07 de diciembre de 2010
La postal de nuestros cuerpos encapuchados delante de una trucha de cemento gigante a la entrada de la ciudad no es de lo más conmovedora. La lluvia en Río Grande cae como delgadas bambalinas y nosotros ahí, en medio de la escena, a la intemperie, esperando. La trucha se ciñe amenazadora. Para ser el símbolo turístico de la ciudad deberían haberle hecho una mueca un poco más feliz. Miramos los autos pasar en desfile. Muchos Ford K, pocos José. Ya estamos lejos de Ushuaia, del otro lado de la cordillera y eso es notorio: falta de verde, mucho viento, mucha nada.
De repente el Ford K que nos supo llevar desde Piedra Buena hasta Río Gallegos frena y de él se asoma José, el instructor de infantería de marina a quien habíamos conocido meses atrás. Se lo ve feliz, y nosotros lo estamos. Aquella noche en que tuvimos que dormir en casa de carabineros chilenos por no llegar a tiempo a la frontera, José nos estaba esperando con la cena. Las antenas de telefonía nos dieron la espalda y a falta de comunicación no tuvimos más remedio que dejarlo plantado, llenos de impotencia. Otra oportunidad no queríamos dejar pasar, así que aprovechamos que la ruta nos llevaba hasta su ciudad y decidimos aceptar su invitación de pasar unos días en la base aeronaval donde él vive. Un lugar nuevo para agregar a la lista de lugares extraños en donde dormí.
Esta vez el K viene vacío. Revoleamos las mochilas en el asiento trasero y antes de que logremos contarle a nuestro amigo ni la mitad de las cosas que hemos vivido ya estamos entrando en la base. Juan, que sabe de mi amor por los aviones y aeropuertos, me guiña el ojo cuando llegamos a destino. El pabellón en donde vive José se encuentra a pocos metros de la pista de aterrizaje del aeropuerto local. Yo estoy fascinada. No sólo por el palco privilegiado que tenemos sino porque ahora, que ya no veo montañas a mi alrededor, noto la falta que me hacía la extensión del horizonte. Miro a lo lejos y dejo que mis retinas se pierdan en ese punto donde tierra y cielo se unen. Es extraño, pero al ver la lejanía descubierta tengo la sensación de quien logra respirar profundo luego de mucho tiempo rozando la asfixia.
Adentro, un comedor espacioso cuya decoración llegó a su climax en los años sesenta desemboca en un pasillo en cuyos laterales se encuentran los camarotes. José nos conduce hasta su morada disculpándose por la pequeñez del espacio, sin notar que nosotros dos caminamos fascinados saboreando esta nueva experiencia. ¿Cómo hubiéramos hecho para llegar a conocer un lugar como este sino nos hubiera frenado José en aquella estación de servicio, después de largos ratos de tediosa espera? El camarote es pequeño pero se compensa con una enorme ventana doble. José está estudiando para profesor de matemáticas, y entre ropa del ejército se mezclan apuntes de hojas cuadriculadas y una gran computadora donde todas las noches aparece Lili, su pareja, para saludarlo desde capital. Nos acomodamos entusiasmados. Teníamos la intención de pasar aquí una sola noche, pero considerando que es fin de semana y José no tiene más ocupación que nosotros, optamos por quedarnos con su compañía y aceptar sus servicios de guía de turismo aficionado.
José nos llevar a conocer la base, nos cuenta un poco la historia del lugar y antes de la cena promete llevarnos mañana a conocer unos bunkers utilizados en la guerra de Malvinas. Después de la cena, José despliega un catre mientras nosotros nos acomodamos en las cuchetas y medio en chiste medio en serio advierte: “Lau vos te podés levantar a la hora que quieras, pero a las ocho tenés que estás formando en el patio junto con el resto”. No es necesario que nadie me aclare que Juan hizo pública mi pasión por el sueño…
El sol intenso nos despierta y José ya nos está esperando para aprovecharlo. Los bunkers están varios kilómetros alejados y mientras luchamos con el viento para avanzar en el campo hacia los cañones antiaéreos, nuestro amigo nos cuenta de que están en proyecto de abrir esta zona como paseo, para que todos puedan conocerla. La artillería se erige silenciosa e implacable ante las ráfagas incesantes. Testigo muda de aquella época, si era ya entonces obsoleta su función actual se reduce a recordar que por allí dejó huella un conflicto innecesario. Detrás, una pequeña puerta de entrada que exige reducir al máximo la altura para poder entrar. Y una vez allí, el silencio.
