casa. Después, cuando hayamos registrado todo es submundo folklórico y descontrolado, vamos a ir hasta el muelle de Nanay y vamos a esperar allí, sentados sobre un banco de madera desde donde se escucha el chapotear del propio río, una lancha que nos lleve hasta nuestro lodge.
─¿Ya tomaste tus pastillas antimareo?
─No, para navegar en el río no necesito nada.
El río no me da nauseas, no me sacude, no me da ganas de llorar. No necesito tomar pastillas anti nada que me droguen horriblemente y me hagan dormir con la boca abierta para aminorar el dolor o el pesar o el vómito atormentante. Para ser más precisa, de hecho, el río hasta me provoca dormir. Incluso si la lancha va rápido, si salpica el agua dulce o hace mucho ruido el motor, yo entro en un trance modo hamaca que me va llevando lentamente por los caminos del sueño. Por las dudas, me acomodo. Entre salvavidas incómodos, asientos de fibra de vidrio y los bultos de equipaje que se van formando, hago nidito en un rincón y me preparo para andar sobre el río. La lancha, que no tarda en arrancar, hace ruido a furia y pronto empiezo a ver el horizonte líquido moverse marcha atrás.
No tengo tiempo ni de cerrar los ojos. Allí adelante, el Río Nanay, que es este que estamos navegando, se une al Río Amazonas, pero las aguas no se mezclan. No estamos muy arriba pero incluso a pesar de eso las aguas de uno y de otro van haciendo remolinos bicolor, y en el agua se va formando una frontera que se desdibuja a cada instante, mitad negra, mitad marrón. Alguien se prepara y saca una foto. El lanchero dice algo acerca de la densidad, pero todo lo que yo puedo pensar en este momento es que a mí, ese no mezclar de aguas me parece una lucha. No todos los ríos son el mismo río. Me pregunto, ¿hasta dónde las aguas son capaces de sostener la división?
***
En Amak, el lodge bien cerca de Iquitos en donde nos vamos a hospedar, cada cabaña está separada por la suficiente cantidad de selva para que haya privacidad a pesar de las paredes desnudas, apenas cubiertas por telas mosquiteras. Si llueve, el ruido mojado cayendo del cielo se oye suave por sobre el techo de hojas secas de palma. Los bichos revolotean, la humedad circula, la luz es sólo de día y el agua que sale de las canillas es limpia pero es de color marrón. Es agua filtrada de río.
La primera noche ─que no me atrevo a pasar sola aunque me aseguren por todos los dioses que no hay ningún peligro─ siento que todo lo que me rodea está vivo, y que mi cabaña de tela verde es un escondite descubierto desde donde vivir la selva. No se ve nada ─el negro de la noche es casi sólido y envuelve todo─ pero se escucha por demás. Pájaros nuevos que se llaman entre los árboles, insectos de alas grandes que sobre vuelan la galería, sapos, grillos, más insectos, llovizna, más pájaros, hojas, y algo que sacude las ramas que bien podría ser un mono o un ventarrón. Todo eso apenas afuera, separado delgadamente del refugio de mi cama, mientras me tapo con el cobertor y me digo que esto, todo esto que conforma esta noche de selva viva, tiene quizás más que ver con el río que los silos y los barcos y los puertos que estoy acostumbrada a ver. No me da miedo. Arianna se hace bollito en el otro rincón de la cama y las dos nos quedamos atentas a cada ruido. Aunque no nos vemos, estoy segura de que ella también tiene los ojos grandes pegados en ese techo invisible cubierto de negro, y que también está intentando ver lo que no se puede ver, pero se sabe que está.
***
“Si se animan, y si deja de llover, más allá hay un muelle desde donde pueden tirarse a nadar”, nos dicen, mientras desayunamos y lidiamos con la humedad omnipresente. Nos vamos a tener que meter al agua, eso es seguro, pero en mi mente pospongo el momento. Porque si soy de río, si prefiero el dorado al camarón y el olor a barro al de la sal, en cuestiones natatorias este es el yan de mi yin: yo al río no me meto. Porque eso que amo es lo mismo que me repele; no ver el fondo, la sensación (des)agradable del barro en los pies, los misterios que se esconden bajo ese lecho color chocolate que abriga juncos e irupés por igual. No, no me baño en el río porque lo mío no es un amor anfibio sino más bien existencial, y porque no necesito nadarlo para sentirlo: yo a su esencia la tengo impregnada en el cuerpo más allá del H2O.
