En el norte de Kosovo (y en el sur de Serbia) existe una ciudad que se llama Mitrovica. Mitrovitsa, como se lee, es la representación viva de todo lo que uno se imagina de Kosovo cuando piensa en Kosovo. Guerraviolenciapeligrotristezagrisdolormonoblock. Así, todo junto y atragantado, como si en Kosovo no hubiese lugar para el sol, como si fuera ese el apellido del país novato, que se declaró independiente en 2008 y que todavía carece del reconocimiento oficial del 50% del mundo. Podríamos haber iniciado nuestro viaje en Prizren, la (única) niña bonita kosovar, o en Pristina, la ciudad capital. Pero decidimos viajar al norte y empezar a vivir Kosovo en Mitrovica, esa ciudad dividida donde nada parece haberse resuelto, donde para entender hay que estar.
Cruzamos la frontera de Albania con Kosovo a pie, y antes de que nos lo imagináramos, ya estábamos arriba de un auto. El primer conductor sabía pocas palabras en inglés y no conjugaba ningún verbo, pero en esa conversación tarzánica en donde todo valía para hacerse entender, iba a enseñarme una de las primeras y más valiosas lecciones de este viaje por los Balcanes. Aquí, las fronteras traspasan las cuestiones geopolíticas. La identidad tiene más que ver con la etnia que con la nacionalidad, y ese es un factor muy importante. Nos dijo que se llamaba algo parecido a Diego, porque enseguida agregó un “like Maradona” moviendo la mano en señal de más o menos, y que era albanés. Le preguntamos de qué ciudad (habíamos pasado allí casi dos meses y teníamos una noción bastante acertada del mapa), pero entonces tuvo que explicarnos que era más bien albano-kosovar, porque había nacido de este lado de la frontera.
– So, you are from Kosovo… (Entonces sos de Kosovo…), le dije.
– Mmmm yes, Kosovo, but Albanian (Si, Kosovo, pero albanés), me dijo, para luego aclarar con las manos y la cara algo que interpreté como el tamaño de su amor por cada parte. Ganaba Albania.
Por estas latitudes las raíces son de vital importancia para entender quién es quién, para diferenciar quiénes son amigos y quiénes no, para saber a quién pedir ayuda. Por si teníamos todavía alguna duda, Diego nos mostró sus dos pasaportes, y nos dijo que aunque los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos nacieran en Kosovo, en Suiza o en Kirguistán, ellos siempre iban a seguir siendo albaneses. Después se arremangó el pullover mientras con el otro brazo seguía manejando, y como si fuésemos a ver el águila bicéfala anidarle entre las venas, se señaló con fuerza el antebrazo y nos dijo “Albania in my blood” (Albania en mi sangre).
Históricamente, el pueblo albanés está desparramado por buena parte de los países balcánicos. Hay albaneses en Macedonia, en Kosovo, en Serbia, en Bulgaria y hasta en Grecia, y ya veríamos con el correr del viaje, que esta situación de soy de acá pero soy de allá, se iba a volver a repetir. Por lo pronto, esta primera conversación nos ponía un poco en órbita. Nos faltaba, todavía, llegar a destino…
La historia de lucha de poderes entre serbios y albaneses viene desde hace muchísimo tiempo, y mientras que los primeros reclaman el territorio de Kosovo como una provincia de su propio país, los segundos se adjudican el derecho a ser independientes basándose principalmente en dos aspectos: están allí desde hace siglos y su origen y cultura es completamente diferente. Los tires y aflojes tuvieron sus altos y bajos, pero fue en el año 1963, cuando Kosovo formaba parte de Yugoslavia, que el presidente Tito les otorgó el carácter de comunidad autónoma, permitiéndoles a los kosovares volver a utilizar el albanés como lengua oficial y a implementarlo en las escuela. Las medidas trajeron paz, pero la paz duró poco. Con la muerte de Tito y la llegada al poder de Milošević, todos esos pequeños privilegios fueron eliminados, y la tensión entre kosovares y serbios aumentó hasta hacerse insostenible. El resultado fue la creación el Ejército de Liberación de Kosovo (UCK) durante los ’90, un grupo guerrillero cuyo fin era obtener la independencia de Kosovo por la fuerza y contra quien fuese necesario (albano-kosovares que no estuvieran de acuerdo con sus políticas, inclusive). Para entender un poco más, pueden leer «Esto es Kosovo», escrito por Juan.
