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Pequeñas historias de grandes personas – (Capítulo I)

4 de octubre de 2010

Luego de una semana en Mar del Plata sobre la cual no hay mucho que contar, excepto que conocimos a algunos lectores muy interesantes, que nos atiborramos de torta de chocolate de la mamá de Juan y que nos enfermamos espantosamente, seguimos viaje. Seguimos, o empezamos realmente, porque aunque técnicamente el viaje arrancó en San Nicolás, hasta acá la ruta venía bastante predecible.

El primer tramo entonces de esta nueva aventura arrancó en Batán, a las afueras de Mardel, en donde partimos hacia Necochea a bordo de una joya, de esas en las que da gusto viajar: un Chevorlet 400 impecable, en cuyo asiento trasero me acomodé a mis anchas mientras escuchaba los relatos de Guillermo, su conductor. Estoy convencida de que normalmente, una persona que tiene un auto con tanta energía, debería indefectiblemente ser una persona buena onda. Muchas veces esta regla tiene grandes excepciones, pero Guillermo por suerte no es una de ellas, porque no solo es apasionado de los autos antiguos, sino también de las motos, los viajes y las aventuras. Tiene diversos trabajos en su haber, casi siempre relacionados con el deporte, muchos de ellos en altos cargos. Sin embargo su humildad se transluce en cada gesto, y cada historia que compartimos parece potenciar más sus ganas de seguir viajando, por lo que ni bien llegamos a Necochea nos invita a conocer a su familia y a tomar unos mates antes de dejarnos en casa de Juan Carlos, un lector que nos espera.

No teníamos pensado parar en Neco, porque había ya gente esperándonos en Bahía, pero se nos hizo tarde y decidimos frenar. Sabíamos que en esta ciudad estaba viviendo Juan Carlos, un lector tan encantado con las aventuras de Juan, que se alistó en primera fila cuando Juan decidió seguir viajando a dedo y buscarle hogar al Americiclo (esa bici alta que Juan construyó con la idea de viajar con ella por nuestro continente). Suponía que si le mandábamos un mensaje nos iba a alojar, lo que no suponíamos es que nos iba a esperar con un asado de lujo con toda su familia. Con este comienzo, quién no quiere seguir viajando!

Personalmente tenía muchas ganas de conocerlo a Juanca. Una persona que compra una bici tan especial, definitivamente tiene que ser alguien especial, y de hecho lo es. Sus ideas sobre cómo alcanzar la felicidad son simples de escuchar, pero tal vez difíciles de poner en práctica (como la gran mayoría de este tipo de ideas). Él está convencido de que es uno quien tiene que decidir cautelosamente qué elementos y qué personas incorporar a su vida, para poder dedicarse a ellos de lleno, con plena energía. Si uno pone energía y convicción, las cosas se van a ir sucediendo de a poco, guiadas por el orden del universo que recibe nuestros pensamientos, y a la larga todo va a resultar. El dinero, claro, va a ir llegando solo de la mano de nuestro esfuerzo. Dicho así tal vez suene un poco utópico o idealista. Sin embargo me vienen ahora mismo a la mente unos cuantos chantautores que han alimentado sus bolsillos adornando estas mismas ideas, hasta proclamarse gurúes de la autoayuda… Lo admirable de Juanca, es que lejos de andar predicando por el mundo, él simplemente encontró su manera de vivir la vida, y la pone en práctica con compromiso. Yo lo escucho atentamente mientras me cuenta lo feliz que se siente haciendo feliz a otra gente, y bajo esta idea es que compró el Americiclo, o una carroza en forma de calabaza de Cenicienta para pasear a quinceañeras, o que se comprometió a embellecer su ciudad de la mano de escultores locales carentes de reconocimiento. Juanca me ve que entre frase y frase se me van ocurriendo preguntas y hasta alguna que otra objeción, pero antes de que yo pueda decirle algo me dice: “Ojo, esta es mi fórmula y a mí me funciona bien. Pero para ser feliz o encontrarle un sentido más amplio a lo que uno hace, cada cual tiene que sentarse a pensar, porque es fácil leer librito tras librito esperando que otro te resuelva la vida, pero en definitiva no hay soluciones inventadas”.

