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Para mí – un post nacido en Posse

Las sentí venir de la misma forma en que a veces siento algunos olores: con la sorpresa de la invasión absoluta. Era la hora de la siesta, yo estaba caminando por las calles de Justiniano Posse y de repente el cuerpo parió algo distinto. O conocido, depende. Había algo en esas veredas, algo en ese aire, algo en ese pueblo cordobés que me gritaba “blog” por todos los rincones.

Blog, Laura.

Blog.

Estábamos en el centro. Mi amiga Nati ─que primero fue lectora, después alumna, después compañera de viajes, después y hoy confidente─ alternaba highlights con chusmeríos de pueblo. De la iglesia al restaurante que fue de su hermano, del cine que nunca más abrió a la casa que parece embrujada. Era la hora de la siesta, decía, y además de las chicharras en la calle no había nadie. Pleno verano. Qué esperás.

***

Hacía casi una semana que Nati me había pasado a buscar por San Nicolás. Su hija más chica, la que todavía vivía en la casa familiar, se acababa de mudar a Italia y para que la transición de nido vacío no fuera tan cruda me ofrecí a cebarle mates en la pileta. Una falacia: yo no tomo más que tereré y a ella no le gusta el agua. Nos fuimos lo mismo. Atravesamos rutas llanas; primero Buenos Aires, después Santa Fé y al final Córdoba, con esos campos de oro verde que le ganan al horizonte. Campos de casa, escribí alguna vez.

Llegamos a Posse casi casi al caer la tarde. Nati se bajó del auto y abrió la puerta de un picaportazo. De afuera se adivinaba una casa cómoda, un terreno de esos largos como los de antes y una pileta limpia todo el año. La cerradura no tenía llave. Nunca tiene llave. “Estamos llegando a otro lugar”, dije sin que nadie me escuchara.

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La primera época de este blog (y supongo que la de muchos blogs también) era, a lo que hoy en día conocemos como blog, un desastre. Pueden chequearlo si quieren. No había fotos, no había reglas, no había intención de nada. Era escribir por lo lindo que me producía verlo en una pantalla, publicar nada más que para que eso estuviera ahí. Para mí, sólo para mí.

Después la cosa fue cambiando. De un diario íntimo (qué ilusión) pasó a una bitácora, después de una suerte de experimento creativo, después aprendí de SEO y afiliados y vino Instagram y después acá estoy. Pero en el medio, en algún momento entre 2013 y 2017, hubo algo muy parecido a una primavera anatómica. Lo recuerdo bien claro y desde adentro y en todo el cuerpo. Se traducía, lisa y llanamente, en ganas de escribir. Así iba por la vida: respirando blog. No me importaba quién me leía, no me importaban las redes sociales, no me importaba si ese artículo quedaba sepultado en dos, tres, diez meses. En otras palabras, no me importaba otra cosa más que el placer de postear. Ojo: no es que yo fuese una superada. No me interesaba nada de todo eso porque ni se me cruzaba por la cabeza. Inocencia, le dicen.

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A veces me pasa que leo cosas viejas que escribí y me quedo azorada. Como cuando miro fotos de mis primeros viajes y me veo más chica y más fresca y siento la nostalgia del cuerpo ese que fue mío y que ya no me pertenece y que no va a volver nunca más.

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Llueve casi todos los días. Una mañana sacamos las bicis para ir andando hasta la casa de una clienta de Nati ─mi amiga es arquitecta─ a ver si le entró agua en la construcción. Pedaleamos hasta donde llega el asfalto. “Dejemos las bicis acá porque ese barro me da miedo, a ver si nos caemos”, me dice Nati, y estaciona la suya debajo de un árbol. Antes de que me baje se pone a caminar entre los charcos. No se sabe dónde termina el agua y dónde empieza la calle.