En 1996 fue el primer ataque del UCK y desde entonces ambos bandos mataron gente a mansalva, saquearon los cuerpos de las mujeres y las casas enemigas, obligaron a una buena parte de la población a desplazarse y dejaron el territorio en ruinas. En junio de 1999 la guerra concluyó y Kosovo quedó bajo el protectorado de las Naciones Unidas y de la KFOR, las fuerzas internacionales encargadas de mantener la paz (al precio que fuese). Después de otra pila de idas y venidas Kosovo finalmente declaró su independencia en 2008. Serbia no lo admite, pero lo cierto es que en la frontera te sellan las autoridades kosovares, la moneda que se maneja no es el Dinar sino el Euro (no tiene sentido, pero así es) y las banderas que flamean aquí y allá son las de Kosovo y las de Albania.
Como en toda guerra, siempre hay alguien que sale perdiendo. Este es el caso de Mitrovica.
A estos lares nadie llega por casualidad. Uno viene a la ciudad dividida no a ver algo en particular, sino a presenciar la cotidianeidad de un lugar que quedó separado en dos, estancado en el tiempo y, lo que es peor, en los rencores. Nosotros llegamos pasado el mediodía y aunque no teníamos mapa, sabíamos perfectamente de qué lado estábamos. Había orden, había colores y hasta me atrevo a decir que había algo parecido a la felicidad. Desde los laterales de algunos edificios, los líderes del UCK miraban al horizonte en trajes de Rambo. No había estatuas de próceres a caballo sino de soldados con armas y boinas, de gente orgullosamente armada hasta los dientes, nueva en este mundo de los cuadros de honor.
Caminamos un poco entre negocios de comida rápida, vendedores de semillas de zapallo al paso y chicas bonitas que caminaban todas tomadas del brazo. Antes de que nos diéramos cuenta, llegamos al puente. Lo supimos ni bien vimos la cortina de chapa que se levantaba como una pared provisoria y urgente. Allí, del otro lado del metal, estaba todo eso que era mejor no mirar: la otra mitad de la ciudad, la parte que había perdido. De este lado, y como una provocación innecesaria, un negocio de ¿souvenirs? entronaba maniquíes que vestían remeras con el águila bicéfala, el escudo del UCK o leyendas al estilo “I’m Albanian. Don’t freak out.” (Soy albanés, no entres en pánico). Tuvimos que meternos por los pasillos del chaperío hasta finalmente desembocar en la pasarela. Un par de autos de los Carabinieri Italiani cortaban el tránsito invisible. El río Ibar corría bajo el puente con más furia que fuerza. Del otro lado, las banderas serbias flameaban a desgano.
Hace unos años, tres niños albaneses murieron ahogados en el río. El rumor de que habían sido asediados por unos adolescentes serbios que no los habían dejado llegar a la costa nunca pudo comprobarse, pero eso no importó. Hordas de albaneses enfurecidos mataron a un adolescente serbio en venganza, y las dos bestias furiosas se encontraron a ambos lados de este mismo puente. No se había visto tanto odio entre los pueblos desde los tiempos de la guerra.
Nos íbamos a alojar del lado norte. Con las mochilas a cuestas fruncimos el corazón y cruzamos. No había casi transeúntes. Bastó con llegar al otro lado del río para que la vida se pusiera gris y más que un puente parecíamos haber cruzado una frontera a otra dimensión. Se sentía en el aire que acá, todavía, no estaba dicha la última palabra.
Esa tarde dimos vueltas con Juan sin saber bien a dónde ir. Sabíamos que había una iglesia sobre la montaña y un monumento a los mineros de la época comunista, pero no habíamos venido a Mitrovica a hacer turismo. Caminamos sin rumbo durante dos días, topándonos con pintadas callejeras en los barrios del odio, y con festivales de música y hamburguesas en las calles del lado sur. Algunos policías italianos se acercaron curiosos a ver a los dos extranjeros que iban y venían al otro lado del río. Hacía tiempo que nadie cruzaba el puente tantas veces. Lo habían bloqueado con canteros y césped y bancos, y los serbios habían destrozado la calle asegurándose de que ningún auto pudiera volver a cruzar. Había una vida paralela a ambos lados de Mitrovica. Cada vez que entrábamos a un negocio debíamos recordar de qué lado estábamos para pagar con la moneda correcta, y tenía que hacer grandes esfuerzos para que no se me escapara un “Faleminderit” que un serbio pudiera tomar como una provocación. Además del rencor por haber perdido la guerra, la presencia de la policía internacional es un recordatorio diario de la opresión que sienten en el lugar que reclaman como su propio país. No se podía vivir así, y sin embargo había gente que lo hacía, incluso habiendo quedado atrapada del lado incorrecto de la ciudad.
