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Pequeñas historias de grandes personas – (Capítulo II)

07 de octubre de 2010

Cuando Juan me dijo que en Bahía nos esperaba Raúl Antón, visualicé en mi mente a un hombre alto, delgado, de pelo oscuro y bigotes. Nunca se nos había ocurrido hablar sobre él antes del viaje, por lo que inconscientemente creé una idea con los pocos recursos que tenía. No sé por qué, pero asociaba su nombre al de un intelectual, un filósofo de esos con aires señoriales cuyos rostros uno imagina perfectamente impresos en algún billete o estampilla. Tal vez por el ímpetu que impone un nombre tan corto con dos acentuaciones finales, como los acordes concluyentes de un tango que son una liberación de energía tras otra, la imagen de Raúl tenía presencia firme en mi mente. Era como si alguien me dijera: “Dudás de Raúl? Acá viene el Antón! Chan, chan!” y aniquilara cualquier posibilidad de desconfianza.

Fue por todo eso, que cuando divisé a un hombre joven, de estatura media y de una contextura robusta tardé en asociarlo con lo único que sabía realmente sobre él: su nombre. Completamente alejado de la fotografía que con mi imaginación había creado, Raúl nos recibió en su casa con gran entusiasmo. Lo primero que noté cuando entré a su departamento fue una gran biblioteca del piso hasta suelo, con libros de todo tipo. Sentí un pequeño placer interno al saber que en ese punto la realidad no distaba tanto de mi fantasía…

Llegamos medio sobre la hora y mientras yo contactaba a los lectores bahienses para hacerles entrega del libro, Juan lidiaba con los 5 centavos de turno que siempre, indefectiblemente, nos faltan para el peso. Esta vez se nos habían caído los ganchitos de la abrochadora en el camino así que debíamos revolver en nuestro ingenio para hallar la manera de que el libro pudiera finalmente serlo, y entregarlo en condiciones aceptables. Y nos quedaba menos de media hora…

Pero como siempre las cosas se resuelven, esta vez unas gomitas oficiaron de encuadernación, y así fue como esa noche nos reunimos con algunos lectores para compartir una linda charla, que concluyó con la pizza de panceta más rica y menos saludable que probé en toda mi vida.

En la biblioteca de Raúl abundan los libros de algebra, economía y marketing, aunque se pueden encontrar también algunos clásicos de la literatura, libros de sociología y de filosofía. Un combo perfecto que resulta en una persona con ideas tan integradas como interesantes. Si a esto le sumamos un humor ácido pero inteligente, más una carcajada por demás de contagiosa, terminamos obteniendo charlas jugosas y comiquísimas hasta altas horas de la noche, en donde las conclusiones son tan extravagantes como certeras. Lo que más nos marcó a Juan y a mí fue su explicación simple de cómo funciona la economía aplicada a nuestro caso. Sucede que en más de una oportunidad la intriga más inquietante de le gente se reduce a la típica pregunta: ¿Pero ustedes de qué viven? Esa cuestión, que muchas veces más que una duda es una indagación con un cierto aire de recelo, no tiene una respuesta fácil. No porque tengamos algo que ocultar, sino porque notamos que mientras hablamos mucha gente nos mira con cara de total desconcierto, esperando que terminemos, para volver a disparar: ¿Pero ustedes de qué viven? Frente a esta situación, Raúl razona de la siguiente manera: “75 menos 73 es igual a 2, 5 menos 3…también es igual a 2. La gente que genera 75 pero gasta 73 en el camino, en definitiva obtiene lo mismo que el que genera 5 y gasta 3. Ustedes generan lo que necesitan para vivir, y viven bien, no es necesario ganar más. Es lógico.”

