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Frecuencias Centroamericanas (3): Nunca estamos en el lugar equivocado

El viaje por El Salvador había terminado. Teníamos diez días libres antes de volver a Argentina, y yo quería mostrarle a Juan algo más de la Centroamérica hermosa que me había enamorado, de la tierra sencilla que me había convencido de ser viajera para siempre…

Hay viajes que marcan la vida de un viajero, y ese viaje para mí fue el que hice a Centroamérica en 2009. Hoy, seis años después, vuelvo a esa parte finita del planisferio para reconfirmar que eso que en su momento me hizo vibrar tanto, sigue estando ahí. Titulé esta serie como “frecuencias centroamericanas” porque viajar por esas latitudes me hace entrar en otra sintonía.

 Este post tiene muchas fotos de un lugar increíble que nos invitó a pasar una mini luna de miel. Si están planeando un viaje por Centroamérica y quieren darse un gustito, chequeen el Barefoot Cay Resort. Y vayan a la palapa por mí.

El viaje por El Salvador había terminado. Teníamos diez días libres antes de volver a Argentina, y yo quería mostrarle a Juan algo más de la Centroamérica hermosa que me había enamorado, de la tierra sencilla que me había convencido de ser viajera para siempre. Sus calles llenas de vida, su cultura acompasada, su naturaleza diligente. Quería que fuéramos viajeros en las rutas donde yo había empezado a sentirle el gustito a la mochila, y a la vez tenía mucha necesidad de encontrarnos un paraíso para disfrutar de a dos. Calculé kilómetros, grados Celsius y probabilidades de lluvia. La respuesta, inequívoca, fue Roatán, una de las Islas de la Bahía, en Honduras.

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Desde Ciudad de Guatemala hasta la temible San Pedro Sula, hay una distancia aproximada de 550 km. Básicamente, el plan era viajar todo el día, llegar a San Pedro a hacer noche, salir bien temprano rumbo a La Ceiba, y tomar el ferry de las 9 de la mañana para estar en Roatán antes del mediodía. Pero si algo había aprendido recordado en estas semanas, es que las distancias en Centroamérica no se miden en kilómetros

Parte I: la sangre es para siempre (nada puedes hacer)

Viajar a dedo con el tiempo justo ─y la ansiedad al tope─ nunca es una buena idea, así que decidimos ir en transporte público. Cruzamos la capital entera hasta llegar a la Terminal 1 de Ciudad de Guatemala, y en poco tiempo estábamos viajando con destino Chiquimula, a bordo de un bus que se movía a paso lento por curvas mejor asfaltadas de lo que recuerdo. Tres horas después nos bajamos en una esquina de esas que funcionan como terminal, donde también se bajó el resto de los pasajeros. Seguimos a la manada y nos amontonamos en una buseta en la que apenas podíamos extender la espalda. Aunque el calor no acusara recibo, noviembre es invierno en el hemisferio norte, y las tres de la tarde empezaban lentamente a preparar el atardecer. No sabía cómo íbamos a hacer para llegar a destino.

No tuvimos que esperar mucho para averiguarlo… Sentado junto a Juan, Daniel se apresuró a decirnos que el pasaje valía mucho más barato de lo que nos querían cobrar, y que tenía un camión estacionado justo del otro lado de la frontera: había tenido que interrumpir su viaje para regresar a Guatemala a darle la bienvenida a su recién nacida. Con su mujer fuera del hospital y la beba en casa, Daniel volvía a su vida de camionero. A Juan y a mí, el hombre nos pareció muy tímido para lanzar la oferta de una, pero entendimos en seguida que el dato del camión no era sino una invitación a viajar con él. “Este viaje a dedo lo saqué por telepatía”, me dijo Juan en chiste. ¿Era posible que sin proponérnoslo, incluso dispuestos a pagar como cualquier viajero, el autoestop se pusiera en nuestro camino? ¿Era casualidad? ¿O éramos nosotros mismos no pudiendo huir de lo que somos en esencia?

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La entrada a Honduras fue sencilla, y sorteando una oscuridad impenetrable logramos ubicar el camión de Daniel y emprendimos viaje hacia San Pedro Sula. Me daba pánico llegar a la ciudad de noche. San Pedro tiene la morgue más concurrida de todo Centroamérica. Yo había estado en mi primer viaje, y todavía conservaba la sensación espantosa de sus calles, la paranoia, la miradas provocadoras acechando en cada esquina. ¿Cómo íbamos a hacer para llegar sanos y salvos a cualquier hotel medianamente decente, siendo que estábamos en un camión, que no podía ir más allá de los suburbios? Una parte de mí se alegraba de haber aceptado la oferta, porque Daniel había sido espontáneo en su hospitalidad, pero otra parte sentía que por aceptar el viaje nos habíamos puesto en riesgo de quedar varados en las afueras de una ciudad evitable. Otra vez, Daniel pareció leerme la mente. “Vamos a hacer una cosa.”, dijo, rompiendo el silencio. “Este camión tiene una cama que se desprende del techo. Yo duermo ahí, y ustedes dos duermen en mi cama. Así mañana los llevo directamente a donde sale el bus para La Ceiba. Y me quedo tranquilo de que ustedes están bien”. Era como si alguien nos hubiese mandando a Daniel del cielo. No tendríamos que pisar San Pedro, ni preocuparnos por encontrar un lugar donde dormir.