Mi bici es de esas que se adivinan valiosas: tiene el caño bajo y un canastito que dan ganas de llenarlo de flores. Girasoles, para ser más precisa. Dejo la mía al lado de la suya y me pongo a esquivar pozos casi por inercia. A la casa no llegamos. Doblamos la esquina pero la lluvia fue tanta que no se puede transitar, y nos quedamos en la vereda de dos casas antes. Mi amiga se autofelicita por haberle hecho subir el nivel de la entrada. Cuando volvemos las bicis están ahí, como si nunca nada. Me doy cuenta entonces de que hace quince minutos que lo único en lo que puedo pensar es en que nos las iban a robar. Debería escribir sobre esto.

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Por teléfono ─ y aunque después se contradiga yo soy testigo─ el hermano de Nati le dijo que el primer camino para ir al campo estaba firme, que se podía pasar. Que allá no había llovido tanto, pero que tuviera cuidado con los mosquitos. Con ese panorama nos subimos a la chata y mientras dejamos apenas atrás las calles de Posse, Nati me cuenta historias familiares y yo alucino roadtrip chacarero. Me encanta el campo. Me encantan los maizales hasta el techo, la camioneta que no sé manejar, la huella que se abre en ese mar verde como un surco que divide la tierra en dos.

Tardamos más en llegar a la tranquera que en quedarnos empantanadas. No era 4×4, recién me entero. Si tuviera que hacerlo me bajaría descalza, intentaría poner una madera o cavar o hacer algo para que la rueda hiciera pie y saliéramos del embrollo empoderadas y mugrientas. Podría ─o eso me gusta pensar─ pero tengo ganas de que me rescaten. Total qué apuro hay. Así que mientras Nati llama al marido que llama a no sé quién que llama al cuidador del campo de al lado, yo me hundo en el asiento salpicado de barro y espero que mi amiga corte para retomar la conversación, que me estaba diciendo algo de un tipo que era inglés y se vino a estos campos hace un billón de años y todavía hay ruinas de su casa.

Un rato más tarde vemos al tractor acercarse despacio, como un espejismo con sueño. Los manotazos están claros: el paisano y su hijo vienen espantando los mosquitos a puro cachetazo. Nos van a sacar remolcando la chata con el tractor, pero antes de hacer la maniobra, el señor le va a decir a Nati que ella no es muy…algo ─que si estuviéramos en San Nicolás podría ser “canchera”, “ducha” o “piola”─ manejando, pero como estamos en Posse usa otra palabra que no logro recordar. Que es una boluda al volante, bah, pero como también dice lo mismo de los hermanos de Nati ─y como nos está rescatando a regañadientes y a la hora de la siesta, y como mi amiga sabe que tal vez conducir no sea su mejor destreza─ se la dejamos pasar. Yo voy a lamentar no haber anotado esa palabra lo que resta de este texto.

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“Mirá que en Posse no hay nada”. Hay más disculpas que negación. Nati ─y sus hijas, y sus amigas que ven mis stories de Instagram, y la parienta que nos encontramos en el supermercado─ me lo dice diez millones de veces. No sé qué sería “haber algo”. Tampoco sé qué expectativas mías imaginan, pero en ese pueblo de soja y llanura lo primero que encuentro es paz. Paz de siesta, paz de vientito fresco, paz de sapos ─muchos sapos─ ni bien cae el sol.

─¿Y cuándo te vas de viaje?

­─Estoy de viaje ahora mismo.

Me lleva poco encontrar eso que me gustaba tanto de mi época de escuela ─de las pocas cosas, de hecho─: enero. Un enero de vacaciones, de no tener que pensar en los compromisos de nada, de casi casi no computadora, de poquísimo teléfono, de pileta, de relajar. Fluir. Quise tatuarme esa palabra muchas veces en la muñeca.

Y entonces esa “nada” se vuelve un todo. Entre la plaza de pueblo, las bicicletas sin atar y los clubes de barrio ─es casi marroquí la imagen de clubes y clubes llenos de hombres haciendo nada al atardecer─ yo encuentro ganas de escribir revividas. De las de antes, digo.

