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Viaje a la Antártida – Día 6: Base inglesa Port Lockroy

En noviembre de 2010, y a poco meses de haber iniciado una travesía a dedo por América del Sur, Juan y yo llegamos a Ushuaia. No estaba en nuestros planes, pero un viaje a la Antártida se sumaría a nuestra aventura, convirtiéndose en el destino más increíble a donde fuimos capaces de llegar a punta de pulgar. Estos son mis relatos de aquel viaje.

Viaje a la Antártida – Día 6: Base inglesa Port Lockroy

Uno de los lugares que estábamos ansiando conocer desde que supimos de su existencia es la base inglesa de Port Lockroy. Como cada una de las paradas de esta expedición la visita a este sitio estaba condicionada por el clima, por lo que no fue sino hasta esta mañana que supimos que finalmente podríamos desembarcar allí.

A diferencia de la base que visitamos ayer, Port Lockroy no funciona como estación científica, sino como museo viviente. Estuvo abierta entre las décadas del 40 y 60, y fue ocupada de forma permanente por un grupo de 4 a 9 personas, quienes cumplían sus labores en turnos de 2 años y medio de duración. En 1962 cesó su actividad y fue reabierta recién en 1996, cuando fue restaurada. El edificio conserva sus características originales, muchas de las cuales pueden ser observadas a simple vista, incluso las provisiones que quedaron de aquel entonces.

Los recursos económicos que se emplean para la manutención de Port Lockroy provienen principalmente de los ingresos de la tienda de souvernis que podemos encontrar a la entrada – salida, y que por ser prácticamente la única en todo el recorrido, funciona muy pero muy bien.

En Port Lockroy residen actualmente 4 chicas que se dedican a la restauración y mantenimiento del lugar, y que atienden el negocio. Viven allí con las mismas comodidades que hace 50 años: no calefacción, no ducha, comida enlatada, no electricidad, no entretenimiento. Nos cuentan que están acá como voluntarias, muy felices tanto por la experiencia como por estar protegiendo un patrimonio histórico tan singular. Por razones de seguridad no cuentan con un bote, y aunque pueda sonar irónico, lo cierto es que muchas veces llegan a sentir una especie de claustrofobia por la falta de privacidad que no poder salir de allí genera. Sin embargo jamás pierden la sonrisa y resaltan, en todo momento, la importancia de la solidaridad de los guías de nuestro barco: a veces les llevan comida fresca, las dejan usar las duchas del buque o les traen cosas de Ushuaia. Estando tan aisladas remarcan la importancia de estos gestos, que no todos los buques tienen. Los cuatro concordamos en lo reconfortante que es, para cualquier viajero, recibir hospitalidad estando lejos de casa. Ellas quedan interesadas cuando les contamos sobre nuestra travesía, y les dejamos unas postales del Sahara para hacer más amena su estadía en Antártida, que si ya de por sí es dura, mucho más aún con tantas privaciones.

Habiendo visto como funciona este sitio no puedo evitar preguntarme por qué es que nosotros siempre vamos un paso más atrás. Estoy segura de que habría más de un interesado en venir como voluntario a estas tierras y marcar presencia, como ellos lo hacen, aunque sea desde un pequeño negocio de souvenirs. ¿Por qué tiene que ser que lo único que puedo comprar en Antártida como recuerdo esté hecho en Inglaterra? Es obvio que todos los turistas que pasen de visita por aquí van a querer comprar un mínimo recuerdo, ¿por qué no podemos entonces sacar también provecho nosotros y vender productos argentinos en la Base Brown, por ejemplo, que está ahí de adorno? No quiero caer en obviedades trilladas, este planteo no lo formulo porque ellos sean ingleses y nosotros argentinos. Simplemente noto que para quejarnos y exigir somos mejores que para aprovechar oportunidades y trabajar por ellas.