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Parte II: No voy en ferry, voy en avión

No tuvimos ni que buscar la terminal, porque a las 5 y media de la mañana Daniel puso en marcha su nave, y a las 6 menos cuarto empezó a perseguir a un bus que ya viajaba a La Ceiba. Lo alcanzó en un semáforo, le tocó bocina para que nos frenara, y nos despidió a las apuradas con una sonrisa gigante en la boca. Nosotros nos subimos medio dormidos a un bus que venía medio lleno, y nos confiamos en que los 190 km. iban a pasarse antes de que se nos fuera el ferry de las 9.30. Error. Error, error, error. Voy a ejemplificar lo exasperante que puede ser un viaje simple, por una carretera lisa y asfaltada, sin curvas ni montañas ni desvíos. Juro que lo que relato pasó tal y cual: “Señor, señor, la tía tiene ganas de ir al baño”, dijo la chica sentada pasillo de por medio, señalando a una viejita coqueta que apenas miraba al frente. El chofer buscó una estación de servicio, detuvo el coche, y bajó: la tía, la chica, el hijo de la chica, y los 23 pasajeros que no tenían ganas de hacer pis pero que como el bus paraba, se bajaba lo mismo. De paso aprovecharon para fumarse un cigarro, comprarse una coca, comerse un sanguche de pollo, mirar un rato el partido de futbol repetición en el TV del maxi shop, y llamar por celular. 25 minutos después, empezaron a subir todos, uno por uno. El bus arrancó, y seguimos viaje. “Señor, señor, el niño necesita ir a un baño”, dijo, quince minutos más tarde, la misma chica. El chofer volvió a buscar un lugar donde frenar, y nuevamente se bajaron la chica, la tía, el niño de la chica y los 23 pasajeros que nuevamente no tenían ganas de orinar, pero como el bus volvió a frenar, se volvieron a bajar. A la quinta persona que dijo que necesitaba ir al baño, tuve que hacer esfuerzos inhumanos para no pararme frente al pasillo y preguntar, con toda impaciencia y curiosidad, por qué corno no hacían pis todos juntos, y se dejaban de estar gritando a cada rato. Pero no, me porté bien y me la aguanté, aun sabiendo que no había manera alguna de que llegáramos a tomarnos el ferry a horario.

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Hacía un calor espantoso, y pensar que tendría que esperar hasta las 4 de la tarde porque una docena de personas no se habían puesto de acuerdo para mear, me ponía la impaciencia de los pelos. Empezamos a pensar planes b, pero nada. Un velero no íbamos a pagar, y otro ferry no podíamos inventar. Entonces, se me ocurrió lo impensado: ¿Y si vamos en avión? En algún lugar había leído que la diferencia de precio no era tanta y, perdido por perdido, y con la paciencia en menos diez, nos bajamos en el aeropuerto. Quince minutos más tarde, teníamos nuestro boarding pass de la aerolínea Lahnsa, en mano. Habíamos pagado 3 U$D más de lo que nos hubiera valido el ferry.

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Parte III: La importancia de tener una palapa

Hasta el día en que pusimos pie en French Harbour, al norte de la isla de Roatán, yo no sabía lo que era una palapa. Teníamos una invitación del Barefoot Cay Resort, un pase de snorkel gratis y toda una recomendación sobre lo hermosos y lo “disfrutables” que eran los atardeceres en la palapa. Me dio vergüenza preguntar.

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El mediodía invernal nos recibió con lluvia, y decidimos que la mejor manera de disfrutar del lugar era tirarse en la cama, abrir de par en par las celosías del balcón, y dejar que el ruido a agua de cielo se mezclara con el ruido del agua salada del mar. Y relajar. Ahí, en ese rinconcito norte de Roatán, Juan y yo inaugurábamos nuestro paraíso mientras el invierno hacía de las suyas.

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A las 2 de la tarde la tormenta decidió pasar. El sol estalló otra vez en el cielo, y con la humedad brotando de plantas y palmeras, me animé a recorrer el caminito señalizado hasta la famosa palapa. Y entonces, la vi. Y entendí por qué tanto alboroto.

