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Postales de Cartagena

Entramos a Cartagena por la puerta de atrás. Yo quería toparme, de repente, con la vieja muralla y encontrarme con el Mar Caribe después de casi un año de espera. Pero no. El camionero que nos traía nos dejó en una ruta desordenada, con taxis como autitos chocadores y un calor que me hizo sudar hasta el cuello. No era ésta la postal mental que tenía de la ciudad. Lejos de las fortalezas y las construcciones coloniales, nosotros llegamos derecho a lo que bien podría haber sido un bunker belga en el medio del Caribe.

Con un slip rojo como todo atuendo fuimos recibidos por Franz, un ingeniero especializado en balística cuyo sustento de vida radicaba, ni más ni menos, en la fabricación tanto de armamento como de blindaje. De fondo, música europea de los años 60 sonaba a un volumen innecesario, mientras nuestro anfitrión le enseñaba a su hijo de diez años el calibre de la AK47. Yo, estupefacta. Se presentó con una sonrisa digna de alguien que no está en calzones y tras secarse el sudor de la frente me dijo: “Así que tu apellido es Lazzarino…así se llamaba un arma que repliqué hace unos años atrás”. Como no dejaba de sonreír, supuse que en algún recoveco de su mente particular, eso debería ser percibido como un piropo, y sonreí también. Franz empezó entonces a quejarse del calor, de que la electricidad de iba de a ratos y de que en Colombia “a la gente le gusta sufrir”. Se despachó entonces en una catarsis irrefrenable en donde no hubo un solo halago para la patria de su esposa, y me vi en la obligación de asentir en silencio en vez de despacharme yo también contra su ingratitud. Después de todo, hacía sólo unas horas que nos conocíamos y no quería contradecirlo en su propia casa. Le pregunté entonces por qué se había ido de Europa, y su respuesta fue la menos esperada: “¡Porque me perseguía Saddam Hussein!”. Reí ante la sorpresa, pero la verdad es que me quería ir cuanto antes. Desde afuera, y más viéndolo ahora que ya pasó el tiempo, la situación era casi burlesca. Franz en calzoncillos rojos paseando por la casa y cantando “Bamboleiroooooo, bamboleeeeiraaaaaa”, su niño adivinando el calibre de cuanta arma el padre le desafiara, sus dos hijas adolescentes practicando el violín mientras su mujer colombiana freía patacones como abstraída del mundo, mientras la música hacía temblar las paredes. Y yo sólo podía pensar que habíamos viajado casi dos días con un calor infernal, y que mi muralla y mi Castillo San Felipe estaban tan cerca y a la vez tan lejos como cuando abandonamos Medellín. No estaba mal tener un panorama de cómo es la verdadera ciudad, que desde hace siglos se fue extendiendo mucho más allá de las murallas, pero yo tenía una sed de turista que me estaba desesperando.

Así que decidimos compartir dos días en casa de esta peculiar familia y luego emigrar para el centro histórico, y empezar nuevamente nuestro viaje por Cartagena. Y entonces sí, nos subimos a un bus que era un sauna con ruedas, y miramos por la ventanilla hasta que nuestros ojos encontraron eso que habíamos venido a buscar. Allí, frente a un mar que se pierde en la lejanía, la ciudad amurallada sigue resguardando sus edificios, aunque la magia la ha desbordado hace rato… En eso discernimos con Juan. A él no le gusta ver fotos de los lugares antes de ir, y tiene la teoría de que el Taj Mahal, Machu Pichu o la Torre Eiffel son como las celebridades del turismo: todo el mundo las conoce desde el sillón de su casa. Y he oído de mucha gente que piensa igual. A mí, en cambio, me pasa algo curioso. Cuando llego a un lugar único del que jamás oí antes, el impacto es positivo, porque siento que lo estoy descubriendo. Pero cuando llego a un sitio que ya vi mil millones de veces en la tele, la sensación que me da es la de estar dentro de un cuadro. Me impacta comprobar que eso que vi hasta el cansancio en películas, revistas y documentales es de verdad, y más aún, son mis ojos los que ahora transmiten en vivo y en directo, y es una transmisión en exclusiva para mi alma…

