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Viaje a la Antártida – Día 2: De mujeres en Antártida

Viaje a la Antártida – Día 2: De mujeres en Antártida

Conocido como el Infierno de los Mares, el Pasaje de Drake se apropia de los mil kilómetros que separan a la Antártida de Tierra del Fuego. Por regla general no hubo nadie que al recibir la noticia de nuestra partida desafiando al sur no concluyera su alegría con algún consejo o recomendación al respecto. No importa cuánto se haya pagado para realizar este viaje, ni el lujo del que pueda presumir la travesía, absolutamente nadie está exento de esta experiencia.

La fama que el malévolo pasaje ostenta se debe nada más ni nada menos a que este es el punto de encuentro entre tres océanos: las aguas del Atlántico, las del Pacífico y finalmente las del Antártico se unen aquí en una arremolinada disputa que se prolonga en el tiempo y que parece no tener fin. El recorrido se hace generalmente en 36 horas, aunque claro está, ello depende del humor del Drake. En el caso nuestro el capitán nos había alentado diciendo que con los vientos leves que se pronosticaban las olas no superarían los 5 metros, por lo que íbamos casi a surfear el recorrido hasta llegar a aguas calmas. Para alguien habituado a viajar por aquí decir cinco metros de olas es como si nos dijesen a nosotros que vamos a tener que esperar sólo diez minutos a orillas de la autopista Rosario – Buenos Aires, es decir, nada. Sin embargo para alguien que como yo no está habituado a vivir sobre el agua, mucho menos en de trepando las crestas, olas de cinco metros implican un continuo movimiento de carácter tortuoso, tal como viví las horas que me separaron entre continentes.

Definir el comienzo del día ya representa un problema, sencillamente porque no sé cuando terminó el día de ayer y cuando comenzó el de hoy. Por un lado porque en esta latitudes la luz engaña, pero además porque el camarote es como un enorme lavarropas del que no me puedo bajar. Así logro dormir de a ratos y en partes, con una parte del cerebro soñando enmarañadas escenas y con la otra despierta atenta a cualquier sacudón. La cena decidió huir de mi cuerpo ni bien me recosté en la cama, dando signos de que mi estómago había presentado una suerte de toque de queda inamovible.

Por el altoparlante se anuncian charlas y actividades dedicadas a instruir a los pasajeros acerca de la hisotria, la fauna y la geología del lugar. Ese es el único contacto exterior, que viene acompañado de las novedades de Juan, quien al no verse afectado por el zarandeo oficia de pregonero relatando la vida externa. Según cuentan ya se empiezan a divisar las primeras aves e invitan a los pasajeros a salir a cubierta para fotografiarlas. En mi sopor me pregunto quién diablos puede resistir ileso al movimiento y encima maniobrar una cámara con la suficiente avidez como para capturar un ave el vuelo. Juan demuestra que sí se puede. Malditos y afortunados estómagos inmunes.

En las eternas horas de cansancio que este reposo obligado encierra, el Pasaje de Drake se me presenta como una suerte de fiel y aplicado guardián, encargado de proteger a este tesoro natural que ha venido a conformar un continente. Como si de por sí no fuera ya complicado llegar hasta estos umbrales, el Drake impone una barrera natural que tercamente vela por la tierra de hielo. Me compadezco ahora de todos esos hombres que sin saber hacia dónde los llevarían sus naves se aventuraron a continuar, motivados por la ambición de llegar hacia donde nadie más lo había hecho. Escapa de la lógica suponer a tientas que aquí habría tierra, por lo que imagino la ansiedad y monotonía de avanzar literalmente sin rumbo conocido, más aún en meteorologías como estas.

Y fueron todos hombres durante muchos años, incluso mucho tiempo después de haberse descubierto el continente y de empezar a trabajar en el mismo. Esto podría parecer algo casual y hasta lógico si se tiene en cuenta que las expediciones eran ejecutadas por miembros de grupos militares, sector para aquel entonces exclusivamente masculino. “La Pequeña América –en alusión a la base estadounidense en Antártida- es el lugar más pacífico del mundo, debido a la ausencia de mujeres”- declaró en los años 50 el Almirante norteamericano Richard Byrd. Sus sexistas palabras resultaron en una fuerte protesta por parte del género, cuyas manifestantes lo estaban esperando en el aeropuerto de Dallas para hacerle saber su descontento. Me gustaría solicitarle una definición más precisa del adjetivo “pacífico”, teniendo en cuenta la guerra unilateral que tuvo lugar a comienzos de siglo entre el hombre y el reino animal, más precisamente contra las ballenas. Como siempre, y sin querer pecar como feminista que no soy, me gustaría saber cuál hubiera sido el destino de estas tierras si la humanidad hubiese estado organizada de manera inversa. Quién lo sabe.

