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Minicrónicas uruguayas (2): Detalles de Montevideo o La importancia de saber definir

Abro los ojos. No sé cuánto dormí, pero esto debe ser ya Montevideo. Venimos por un boulevard de árboles altos que trepan los cables. La luz del cielo está flojita. No deben quedar muchas horas de día. Me pregunto qué tan lejos estaremos de Playa Ramírez. Llevamos las ventanillas altas, pero no siento aire de mar.

─Nosotros vamos al shopping nuevo ─, nos dice, esperando que le demos indicaciones.

No tenemos idea de nada. Ni de dónde está el shopping nuevo, ni para dónde sopla el mar, ni la dirección donde tenemos que ir

En agosto de 2015, mi amiga Lala y yo agarramos un feriado largo, lo estiramos, nos tomamos el buque y cruzamos a Uruguay, el país más cercano a mi casa y al que, curiosamente, no había tenido oportunidad de visitar. Estos textos son el resultado de ese viaje

1. De “acá” (y de “amigo” también)

Abro los ojos. No sé cuánto dormí, pero esto debe ser ya Montevideo. Venimos por un boulevard de árboles altos que trepan los cables. La luz del cielo está flojita. No deben quedar muchas horas de día. Me pregunto qué tan lejos estaremos de Playa Ramírez. Llevamos las ventanillas altas, pero no siento aire de mar.

─Nosotros vamos al shopping nuevo ─, nos dice, esperando que le demos indicaciones.

No tenemos idea de nada. Ni de dónde está el shopping nuevo, ni para dónde sopla el mar, ni la dirección donde tenemos que ir. El chico nos mira por el retrovisor con cara de asombro. Se me ocurre que a esta altura debería existir un término más internacional que “couch”, porque decir “vamos a lo de un amigo pero no sabemos dónde vive ni con quién (a veces ni sabemos el apellido)” lleva siempre a preguntarse qué clase de amigo es ese, si es que de verdad es un amigo o, lo que es peor, si realmente nosotros somos las dos chicas juiciosas que aparentamos ser. Todo lleva siempre a dar explicaciones de explicaciones de explicaciones. Nadie queda conforme nunca. Esta vez el chico parece no tener ganas de preguntar.

─Desde acá es cerca. Unas quince cuadras caminando.

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No me queda claro si el acá es acá mismo, ahora, y esas quince cuadras van aumentando a medida que el auto avanza, pero supongo que si sabe que venimos cargadas y que pensamos hacer todo a pie, es porque ese acá se refiere al shopping. Me reclino en mi asiento a mirar el cielo por la ventanilla. Es la primera vez que vengo a Montevideo, y no sé si será porque estamos cerca, porque somos vecinos, porque no puedo distinguir el acento uruguayo del argentino o porque el clima es igual acá que en casa, no me siento lejos, ni fuera, ni ajena. Es raro.

Cuando el chico logra meter el auto en el estacionamiento, nos ayuda a bajar las mochilas y se despide apresuradamente. Vuelve a insistir con que no estamos lejos, así que subimos por la rampa animadas, listas para empezar a caminar. El entusiasmo dura poco. En una esquina hay un mapa al que alguien se olvidó de ponerle el “usted está aquí”, pero nuestro sentido de la orientación nos ubica de un cachetazo. Playa Ramírez queda como a 5 kilómetros del shopping. Le preguntamos a uno que pasa con el termo bajo el brazo. “Esta lejiiiiiiiiiiiiiiiisimo”, dice, o creo que dice, porque las i se le estiran a medida que sigue caminando, y los 5 kilómetros me parecen más distantes aún. Otro nos dice que nos tomemos un colectivo, que llegamos rápido. Y uno más nos indica que más allá está la parada.

En este viaje estoy inaugurando teléfono. No es un detalle menor, si tenemos en cuenta que llevo sobrevividos 30 años con la habilidad de no poder ser localizada en cualquier tiempo y lugar. Los llame ya no van conmigo, pero en esta guerra me rendí, y no porque hubiese perdido muchas batallas. (No sé cuánto me va a durar). Así que cuando internet no anda y no podemos ubicar al couch, nos metemos en el shopping y recurro al mismo recurso de toda mi vida viajera: pido prestado un teléfono o pago por una llamada. Nunca me dicen que no. Las chicas del puestito de jabones aromáticos tampoco entienden eso del amigo al que nunca le vimos la cara, pero no preguntan. Media hora después, estamos bajando muy cerca de Playa Ramírez.