Le pregunté al policía cómo era la vida por allí, mientras me agregaba al Facebook con su SmartPhone.
– Ah…es muy difícil. Estamos acá, pero esto es una bomba de tiempo.
– ¿Pero no hay gente que tenga….no sé…amigos del otro lado? ¿Familia? ¿Novio?
– Hay, pero son muy pocas y es muy difícil. Acá la gente no se mezcla. Y no se perdona. Esto va a estallar. Por las dudas, ustedes no crucen el puente de noche. Nunca se sabe.
Ese día una idea extraña me cruzó el pensamiento. No se puede decir Kosovo y sonreír a la vez. Quizá sea por la superpoblación de letras O, por la K inicial que tiene la fuerza de un puño cerrado, pero la boca se rehúsa y la mente no se esfuerza, porque esa tierra que nos queda lejos y que salió en la tele allá por los años noventa es un lugar triste donde puede que haya de todo menos paz, y puede que ese estigma sea para siempre. Nos fuimos tres días después de haber llegado, con imágenes tan dispares en la retina que aún hoy me cuesta organizarlas. Esto que sigue es un fragmento de lo que escribí en mi diario, en una tarde de café serbio, viendo cómo anochecía sobre el puente del abatimiento.
“Mitrovica es una ciudad triste. Tiene un río que corre con rabia o quizá es la desesperación de una herida o de querer pasar rápido para no tener que mirar. Tiene un puente de una arquitectura preciosa pero que no basta para cumplir con el mero fin que debería justificar su existencia. Es un puente que separa. Lo dicen los escombros gigantes sobre la margen norte, los pinitos inútiles que intentan simular el espanto del cemento corrompido extradimensionalmente. Lo dicen las tres o cuatro personas que cruzan por un costadito, los perros vagabundos que se rascan las pulgas en medio de lo que alguna vez fue una calle. Y lo reafirman los carabinieris italianos armados hasta las axilas que están aburridos de custodiar la olla a presión que va a estallar, aunque nadie sepa bien cuándo.
Del lado norte viven los serbios, y es como si el cielo los acompañara en su impotencia de perdedores, porque las nubes son siempre grises y están pesadas. Hay una furia sólida en el ambiente, que enlentece los pasos, saquea las almas, censura las sonrisas. Veo grafitis con esvásticas, una dominación gris y monobloquera del horizonte, una pena ineludible. La gente es en blanco y negro. No hay globos de colores, ni barriletes, ni niños, ni burbujas. En todos los bares la gente fuma como taquicardia, envicia el aire que se esfuerza por teñirse aún más de gris ─si es que eso es posible─, se habla a los gritos. Y marchan, y me duele, y decido que lo que más quiero llevarme de Mitrovica, lo que voy a guardar en una cajita color ocre para siempre, es el olor a pimiento asado, el perfume rojo del humo de las chimeneas, el aroma a hogar que dura destellos en estas veredas derrotadas.
El lado albanés es otra ciudad y parece tener un sol privado que tiene prohibido cruzar el puente (a lo mejor los carabinieri vayan a bajarlo de un escopetazo). Los edificios son modernos, tienen fachadas de colores y las banderas flamean de manera estoica. Se come lo mismo que del otro lado, pero los mozos derrochan modales y felicidad y victoria y parece que la gente baila y se regodea en su propia conquista kosovar, dándole la espalda al muro de chapa que se alza en la entrada del puente. Son dos ciudades en un mismo cuerpo, con un río que huye y un puente que separa. Y yo, que tengo el corazón sensible y lleno de flores no puedo sino sentir los cementerios de las felicidades masacradas, las penas implícitas, los otoños instalados quién sabe hasta cuándo, quién sabe hasta quién.”
Soy José he estado muchas veces en Metroviça y siempre me causó la misma sensación en ambos bandos, la tristeza es patente, como otras muchas ciudades en el mundo, Metula mitad de Israel y mitad de Libano, allí no hay puente hay alambrada de espino, amigos y familiares se hablan a través del mismo, aquí hay un puente y cuando lo pasan de un lado u otro, sacan las placas de matricula.