***
Dice Martín Caparrós, en su texto Mea Culpa, que “los extranjeros somos los tontos del pueblo, los que no sabemos lo que saben todos, los que nos sorprendemos de lo que no sorprende”. Hace unos días, en un taller de escritura de viajes, una señora contó que paseando por la costanera con un amigo europeo que visitaba Rosario por primera vez, el hombre quedó fascinado al ver un carguero cruzar el río en pleno horizonte. Sacó fotos. Disparó muchas veces al paisaje insólito ante la mirada atónita de Cristina que no entendía el motivo de tanta alharaca. “Es que nunca vi un barco que se metiera adentro de una ciudad”, dijo, y Cristina, y todos los que semanas después escuchamos la anécdota sentados en un café a cuadras del Parque España, nos pusimos a pensar en esos paisajes incuestionables de la vida ordinaria, en el barco metido “dentro” de la ciudad y en el río metido dentro de nuestras vidas. En la falta de sorpresa, en la cantidad de países del mundo que pasan por nuestros balcones condensados en esos mastodontes de chapa y chimenea, en todo eso que viaja de acá para allá. En mi papá haciendo trabajos para el puerto, en el marido de mi mamá trabajando en el puerto, en la tarde en que mi amiga Lala y yo nos descostillamos de la risa ante a un turista diciendo a su hijo “mirá Martín, un botecito” frente a tremendo carguero atravesando el puente.
***
A lo lejos, hace rato, vimos a una mujer lavando ropa a la orilla del río. Con las piernas abiertas y despreocupadas, hundía los pies en ese lecho fangoso que es la orilla y refregaba sin ponerse a pensar mientras dos nenes jugaban con el agua a la cintura. “Podría hacer una escultura de ella misma”, pensé, conjugando la foto de su rutina amazónica con la arcilla grisácea del borde del río. Ahora, que nuestra canoa está amarrada y que acabamos de decir el texto para la cámara, es el turno nuestro de nadar. Arianna está emocionada. No le alcanzan los músculos de la cara para hacer muecas y gesticular todo eso que cabe en el vocablo Amazonas ─su caudal, su nombre, su importancia en el mapa─. Sin rodeos se da un panzazo, y la vida toda de la naturaleza le florece en la cara en un gesto de realización. Se está bañando en el río más caudaloso del mundo y lo está disfrutando. Arturo, nuestro otro compañero de viaje, no tarda en sumarse a la corriente, y yo, que soy cautelosa y pienso en pirañas, anacondas y cocodrilos que sé que no hay, tardo un rato más hasta que me meto. Lo hago así, obligada por la circunstancias y por mí misma, con los ojos semi cerrados.
El agua está más fría de lo que hubiera imaginado. Se hacen remolinos chicos, y aunque no nos alejamos de la canoa por temor a la corriente, por momentos cuesta nadar. Pero se siente todo. No sé si es por el frío del agua que pone en alerta cada músculo si es por la conciencia de estar en donde estamos, pero el tiempo que pasamos en el agua es así: vivido. Con olor a tierra, con poder de agua que no para, con ruido de selva que merece respeto, ese mismo respeto que da decir: Yo, Laura Lazzarino, me he bañado en el Río Amazonas.
***
Hace unos días, pensando en este texto, tuve una duda existencial. El salmón, ¿es un pez de río o de mar? Según Wikipedia: “nacen en aguas dulces, migran al océano y vuelven al agua dulce para procrear. Se les atribuye la capacidad de volver al mismo sitio donde nacieron para reproducirse, y los estudios recientes muestran que al menos un 90% de los salmones que remontan una corriente nacieron en ella. No se sabe cómo se orientan, pero puede que su fino sentido del olfato reconozca la química de su río natal.” Desde mi escritorio de San Nicolás, desde la casa que queda a ocho cuadras de ese sitio en donde mi mamá se sentaba a respirar el horizonte, me emociono indescriptiblemente. A lo mejor me estoy poniendo vieja. A lo mejor después de tanto viaje, de tanto mundo y de tanto mar, esté volviendo yo a mi río natal a procrear mis letras y a luchar contra las corrientes que me cansaron en mi adolescencia y me animaron a migrar. A lo mejor no todos los ríos son el mismo río pero a lo mejor yo sí soy salmón, y ese olfato sea el que me lleva a reconocer la química en Manaos, en Iquitos o en cualquier puerto del Río Paraná.
***
-> Este viaje a Iquitos fue parte del proyecto #3TravelBloggers y contó con el apoyo de Avianca. Mantengo total control de lo que escribo (aunque a veces escriba descontroladamente).
-> Mis compañeros en este episodio fueron Arianna Arteaga Quintero y Arturo Bullard. Algunas de las fotos de este post son de su autoría.
-> Acá les comparto el episodio que filmamos. No exagero si digo que es uno de mis favoritos de esta temporada.
Me encanto este post, bello, literario, es un don como escribes y reflejas tus experiencias en los viajes. No se si hoy día tendría la valentía para meterme a un rio como lo hacia cuando era adolescente pero te leo y provoca…! 🙂 Gracias por compartirlo.
Hola!!! Cuantos dias recomiendas ir?
Yo estuve una semana y me pareció tiempo suficiente. Todo depende de lo que quieras hacer y de cuánto te quieras adentrar en la selva!
Ay, Lau, ¡que me he ido en tu viaje contigo! Yo, que soy una chopa de río en mi isla, me fui en tu historia coral y nadé en el Amazonas, pensando también en las pirañas y en las anacondas. ¡Me he transportado!
¡Qué alegría, Brenda! Le tengo mucho cariño a este post. El río siempre en mi corazón.