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Nunca en Mar del Plata

Desde la ventana del sexto piso sobre calle Rivadavia no se ve la arena. Entre la avenida y el mar parece haber florecido un jardín plástico, donde millones de sombrillas luchan por acaparar el cielo. Sólo sobrevivirá la más apta.  A lo lejos —o a lo cerca, según como sople el viento— se escucha la voz descascarada de una mujer que hace karaoke con un tema de Gilda, y que de vez en cuando deja por la mitad para poder toser en paz o fumarse un pucho a las apuradas o tomar algo de aliento. No es difícil encontrarla: es la única que baila a conciencia. La peatonal se ve como una cornisa donde cientos marchan a paso lento, cada quien en su propia letanía, aferrándose a la ilusión de descanso que 14 en días en Mar del Plata deberían representar. Por la mañana son pocos. Han reemplazado el maletín por la reposera, el sándwich por la conservadora, el subte por la arena. Siguen el mismo camino de hormiga de todas las mañanas, compran churros en la misma esquina, intentan recuperar los centímetros cuadrados donde ayer mismo tendieron su lona y se echan en el infierno con viento bajo la misma sombra de ayer. Por la tarde el malón se hace sólido. La playa se libera al unísono: hay un acuerdo tácito de volver todos a la misma hora, juntos, siempre. No han logrado una decisión unánime que los ayude a apalear el termómetro atlántico: el frío o el calor son unipersonales y ojotas y trajes de baño se mezclan con abrigos y botas, y en esa pasarela-toda-temporada se vislumbra, quizá, el único halo de libertad honesta de La Feliz.

La rutina trasladada cambia de caras cada quince días, y dura tres meses: desde mediados de diciembre cuando llegan las familias, hasta mediados de marzo, cuando los jubilados invaden lo que queda de calle peatonal. Año a año los ciclos son tan iguales, tan predecibles, que hay una estructura organizada que vive de los sobreprecios que pagan los que todos los veranos se quejan de los sobreprecios pero no cambian Mar del Plata. Cada noche, una fila de familias ultrabronceadas hace pogo en la puerta de un restaurant para poder conseguir mesa, para poder manotear algo de las heladeras del tenedor libre, mientas los más afortunados —o lo más tempraneros— gozan de su espacio personal y de su plato relleno de rabas refritas, separados del malón por un vidrio todopoderoso.

 Yo los observo. Los miro desde el balcón cada vez que un “quien te dijo que mi puerta…” invade mis pensamientos o cuando el clima de pecera de las alturas me impide elegir con astucia la ropa que llevar puesta a la calle. Cuando voy a la playa a compartir la ilusión de descansar y me encuentro a los codazos, batallando por un centímetro cuadrado de mar, los miro. Mi estadía en la ciudad de los alfajores más ricos del mundo es una contingencia. Juan nació allí, y allí vive su familia. Pero no puedo comprender qué es lo que motiva a tantos miles a repetir las inclemencias de la vida citadina en sus escasas dos semanas de pausa, el placer que parecen sentir pateando tobillos ajenos por calles casi calcutianas, amontonándose en torno a una Jack Sparrow pasado de estupefacientes o a una vieja cachusa que desde hace siglos sigue llamando la atención con un pito que suena como un gato enfurecido. “Nunca más, Norber, eh. No se puede vivir así. El próximo verano me meto en un centro de ski así me cague de frío. No se aguanta tanta gente”. Y Norber la mira resignado, porque sabe que el año siguiente los encontrará haciendo la misma fila de supermercado, en el mismo rincón trasladado de su zona de confort, rodeado de los mismos miles que se apelotonan en las veredas, buscando lo mismo que busca él. No es ni moda, ni deleite. Ni siquiera tradición. Mar del Plata es la seguridad de lo conocido. Un oasis corrompido por la muchedumbre donde los eslogans y las canciones de alpargatas ya quedaron obsoletos, pero que subsiste sin reinventarse.

Jamás comprenderé esa pasión de ave migratoria adiestrada por el instinto, que intenta siempre el mismo retorno. Menos que menos, la pasión por Mar del Plata. Seguiré, sí, disfrutando del espectáculo descoordinado que me ofrecen las ventanas del sexto piso y del videojuego mental en el que compito con los demás para llegar más rápido a la esquina, cada vez que salgo a la calle. Y si alguna vez, por esos remotos vericuetos de la vida, decido anidar y caer en mi propio espacio de comodidad, prometo que nunca, pero nunca, voy a vacacionar en Mar del Plata.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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