Salimos al día siguiente ya sí con la esperanza de llegar hasta Bahía, despidiéndonos de Juanca y su familia, y quedándonos con muchas ganas de pasar unos días más con ellos. Esta vez intentamos cambiar de estrategia y en lugar de probar suerte en la banquina, decidimos ir directamente a la estación de servicio y preguntar a los conductores, mapa y diarios en mano. No tenemos que hacer mucho esfuerzo, porque enseguida encontramos quien acepte llevarnos, y emprendemos entonces otro trecho en nuestra larga travesía hacia el sur en el auto de Viviana y Miguel, un matrimonio de Punta Alta. Hasta allá vamos entonces en la dimensión real, porque en nuestras charlas y recuerdos pasamos de Dinamarca a Machupicchu en un pestañeo, para luego retornar al ya tan familiar Afganistán y terminar tomando chai en la India.

Una vez en la ciudad hacemos un city tour express y terminamos en la estación de bus, donde vamos a hacer la primer trampita de viaje y tomarnos un colectivo local que nos va a dejar en Bahía. Eso sí, Villarino no puede dejar de lado su amor por lo excéntrico, y si va a viajar en colectivo lo tiene que hacer siguiendo esa línea:

Si ya de por sí no es sencillo trasladarse con las mochilas llenas de ropa, mucho menos lo es arriba de un colectivo en movimiento, donde el movimiento de personas no cesan y donde muchas veces la comprensión por la situación escasea, generando en nosotros más incomodidad por molestar que la propia ocasionada por el espacio de nuestro equipaje. Así que nos vamos bien al fondo, pero antes siquiera de poder liberar nuestras espaldas nos recibe desde el asiento de al lado Carlos, un formoseño de veintiséis años que al vernos con las mochilas se identifica automáticamente, aunque con el paso de los minutos íbamos a darnos cuenta que lo suyo lejos estaba de nuestro onírico plan de vagabundeo. Carlos había salido desde Formosa hace aproximadamente un mes con el objetivo de llegar hasta Río Grande en busca de un trabajo. Hacía diez días que estaba en Punta Alta y había tenido que rebuscárselas durmiendo en lugares públicos y comiendo en comedores. Sin embargo, pese a que todas las anécdotas que contaba se prestaban a nuestra compasión o pena por la dureza de sus relatos, Carlos no permitía que la sonrisa se le escapara del rostro. No había una sola palabra de su discurso que no transmitiera un brillo de esperanza ya que realmente estaba convencido de que en Río Grande lo esperaba una nueva vida. Pensé mientras él seguía hablando con entusiasmo, en los miles de millones de inmigrantes que con la misma esperanza dejan atrás todo para buscar una salida, en nuestras raíces italianas o españolas que venían a nuestro país para hacerse La América. Aunque la de Carlos fuera una migración interna, la amplitud y los crisoles de nuestro país hacen semejante su historia a la de quienes se mudan de patria para empezar de cero. Lo particular de nuestra tierra, es que mucha gente busque “hacerse La América” dentro de lo que podría ser toda “Una América” de riquezas, porque de hecho ya las tiene, solo que muchas veces están en pocas manos, o lo que es peor, en manos foráneas.

Todo esto reflexionaba mientras Carlos transmitía como si de Cadena Nacional se tratara, captando la atención de quienes se hacían los distraídos pero que al bajar de bus deseaban buen viaje. Lo que me quedó en la mente de todo este episodio fue darme cuenta de la grandeza sus acciones, de atreverse a cruzar el país con lo puesto más sus buenas intenciones, dispuesto a cambiar su porvenir.

Para cuando Carlos terminó su historia ya era hora de bajarnos. Nos despedimos deseando de corazón todo lo mejor en lo que resta de su camino y fuimos en busca de Raúl Antón, otro lector que nos estaba esperando, y con quien terminaría teniendo charlas por demás de interesantes. Pero eso queda para la próxima historia.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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