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Es un error muy común pensar que porque una isla es isla tiene que estar rodeada de playa. French Harbor tiene playas pequeñas, y muchas partes de la costa están cubiertas de roca. Por eso, la palapa me resulta un invento ideal. Es como si el mar te tendiera la mano y te invitara de una a ver todo ese universo maravilloso que habita unos cuantos metros más allá de la costa. Sólo bastan un par de antiparras y algo de coraje para dar el primer chapuzón. Después, es cuestión de flotar y decidir a dónde ir.

Así, con los ojitos achinados de felicidad, ya estoy lista para meterme al agua!
Así, con los ojitos achinados de felicidad, ya estoy lista para meterme al agua!

Tengo un rechazo casi inexplicable con todo lo que tenga que ver con buceo. No es que me de miedo, es que hay algo que me dice que no. Sin embargo, el snorkel me parece una actividad deslumbrante. Hay algo muy parecido a volar en el hecho de esta flotando sobre el límite de un mundo ajeno. Con medio cuerpo cara al sol y la otra mitad espiando hacia adentro, mientras me dejo llevar por el suave vaivén de las olas, y me concentro sólo en el ir y venir de mi respiración, siento una paz muy profunda.

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Unos cuantos metros debajo de mí, bien cerca de la palapa, hay un pez globo que vive entre los restos de una estructura olvidada y estoy segura de que debe sentirse el dueño del mar. Yo también me siento así, mirando todo desde arriba. A veces Juan y yo nadamos de la mano y nos hacemos señas inventadas para saber a dónde mirar, hacia a dónde ir, si uno quiere volver o si la cámara se quedó sin baterías. Pero otras veces cada quien explora por su cuenta y entonces disfruto de la paz en soledad de estar espiando este submundo de peces amarillos y negros, corales lilas que flotan en otra dimensión, y cangrejos que se esconden ni bien nos ven venir.

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La vida pasa a otro ritmo en el Barefoot Cay. Un día caminamos hasta el pueblo y nos volvemos con bolsas llenas de pastas y yogures y chocolates, que desayunamos y cenamos en nuestro mini departamento de cocina boutique y ventilador tropical. Otro día nos animamos a la ridiculez de la piscina y leemos novelas en español en voz alta, para un público que no puede entendernos. A veces desayunamos en hamacas bajo palmeras de ensueño, y otras nos tiramos a ver el atardecer en otras hamacas deshilachadas por el viento.

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Siempre nos dormimos con las ventanas abiertas y la sal salpicándonos la sábanas y el amor. A la playa no vamos nunca; le somos completamente fieles a la palapa. “¿Me prometés que vamos a tener una palapa en casa que nos traiga derechito a este mar de Roatán?”, le pregunto a Juan la última noche, mientras tomamos vino en el balcón, y vemos la luna reflejarse en el Mar Caribe. “Si, te prometo. La vamos a poner justo al ladito de la yurta que nos vamos a traer de Mongolia”. Y hacemos chin chin para cerrar el pacto.

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La estadía en French Harbour fue cortesía de Barefoot Cay Resort. Aunque los precios se salen un poco del nuestro presupuesto mochilero, convertidos en pesos argentinos no son más caros que los de cualquier hotel promedio en Mar del Plata. Por eso, si tienen la posibilidad de invertir un poco más en alojamiento, lo super recomiendo. Además de la famosa palapa y el entorno mágico, el hotel es el lugar perfecto para iniciarse en el buceo, o para explorar las barreras de coral. El ambiente es super tranquilo, y se puede optar por pensión completa o, como nosotros, cocinarse uno mismo.

Si desde acá quieren visitar las playas que siguen en la próxima parte del post, un taxi los puede llevar en 20 minutos, pueden alquilar un auto o, tal como hicimos nosotros, probar el autoestop isleño, que funciona muy bien!

Parte IV: Volver, perspectivas y paraísos absolutos

Los últimos dos días en Roatán nos mudamos a West End, el lado mochilero de la vida y de la isla. La lluvia no dio tregua hasta bien entrada la tarde. Fue poco lo que pudimos hacer en el día, pero volver a un lugar al que ya había visitado siete años atrás, recordar los negocios y los caminos, fue algo así como mirar fotos viejas pero en vivo y en directo.

Caminando esas mismas calles ─que ya no eran más de arena, sino que alguien las había asfaltado en nombre del progreso─, recordé que una vez, hablando sobre Centroamérica, Juan me preguntó si había algún país al que no volvería. Mi respuesta fue contundente: Honduras. No sé por qué pensaba así. Supongo que porque cuando uno viene haciendo un viaje largo y el bombardeo de estímulos es tan fuerte, lo brutalmente hermoso acapara todo, y minimiza todo lo demás. En mi borrachera viajera, seguramente Honduras no me habrá parecido tan hermoso como México, tal vez, y eso sumado a la mala experiencia que tuve en Utila más vaya a saber uno qué, hicieron que lo tachara de la lista. Ahora, que otra vez pisaba las callecitas de esta isla, que me maravillaba con la palapa y que volvía a poner los pies en este mar, la pregunta que no me podía sacar de la cabeza era cuánto podría valer alquilar una cabaña para pasar un semestre por acá.