Eso me pasó cuando bajamos del bus y estuvimos, por fin, frente a la Torre del Reloj, o caminando sobre la muralla. Porque aunque hay muchos sitios que quiero ver desde que salimos de viaje, la cantinela de “quiero llegar a Cartagena” se volvió un hit desde que tocamos el puerto de Ushuaia. (Si lo sabrá Juan…). Un año pasó desde aquél nevado verano, y ahora nos encontrábamos caminando bajo estos famosos balcones, esquivando carruajes cargados de turistas y carritos de vendedores ambulantes de fruta. Nos encandiló el color. A esta altura, vimos ciudades coloniales preservadas, tejas rojas por doquier y calles como pasadizos, pero Cartagena me dejó muda. El arcoíris de paredes me hizo pensar en La Boca, pero el canto de las voces del mediodía no me dejó moverme lejos de Colombia. A un lado, un evangelista con micrófono portátil evocaba los cielos frente a un puñado de espectadores. Frente a él, un señor extendía un cartel en silencio, con un mensaje más contundente: “Dios no existe”. Y entre medio de ellos, una procesión de vendedores buscaban su presa sin reparo: sombreros, maracas, acuarelas, lentes de sol. Y todo se movía en perfecta combinación. La función de este gran espacio público no ha cambiado con el correr de los años, excepto por un pequeño gran detalle: si hace siglos se comerciaban esclavos, hoy son los mismos descendientes de africanos los que se lanzan a la venta de cualquier mercancía que les sirva de sustento. Son insistentes, pero me caen simpáticos.

Nos dejamos perder por la calle más evidente a seguir. Carros de madera venden frutas, el olor a mango se instala en la calle y algunos oficinistas transitan como abstraídos de la realidad, esquivando turistas. Mi sonrisa me delata: ni soy de acá y acabo de llegar. Y estoy feliz.

 

Tremendamente distinta a la imagen de los primeros días, la ciudad amurallada de Cartagena es como quitada de una postal. Tres barrios conforman la parte antigua: el Centro, donde vivía la alta alcurnia; San Diego, donde lo hacían los militares y los ricos comerciantes; y Getsemaní, hogar de esclavos y trabajadores. Al estar ubicada en un puerto estratégico, la ciudad fue atacada constantemente por piratas y corsarios, lo que obligó a la corona española a construir un sistema de defensa: murallas, fuertes, baterías y hasta una pared submarina que impidieran el fácil acceso desde el mar.

Aunque en sus orígenes la muralla rodeaba todo el espacio habitacional, con el correr del tiempo algunas partes fueron eliminadas para poder trazar avenidas. Actualmente, sólo el Centro y San Diego se encuentran rodeados de muralla, y poca gente vive allí. La mayoría de sus construcciones están destinadas al turismo, con hoteles de alta gama, restaurants internacionales, joyerías y comercios de todo tipo. Getsemaní, en cambio, mantiene su aire de barrio pese a haberse convertido en el punto de hostels y hoteles económicos. Naturalmente, hacia allá vamos nosotros.

Debido a las próximas fiestas del Bicentenario, esta parte de la ciudad está adornada con luces de todos colores que se encienden en las noches. Buena parte del barrio ha sido recuperado en cuanto a estética y seguridad, aunque algunas esquinas conservan sus burdeles y whiskerías, como aferrándose a una identidad en peligro de extensión. El aire que se respira, igualmente, es pacífico. Aquí decidimos quedarnos, y hacer base. No nos resulta difícil amoldarnos al ritmo caribeño. Mientras los gringos huyen cada noche en busca del Happy Hour más conveniente, nosotros nos refugiamos en la entrada de la Iglesia La Trinidad.

No, no nos atrapó una repentina ola espiritual. Por muy paradógico que suene, la puerta de la iglesia y su plazoleta es el lugar de encuentro de los vecinos del barrio, que parecieran emergen de las baldosas ni bien baja el sol. Entonces esta ciudad despierta. Sobre las escaleras, algunos improvisan música, otros cenan una arepa recién hecha y otros, simplemente, conversan. Sobre el tapial, varias parejas disputan partidas de ajedrez y de damas que juegan con tapitas de Postobón, la gaseosa nacional. A su alrededor, algunos vecinos observan cada partida con un fervor no propio de esta actividad. Apuestan, alientan, celebran a los gritos. Los nenes corretean, un artesano sin patria fabrica burbujas gigantes con sogas y detergente, y otros, simplemente, dejan sus tobillos descansar. Esta tampoco es la postal que tenía de Cartagena, pero la compro. Me quedo con ella porque puedo sentir cómo vibra, porque su espíritu sigue implacable, y es lógico. Aquí vivió gente que entendía la felicidad por sobre el dinero, que forjó una dureza a fuerza de esclavitud y que enraizó en estas calles su alma desarraigada de África. Esa es la semilla que floreció en los vecinos de hoy, que aún rinden culto a las tradiciones de sus antepasados esclavos. Y eso no se vende, ni se muda, ni se disfraza. En todo caso, se baila bajo el calor de la noche, en las calles de Getsemaní.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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