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2. De “imprescindible”

Las escaleras que nos llevan hasta la casa de Fernando son bien empinadas y en caracol. Vamos subiendo medio arrastrando los pies, y cuando por fin llegamos al tercer piso, Fernando nos indica que dejemos las cosas en el sillón, y nos hace un breve recorrido por su departamento minúsculo. Está un poco despeinado y por lo que alcanzo a ver desde el sillón, estaba acostado hasta que le tocamos timbre. Dice que tiene resaca, que no se acordaba de que íbamos a llegar hoy, pero que está contento de que hayamos llegado lo mismo. Después conversamos un poco. Quedan pocas horas de luz, y la panza me recuerda que no probamos bocado desde la mañana. Entonces le preguntamos a Fernando para dónde ir. Sé que estamos cerca de la rambla, pero no tengo idea qué ni dónde podemos comer algo.

─¿Tienen un mapa?

─No.

─¿GPS?

─ Tampoco.

─¿Y un teléfono que ande?

─Sí, pero sólo son Wi-FI

─Ustedes están chifladas.

─También. ¿Nos indicás cómo llegar hasta la rambla desde acá?

Fernando se agarra la cabeza y señala las paredes de su casa como puntos cardinales. No puede entender cómo hacemos para vivir, mucho menos para viajar “sin las cosas imprescindibles”. Me da vergüenza decirle que nunca tengo nada de lo que me pidió porque temo que piense que estoy presumiendo, pero es la verdad. Hasta ahora, nunca me morí.

3. De “caro”

No había estado nunca, pero ya sabía que Uruguay era caro. Eso te lo dice todo el mundo. “Es hermoso, pero es de caaaaaro.” Yo siempre pensé que no debía ser para tanto. Sí, caro si vas a un hotel, caro si te sentás en un restaurant, caro si viajás en la primera de Buquebus. Supuse que si  habíamos podido sortear los precios islandeses, Uruguay no podía ser tan complicado. Todavía no había entrado al supermercado.

Bajamos por la calle de Fernando hasta dar cara a cara con el mar, y aunque hacía horas que veníamos viajando y estábamos cansadas y con mucho hambre, y eran casi las seis de la tarde, sentí que habíamos llegado a la meta, que la rambla ancha y el viento de mar (que más que mar parecía un río con olas) eran una meta cumplida. Me sentí instantáneamente feliz. Feliz del viaje, feliz de Lala. Caminamos un rato esquivando gentes y termos, hasta que nos dimos cuenta que en la rambla no había más que rambla y mar (y más gentes y más termos) y decidimos cruzar la vereda en busca de alimento. En una esquina encontramos un super y nos metimos como flechas. Siempre cuento que entrar a un supermercado en otro país es una de las aventuras cotidianas que más me gusta. No soy de antojarme (demasiado) pero me encanta bucear entre las góndolas, ver cómo exponen los productos, a qué le dan más importancia. Siento que si se mira con detenimiento se pueden sacar varias conclusiones sociológicas dentro de un supermercado. Así que soy de las que cuelga. Mal. En Uruguay no encontré mucha diferencia, pero colgué un poco lo mismo. “¡Ay, mirá! ¡Tienen yogur con dulce de leche!” “¡Donas, amiga! ¡Tienen donas!” Pero el entusiasmo duró poco. Si divido esto por 1,5 y esto lo divido por 28,4 no, no puede ser.

#Amor. Lo de delicioso es literal. Lo de integral. todavía no lo entiendo.
#Amor. Lo de delicioso es literal. Lo de integral, todavía no lo entiendo.

─Amis, haceme las cuentas porque con los números son mono con navaja.

─Si, amis. Estás calculando bien. 30 pe cada empanada.