Regresamos para el almuerzo y a las 3 somos llamados nuevamente para embarcar en los zodiacs. Mentirosamente dudamos en ir, porque aunque parte de nosotros sólo puede pensar en recostarse y recomponerse de tanto hielo y pingüino, sabemos muy bien que dejar pasar cualquier paseo sería un pecado imperdonable. Sucede que después de unos días uno necesita aislarse un poco para procesar todo, para no caer en el fácil acostumbramiento de ver paisajes alucinantes las 24 horas del día.

Ya se nos hace normal asomarnos a cubierta y ver pingüinos nadando cerca del barco, o engolosinarnos con el rosa chicle de los atardeceres eternos sobre las montañas. Pero sabemos que este paraíso tiene fecha de caducidad, sabemos que empacharse de Antártida es una obligación con nosotros mismos y con la ruta, por lo que juntamos esfuerzos para volver a vestirnos y abordamos el zodiac.

La idea original era desembarcar en Puerto Neko, pero hubo que pasar al plan B ya que el hielo obstruyó el camino, por lo que haremos un pequeño crucero. A mí en lo personal me fascina este tipo de paseo. No solo porque uno no se cansa de navegar, casi como deslizándose en las mansas aguas, sino porque cada bloque de hielo se presenta más pictórico que el anterior. Es como si el hielo y el cielo se fusionaran, conformando una rima que va más allá de lo literario para materializarse frente al mundo. Y no hacen falta todos los colores del arco iris para asombrarse: no vemos aquí más que una blancura extrema que juega con la luz y el agua, y sin embargo nos quita el aliento.

No obstante lo que un principio se pronosticaba como un calmo paseo entre los témpanos terminó siendo la nota del día con que unos argentinos desacatados iban a tirar por la borda el tratado Antártico de paz y protección para organizar una tremenda guerra de nieve que lograría expandirse hasta casi la totalidad de los zodiacs. Que los arribeños estuviésemos separados fue la excusa para que el gomón de Carolina atacara a bolazos al nuestro ni bien tuvo oportunidad. Pero la cosa no iba a terminar ahí: lejos de lo que pudiéramos haber imaginado todo nuestro bote (jubilados alemanes y australianos incluidos) se preparó para la venganza, complotándose incluso con los otros zodiacs, que no dudaron en sumarse a la batalla y romper con tanta monotonía. Así fue como la expedición se transformó en una guerra a cielo abierto, en donde mientras los más responsables interrumpían para sacar fotos a alguna foca cangrejera, el resto aprovechaba para aprovisionar el bote de blanca artillería y volver al ataque ni bien las cámaras estuviesen guardadas. Es evidente que después de tantos días de expedición, información y formalidad es necesario romper el esquema y liberarse un poco.

Ya regresando al Ushuaia, y casi en un acto de mágica alegría, descubro en el aire un olor que me es familia, un olor que es sinónimo de hogar y domingo y que podría reconocer en cualquier lugar del mundo, pero mucho más aún en este continente carente casi de aromas propios: ¡asado! Sí, el olfato no me falla, el aire huele a patria y demuestra que cualquier lugar es bueno para tirar algo de carne a la parrilla.

Qué felicidad… Así que mientras los nórdicos recatados y molestos por el humo toman chocolate caliente alejados de la parrilla, los más osados intercalan la dulce bebida con un buen chori con chimi, dando cuenta de su completa falta de entendimiento, que anticipa un nefasto malestar estomacal. Nosotros nos dedicamos a disfrutar de esta merienda tan nuestra, engrasándonos los dedos, sin dejar de mirar el imponente glaciar que tenemos como telón de fondo, sabiendo que este será uno de esos asados que permanecerá en nuestra historia.


Si querés seguir leyendo toda la historia, acá te dejo los Diarios de Antártida.

Si estás pensando en viajar, no dejes de leer mi Guía Práctica para viajar a Antártida.

Y si te da curiosidad este lugar, podés leer «Port Lockroy: el museo más al sur del mundo»


Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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