Al día siguiente Raúl nos lleva hasta Rodovía, una mega estación de servicio a la salida de la ciudad, donde nos sucede algo que jamás me había ocurrido: el gerente aplica el derecho de admisión contra nosotros. Así, deliberadamente y sin argumento coherente, nos informa que “no podemos quedarnos en la estación con las mochilas, porque dan una mala imagen para los clientes”. Ahora que lo escribo me da risa la ignorancia de esa persona, que por poseer una super estructura se cree superior a nosotros, pero en ese momento me sentí dolida. En primer lugar porque yo estaba consumiendo en el mini mercado, cosa que no le importó. Su único problema era la mochila, podía quedarme pero sin ella, lo que seguramente no hubiera ocurrido si yo tuviese una valija con rueditas. En segundo lugar, porque los clientes a los que él estaba resguardando de nuestra mala imagen eran personas trabajadoras  de clase media, pero que sin embargo se sentían incómodos ante nuestra presencia, por el solo hecho de ser mochileros… No vale la pena discutir con gente así, por lo que retuve la catarata de insultos y me limite a desearle un poco más de cultura general y de educación. No se puede renegar con gente ignorante.

Ahí nos quedamos un buen rato malhumorados por la situación y el disgusto, hasta que finalmente Jairo se apiadó de nosotros y nos acercó con su auto hasta Lugones. Teníamos intensión hoy de llegar hasta Patagones, pero viendo la hora y cómo el tráfico va disminuyendo a medida que uno se acerca al sur, vamos a llegar hasta donde podamos. Y ese hasta donde podamos resulta ser la entrada de Villalonga, en donde no conseguimos quien nos frenara y optamos por acampar. Frente a la desolación del paisaje que se mece de la mano del viento, la estación de servicio aledaña se nos presenta como única alternativa de refugio. Antes de que podamos planificar demasiado conocemos a José, camionero a bordo de un Scania, que como si de mamá gallina se tratara ofrece acomodar su nave para acobijar nuestra pequeña carpa que junto al camión multiplica su fragilidad en apariencia.

José es camionero desde chico, pero tenemos algo en común: tanto él como nosotros rompemos con el estereotipo del rótulo que llevamos. Él es un camionero peculiar: lejos de parecerse a mi abuelo Ramiro, José es obsesivo por la limpieza. Nos confiesa que no es de levantar gente en la ruta “porque tiene muchos escrúpulos” y le da asco compartir el mate, la botella o su cama con gente que no conoce. (Frente a tales declaraciones empiezo a controlar más mi actitud y la de Juan, no sea cosa de andar molestando). Nos cuenta mucho sobre su familia, la devoción por su hijo y su mujer, pero lo que más nos atrapa son los relatos sobre su trabajo, que José cuenta con un arte que cualquier profesor de historia envidiaría. Me sumerjo en sus cuentos como si de una novela se tratara, y ya ni me acuerdo que hace frío, que somos completos desconocidos o que voy a dormir en carpa. Los detalles de sus anécdotas son predecibles, pero no por ello dejan de sorprender o alarmar. José trabaja para una empresa y cumple las órdenes del patrón. Así nos cuenta como lo hacen cargar y descarga en tiempo récord, a horas insólitas, cómo los jefes lo obligan a romper con las normas de seguridad para poder agarrar más trabajo, resignando sus horas de sueño o de alimentación. Él me lo cuenta indignado, haciendo con nosotros una especie de catarsis express, que alivia un poco su merecida bronca, pero que poco resuelve en realidad.

Lo que me gusta de José (y creo que eso me incita más a seguir escuchando) es que sin lamentarse o sentir pena de sí mismo, él lo cuenta con enojo y a la vez concluye la historia con orgullo por la actitud que toma frente a las circunstancias. Él no cede, no se deja pisar, “no se casa con nadie”. Su forma de pensar es muy similar a la mía, ya que lejos de venerar el trabajo, José lo usa como una herramienta para ser feliz, pero no se entrega “´porque el bienestar de uno siempre está primero”.

José nos da las buenas noches y me despide con un consejo común, pero que viniendo de él me gratifica: “de lo que vos elegiste para tu felicidad no te arrepientas nunca”.

Lo que nos resta del camino para llegar a Madryn se hace tarea difícil, ya que la ruta parece haberse empecinado en mostrar quién manda, y cada auto que para no nos lleva más allá del pueblito siguiente, y así es como vamos avanzando de a un casillero, en este inmenso tablero que es nuestro mapa.

(Al menos me saqué las ganas de conocer Carmen de Patagones, el extremo opuesto de mi natal San Nicolás. Aunque mi ciudad le gana en tamaño, confieso que en hermosura nos quedamos muy, pero muy chiquitos)

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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