El viento en este espacio no tiene cabida y aunque el estado de conservación de los refugios es óptimo, me cuesta imaginar a los soldados viviendo aquí. No somos un país de guerras, no estamos acostumbrados. Y ser clase 85 me otorga el privilegio de toda una vida en democracia, donde los uniformes son cosa de otros. Pero aquí estábamos, en lo que había sido guarida de soldados nuestros defendiendo lo que en teoría también es nuestro. Interesante desde el comienzo saber que esto existe y que sigue aquí. Porque, ¿qué sabemos de Malvinas en definitiva? Por mi parte, solo aquello que aprendimos en la escuela, repitiendo como loros, sin antes ni después. La percepción en Río Grande es diferente por la cercanía geográfica y por la implicancia histórica, y se siente.
El día continua con una visita a la Estancia Ma. Behety, una especie de casita de muñecas tamaño real, donde funciona el galpón de esquila más grande del mundo.
No pudimos ver las ovejas, pero sí lo que quitan de ellas. La lana clasificada se apila entre elegantes maquinas de origen inglés, como signos de grandeza. La amplitud del espacio carente de paredes pareciera minimizar nuestra presencia, y la imagen que hoy se nos presenta es como la calma tras la tempestad, una de balidos caóticos y trabajo incesante. Aunque no nos crucemos con mucha gente esta mañana podemos imaginar que aquí trabajan muchas personas, aunque no tantas como cuando la estancia fue fundada a principios de siglo. Los edificios que permanecen de aquella época conservan aún hoy el orden jerárquico bajo el que funcionaban. Al pasar uno puede leer con claridad “Casa de trabajadores”, “Cocina de Peones”, “Iglesia”. Los colores pasteles de sus paredes, la prolijidad de las flores y el sol intenso que baña el campo refuerzan la apariencia de barrio de Barbies terratenientes.
Por la tarde el paseo continúa por el centro de la ciudad y alejarnos del carácter militar de la estadía parece tarea imposible. Mientras que en otras localidades los cuarteles se ubican en la periferia, en Rio Grande los mismos se hallan integrados a la comunidad de manera que la vida de la sociedad no se contrapone a la vida en la milicia. José nos lleva a conocer el histórico BIM n° 5 (Batallón de Infantes de Marina), famoso por haber sido el último en rendirse en la guerra de Malvinas.Como era predecible las dimensiones del lugar están pensadas para albergar a un gran número de personas, pero en tiempos actuales el significado de la expresión coloquial “batallón” parece perder sentido. El enorme patio en donde numerosos soldados supieron formar largas filas fue quedando grande con el tiempo. Desde una esquina José nos cuenta que aquí se inició él en su profesión y a medida que señala distintos sitios nos relata cómo era la vida en el BIM cuando él era tan solo un cabo. Reconozco mi incapacidad para comprender mucha de las cosas que cuenta: los términos militares me son completamente desconocidos y varias veces lo interrumpo para que me instruya en los rangos jerárquicos. Lo que sí puedo comprender, sin embargo, es la nostalgia que siente nuestro amigo al recordar viejas épocas y a mi mente vienen las palabras del sabio Manuel Mandeb: “Todo tiempo pasado siempre fue mejor…” El paseo concluye con una visita a la costanera en donde una superpoblación de monumentos a los caídos decora el paisaje. Además de los infaltables homenajes a los soldados y al Crucero General Belgrano, encontramos un monumento tan simpático como sorprendente: junto a un soldado, una estatua de un Pastor Alemán vigila la entrada.
Y es que aunque pocos lo sepan, en ejército envió a Malvinas una dotación de casi 30 caninos, entre ellos una hembra preñada que dio a luz en medio del conflicto. Se saben que regresaron tres y uno de ellos fue incluso condecorado por salvar la vida de un soldado. José se enorgullece a cada paso y nosotros compartimos su sentimiento. Es ejemplar, más allá de los resultados, que el pueblo tenga memoria para todos.
El domingo a la tarde decidimos que ya era hora de partir. José nos dejó en la banquina y le pedimos que se fuera antes de que nos empezáramos a entristecer. Nuestra estadía en la base fue otro regalo del camino, completamente fuera de planes y digitado por la ruta. Gracias a nuestro amigo por el hermoso fin de semana en Río Grande, veremos ahora como nos recibe la 40!
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