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Nos quedamos dormidos cuando el aguacero pasó a formar parte del paisaje y nuestros oídos dejaron de sentir el ruido.

Mi amiga Arianna dice siempre que #ElCaribeTeLoDa, y en este viaje le estoy copiando mucho el hashtag. La mañana de nuestro último día en la isla, el sol hace hervir la arena. Recuerdo que en West Bay, la zona aledaña, las playas son mucho más intensas, así que cargamos todo y empezamos a caminar bordeando el mar. No sé si es porque hay una ola de cobradores de impuestos en toda la isla, o porque es temporada baja, pero buena parte de los hoteles están cerrados, y muchas de las playas semi privadas, desiertas.

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Donde encontramos un lugar que nos gusta, nos quedamos. Pero entonces aparece una pareja de catalanes que vimos ayer en la playa, y nos hacen señas de que más adelante la cosa se pone mejor. Son Noli e Iván, que viajan con su pequeña hija a cuestas. Dicen que al final de la caminata la playa es increíble. No tengo muchas ganas de caminar, y mirando a mi alrededor no imagino que tanto más increíble se puede poner la cosa. Roatán es exactamente eso que uno se imagina cuando piensa en una postal del Caribe. Así, con esas palmeras color verde limón, arena blanca y finita, mar calentito y transparente. Pero Juan ya se puso las sandalias y yo ya entendí que lo sucede conviene, que por algo pasan las cosas, que mejor me pongo a andar.

Desde West End a West Bay se puede viajar en taxi lancha por U$D 3 y 15 minutos, o se puede hacer una caminata de casi una hora bordeando la playa y subiendo alguna que otra piedra. Más allá del ahorro, la segunda opción es asombrosa. No sólo porque uno puede ir viendo cómo va cambiando el color del mar, sino porque las playas van mutando mientras uno va caminando, los paisajes cambian y la caminata se vuelve toda una aventura de obstáculos que hacen que la playa sea una verdadera recompensa. Yo me hubiese quedado bajo la segunda o tercer palmera que pasamos, pero Noli fue insistente: “vais a ver que al fin la playa no tiene comparación”. No sé si vale la pena intentar describir qué fue lo nos encontramos junto al acantilado que ponía fin al sendero…

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Así, como se ve en las fotos. Cardúmenes de peces de tres o cuatro especies nadando entre la gente. En mi cuaderno escribí:

En la Isla de Roatán, en Honduras, hay un rincón mágico donde los peces decidieron darle vuelta a las cosas, y en lugar de quedarse en los corales para que uno vaya a hacer snorkel, vienen todos en equipo para verte a vos. Esta playa se ganó el primer puesto en mi ranking de paraísos.

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Claro que cuando terminó el día no tenía un poquito de ganas de irme, claro que le insistí y le volví a insistir a Juan que pensáramos en la posibilidad de venirnos a instalar un tiempo algún día (porque finalmente averigüé más o menos cuánto cuesta quedarse y no puedo creer lo económico que sería), claro que siento que alguna vez en mi vida tengo que vivir cerca del mar y tiene que ser un mar como este (no vale un mar como Mar del Plata). Claro que sí. Y aunque muchas veces siento que tiempo no me alcanza, tambaleo entre el inconformismo de querer siempre más y la gratitud de sentirme bendecida por esta vida loca que tengo. En Roatán, en estos simples episodios entendí. Daniel nos evitó una noche en San Pedro Sula; los pasajeros meones hicieron que viajáramos en avión y llegásemos más rápido a la isla; la falta de playa abrió un mundo submarino de la mano de la palapa; dos extraños nos llevaron a la playa más linda que conocí en mi vida (y terminaron ayudándonos a conseguir pastillas gratis para la malaria, para este viaje por África que se viene). Es así, nunca estamos en el lugar equivocado.

No suelo hacer recomendaciones respecto a compras y shopping, pero esto me pareció muy interesante. Rusty Fish es un proyecto que involucra a gente local de la isla en la solución de dos problemas: el desempleo y la contaminación. Con materiales reciclados, un grupo de familias fabrican souvenires, juguetes y bijuterí que venden en varios locales desparramados por toda la isla, y son muy lindos. Además de llevarse un recuerdo único de un viaje único, el dinero recaudado ayuda a mejorar la calidad de vida de estas familias, sin intermediarios. 

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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