El asunto es que las mujeres en Antártida escaseaban y no como un producto de su exclusión del mundo militar: los programas antárticos operados por muchos países tenían una prohibición exclusiva de incluir mujeres entre sus participantes. Así como lo leen. Las mujeres fueron vedadas en estas zonas durante décadas. La medida estuvo sustentada con excusas orientadas a la fuerza física, las frustraciones de índole sexual e incluso la contundente afirmación de las dificultades que presuponía proveer sanitarios separados. La influencia de las esposas de los marinos, quienes debían soportar largas ausencias confiando en el buen comportamiento del cónyuge, puede haber tenido algo que ver con la medida. Además muchos hombres se respaldaron aludiendo que las tensiones sexuales que afloran en estado de aislamiento se verían notoriamente exacerbadas si las misiones fueran mixtas. (Podríamos decir en paralelo que es el mismo preconcepto machista/ patriarcal con muchos hombres de valen de su interpretación de algunas religiones para justificar atrocidades contra las mujeres. El hombre es un animal de dos cabezas que no pudiendo controlar la inferior con aquella que reposa sobre sus hombros debe culpar al objeto de deseo). Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…

La primera mujer en poner pie en el continente fue la noruega Caroline Mikkelsen, quien desembarcó junto a su marido en 1935. Sin embargo  ─y aunque ninguna Lonely Planet de cuenta de ello─ en el año 1933 el argentino visitó las Islas Orcadas con su mujer, su hija y otras mujeres con la intención de publicar notas para la revista Caras y Caretas.

mujeres en antártida

De izquierda a derecha: Emma Soiza Reilly, Emilio Abras, Lucio Correa Morales, Emma Martínez Lobato de Soiza Reilly, Armando Pico y Juan José de Soiza Reilly. Llegados a Islas Orcadas en el ARA Pampa el 3 de febrero de 1933

El año 1947 fue icónico para las mujeres en Antártida: dos amigas se convirtieron en las primeras en pasar el invierno aquí, acompañando a sus esposos. Jackie Ronne y Jennie Darlington vivieron en la tierra del hielo por un año. Esta última quedó embarazada en la travesía y escribió años más tarde una novela titulada “Mi luna de miel antártica”. Pasarían 27 años más hasta que una mujer volviera a invernar en el continente.

En el año 1969 Estados Unidos finalmente abandonó la medida y permitió a las mujeres participar de su programa nacional antártico. Un grupo de cuatro geólogas más un matrimonio trabajaron en el hielo ese año, fecha en que Nueva Zelanda imitó la iniciativa enviando una bióloga al sur

De a poco las mujeres en Antártida fueron adquiriendo mayor participación, incluso aquellas pertenecientes a naciones más caídas del catre: Japón recién se dio por enterado en el año 1997 y envió a sus primeras muchachas a pasar el invierno a Antártida.

De todas maneras no adjudico mi debilidad estomacal a mi sexo. De tanto en tanto las novedades de Juan se vuelven más o menos nauseabundas, y recibo el reporte de otros pasajeros cuya digestión se ha visto comprometida. El protagonista principal de estas historias suele ser Fede, quien con mucha soltura me comentó ayer que no quería tomar pastillas, sino que prefería “vivir la experiencia”. Así según testimonios de mi compañero Fede se ha dedicado a vivir como si nada sucediese, sin saltearse ninguna comida aunque ello implique salir a toda velocidad rumbo a cubierta, para terminan aferrado a la baranda expeliendo lo recién ingerido. Yo no. Sabiendo que hasta levantar la cabeza compromete mi estado me quedo en la cama esperando que pase. Entre alucinaciones de aburrimiento y sueños cambiados ideo un barco donde haya al menos un piso flotante o algo así, que no se vea afectado por el oleaje y quede firme a pesar de todo. De más está decir que de física o ingeniería naval no poseo noción alguna, pero entre el malestar, las nauseas y la falta de alimento, todo me permito. Pienso en algún sistema de pesas, algo que funcione como una balanza y mantenga la estabilidad. Es un delirio completo, pero me lo permito

Por la tarde me animo a subir al bar pero no mejoro. Bautizaría a este camino como el Peaje de Drake más que el pasaje, porque como si no bastase con la importante suma de dinero que cuesta llegar hasta aquí, uno debe pagar un tributo a costa de su entereza y hacerse finalmente merecedor del blanco premio. Vuelvo a dormir, alentada por la idea de que cada vez falta menos para alcanzar aguas calmas, y por qué no también tierra


Si vas a viajar por Andalucía, no te pierdas «Con H de Alhambra».

Y si quieren saber más sobre el tema, les recomiendo este artículo de Alfio Puglisi «Los primeros turistas y las primeras mujeres en Antártida»


Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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