***

Una vez escribí que la inspiración era como ganas de hacer pis: hay que aguantárselas hasta llegar al teclado o a la birome, porque si largás lo que hay en tu cabeza te escribís encima. La tentación de escribirse es maravillosa, claro, porque las ideas fluyen como un río contenido que ya no se aguanta ─y, al igual que cuando uno se hace pis, el placer de largarlo todo es inconmensurable─. El asunto es que después, cuando querés reproducir, cuando te sentás a escribir con todas las ganas eso que fluyó en tu cabeza, te das cuenta de que nada nunca va a ser tan lindo como esa primera vez ─la romantización inevitable─ y entonces escribir te termina frustrando. Eso lo aprendí con los años: cuando hay inspiración lo mejor es salir corriendo, abandonarlo todo y entregarse al acto. Si no es un desperdicio.

***

Un celular molesta menos que una libreta. Lo descubrí a regañadientes: a veces la tecnología me harta. Pero, decía, la pantallita jode menos. Así que mientras la gente habla en el jardín de Nati yo miro el celular con cara de Whatsapp y anoto lo que dicen y me llama la atención. Hablar con otros mientras alguien te habla no es tan irrespetuoso como tomar nota de lo que esa persona dice. Interesante el concepto de «prestar atención».

La noche anterior había dormido en la habitación de Catalina ─que mientras yo soñaba a pata suelta en su cama individual estaba volando sola por primera vez rumbo a Europa ─. Había tormenta eléctrica. Cayó un rayo.

─La Paloma pegó un grito anoche ─dijo una de las amigas de Nati, mate de por medio a la mañana siguiente.

Por un instante, lo juro por mi vida, imaginé un ave roñosa abrir el pico y las alas para exhalar algo parecido a un chirrido de loro. Le vi los ojos rojos como globos de carnaval. Le vi el susto. No me cuadraba la jaula.

─Sí, el Mati me dijo que seguro el rayo le cayó en el patio.

Paloma es la hija de la señora que toma mate. Abro el block de notas de mi teléfono. Tengo que escribirme mi estupidez.

***

La Maia dijo que el Maico se había ido a un torneo de fútbol “con un mezclón de Dios” ─al parecer era mucha gente muy distinta entre sí─, y a mí me gustó esa frase. También me gustó cuando dijo que su amigo entraba el boliche y andaba “suricateado” a ver si encontraba a la novia celosa que por ahí no lo dejaba salir, o cuando Nati dijo que no sé quién “traficaba” con algo, para decir que hacía changas o ganaba un mango de modo poco formal. Lo de los artículos antes de los nombres propios es una blasfemia que cometemos muchos de los que vivimos en el interior. A veces, confieso, también digo La Eli o El Ari cuando hablo de mis primos con mi familia. Me pregunto qué anotaría alguien que viene de visita a mi casa y se ve desbordado por unas ganas raras e impostergables de sentarse a escribir. Qué vería, qué cotidianidades serían disparadores de qué. La mirada de los otros. Eso.

***

Gritaba “blog”, decía, y era como si el paisaje se hubiese vuelto un vitral de santuario. Todo me parecía de color. Todo me daba ganas de escribir. Todo se germinaba en mi cabeza. “Blog” y yo reverdecía por dentro porque entendía bien lo que me estaba queriendo decir. No eran ganas de agarrar el cuaderno ─de esas también tengo, y muy frecuentes─, ni ganas de postear en Instagram ─una escritura exprés, espontánea, pasajera─. Eran ganas de bloggear como antes. De escribir esas vacaciones entre asados y no hacer nada. De ponerle fotos, de dejar de lado las reglas nuevas, de verme ahí, en la pantalla. Detox de guías y de Google y de todo lo que hay que hacer según el manual ISO 2020 del buen blog. De escribir como antes, para mi propio placer, como si el tiempo fuera otro, como si nada más importara. Que al final, me pregunto, qué cosa más importa.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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