T-r-e-i-n-t-a-p-e-s-o-s-a-r-g-e-n-t-i-n-o-s-c-a-d-a-e-m-p-a-n-a-d-a. Y se me terminó la emoción. “Esto es más caro que Islandia” “Nos vamos a morir de hambre” “Compremos maní” “¡Weee tienen Maruchán, estamos salvadas!”. En medio de esas góndolas llenas de cosas ricas frente a nuestra panza llena de hambre voraz, empecé a sentir cómo la economía de guerra me trepaba por los tobillos, subía mis piernas, me oprimía el corazón, la panza y se quedaba con mi billetera, dejándome ahí petrificada sin saber qué comprar. No es que pretendiera hacer de este también un viaje con U$D 5 diarios, pero tampoco quería dejar la vida. Por suerte, sabía bien que con Lala podía contar, así que compramos una tortilla de papas chiquita, una bolsa de maní, dos sopitas Maruchán (de esas que son tan transgénicas que dicen ‘sabor a res’ y aclaran al lado ‘no contienen producto de res’ y que se hacen agregando agua caliente nomás) y dos donas de postre. Salimos a la vereda y cuando estábamos por enfilar para la rambla, oímos que los tambores se acercaban por la calle hacia nosotras. Así que ahí nomás encontramos un banquito de plaza, ahí nomás desplegamos el picnic y ahí nomás nos sentamos a cenar tarta de verduras con maní mientras la murga ensayaba en la esquina y un fueguito improvisado calentaba los tambores. Con la panza llena me olvidé de la economía de guerra y me acordé de esa vez en Costa Rica que entramos a un McDonald´s con un melón que habíamos comprado en la playa, y después de la hamburguesa pelamos bolsa y cuchillo de camping y nos comimos todo el melón ahí, al lado de Ronald. Qué cajita feliz ni ocho cuartos, la felicidad está en comer en la vereda, en clavarse un puñado de maní arriba de una tarta desabrida para encontrarle sabor, en atragantarse con una dona llena de chocolate mientras la murga ensaya, sabiendo que la persona que tenés ahí enfrente sentada como chinito es tu amiga, que te conoce desde que ibas a la facultad con unos aros que te llegaban hasta la rodilla porque te encantaba disfrazarte de hippie, y armaba mapas de los viajes que iban a hacer juntas un día cuando terminaran la facultad, esos viajes que hacen ahora cada vez que pueden, y se anima a hacer dedo porque tu amiga no se le achica a nada, y le da lo mismo pelar un melón, tomarse una sopa refritada o comerse una empanada porque sabe que lo lindo está en la calle, en viajar juntas, en reírse de sus billeteras flacas. ¿Caro? ¡Caro está el kilo de cebollas! Comer en un banco de plaza cualquiera al compás de los tambores no se sirve en ningún restaurant. Y no tiene precio.

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4. De “feria”

Pregunté en Facebook qué no me podía perder de Montevideo y me llovieron las respuestas. Estaba vaga, reconozco, y tenía ganas de que alguien me dijera: hacé acá, andá allá. Del intermedio me iba a encargar yo junto con mis pies, como hago siempre: iba a caminar, iba a sacar fotos, iba a pasear sin rumbo fijo. Pero si ya de por sí íbamos con poco tiempo, mejor aprovechar, y mejor aún si los consejos vienen de gente que sabe. La lista debajo de mi posteo se hizo larga y yo tomé nota. No fui la única. Mi tía me dijo: “¡Ay, Lau! ¡Ahora yo también quiero ir a Uruguay! ¡Quiero conocer esa feria!”

Pausa.

La feria en cuestión es Tristán Narvaja, y es una de las postales más típicas que Montevideo. No hubo nadie que no me la recomendara. Así que por las dudas me guardé unos pesos, a ver si todavía me cruzaba con algo en algún puestito que me tirara los brazos diciendo “llevaaaaame, lleavaaaame” y yo no tuviera con qué comprar. Error de principiante básico fue lo mío. Si en Bolivia te dicen “bus cama”, vos asumís que puede que te encuentres con un asiento apenas reclinable y una frazada prestada, no como en Argentina. Si en Colombia te dicen “ceviche” sabés que el pescado va a estar cocido y servido con ketchup, nada que ver a Perú. Pero ya que nosotros estamos tan cerquita, yo pensé que “feria” era lo mismo allá que acá y me fui esperando encontrar un montón de puestos llenos de artesanías o ropa de diseño o comida orgánica. Y no. No, no, no y no. En la primera esquina un tipo vendía pececitos de colores y otro zamarreaba unos caniches junto a un cajón de mandarinas. Había quesos, baratijas chinas, un chino que vendía comida nada barata, otro que ofrecía espejos, uno que había sacado los muebles viejos de su casa y probaba suerte a ver si alguien se los llevaba. Había libros y discos viejos, sí, pero Tristán Narvaja me pareció un mercado más tirando a La Salada que a la feria que yo tenía en mente.

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Curioseamos, esquivamos gente a codazos, no nos detuvimos más de dos minutos en ningún puesto. Y cuando ya nos estábamos por volver, vino la magia a salvar la tarde, esa magia que de ningún modo podía entrar en mi imaginación, porque las sorpresas de Uruguay no las había visto nunca antes. Nos quedamos con una sonrisota de oreja a oreja. Al hombre de la esquina derecha, no le pude sacar los ojos en ningún momento.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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