• Menú
  • Menú

Los peligros de viajar a Albania

“Te lo digo yo, Juan, que hace años que vivo en Milán. Los albaneses son peligrosos”. Lo dijo golpeándose el dedo índice contra la mesa, como queriendo martillar el prejuicio hasta dejarlo incrustado. No tenía que haber dudas: cruzar el Adriático hacia uno de los países más pobres de Europa era un peligro inminente.

¿Pero cuáles eran los peligros de viajar a Albania? En este post un compilado de historias producto de viajar a dedo durante casi dos meses por allí, un catálogo para elegir respuestas la próxima vez que alguien nos hable mal de este país.

(Si sos de las personas que entra acá esperando un “sí” “no” “blanco” o “negro” y no tenés ganas de leer todo hasta el final, hoy estoy buena: para saber sobre los peligros de viajar a Albania podés mirar las fotos y leer el último párrafo. Eso sí: vas a perderte historias muy interesantes, de esas que te gustaría que alguien te contara. Después no digas que no te avisé).

peligros de viajar a Abania

peligros de viajar a Albania
Hola, estamos acá.

Linda, linda, linda o el secuestro inverosímil

Llegamos a Durrës bien temprano por la mañana y ni bien conseguimos un mapa del país nos fuimos a la ruta. Teníamos que llegar a Qeparo para el Hitchgathering, y no teníamos mucho tiempo de explorar la zona. Sin embargo, fue poner un pie en la costa y enamorarse perdidamente de las playas albanesas: un mar perfecto, costa de piedra y unos precios mucho más amigables que en Italia. Hacer dedo en Albania es muy sencillo: no sólo porque los autos frenan sino porque buena parte del país, especialmente en la costa, habla o entiende italiano, por lo que no hay que preocuparse de movida por aprender lo básico de albanés.

Viajamos todo el día, y a eso de las cinco de la tarde, cuando no faltaban muchos kilómetros para llegar a Qeparo, nos frenó una mujer. Hablaba italiano con prisa pero con buen acento. Tenía facciones muy bonitas, pero una actitud imponente que me hizo pensar en una mujer independiente. Tal vez sería divorciada, quizá manejara su propio negocio. En seguida nos contó que era cocinera, que había vivido muchos años en Milán y que ahora había regresado con algo de dinero para abrir un restaurante en Borsh, cerca de Qeparo. Afuera se iba poniendo de noche, y el viento de las montañas ululaba entre los árboles.

Antes de que terminara de oscurecer, frenamos en un almacencito donde la mujer dejó un sobre. Dijo que estaba armando el local, que tenía algunas deudas. Más adelante volvimos a frenar, y aunque ella trataba de normalizar la situación convidándonos unas porciones de tarta, a mí me parecía muy raro estar parados en un cruce en medio de la nada, esperando a un fulano al que ella debía darle dinero. (Más raro aún cuando el sobre se cayó sobre el asiento, y vimos algo así como 900 euros, casi tres salarios mínimos en este país). Pero no había nada de qué desconfiar. Después de todo, si era una mujer con un negocio, era normal que manejara plata.

Así son las playas del sur de Albania
Así son las playas del sur de Albania

Cuando subió nuevamente al auto nos contó que el emprendimiento del restaurant incluía alojamiento. Dijo que tenía un espacio grande para camping y carpas para alquilar, pero que todavía no estaba terminado. Como estaba bastante oscuro para caminar arriba de la montaña en Qeparo, nos dijo que podíamos pasar la noche en su lugar e irnos al día siguiente. Era una muestra de hospitalidad muy grande para ser un primer día en Albania (sobre todo viniendo de un país tan cerrado como Italia), y aunque nos pareció demasiado bueno, dijimos que sí. Al parecer, estábamos de suerte.

Borsh es un pueblito sobre la montaña, a unos kilómetros del mar. Para llegar a la playa hay que tomar una calle transversal que de noche no está iluminada. Un camino de tierra separa el mar de los escuetos negocios. El restaurant de nuestra conductora quedaba al final de la calle, y no estaba todavía habilitado: había mesas y sillas de plástico esparcidas por todo el terreno y una especie de cocina montada en machimbre. Hasta ahí, normal, salvo por un pequeño detalle: en el patio, detrás de la cocina, había tiendas de campaña estilo militar, con catres, frazadas y almohadas. Es decir: no era un camping como tal, sino un campamento montado con (casi) todas las comodidades.

La mujer nos mostró dónde dejar las cosas y nos dijo que iríamos a conocer a unos amigos, que trabajaban al lado. Desde que habíamos bajado del auto sentía resonar la música, pero recién entonces me había percatado de la disco vecina. El local, puesto a nuevo, era el típico boliche bailable del verano. Pero había un detalle que hacía que toda la situación fuera extraña: el lugar estaba completamente vacío. Además de un barman y un DJ que se movía frenéticamente, los únicos adentro eramos nosotros tres. Tomamos una gaseosa y pronto llegaron tres hombres más, que también eran del grupo. Todos parecían amigables, salvo uno, que me dio mala impresión ni bien lo vi. No me gustaba ni cómo miraba, ni cómo se movía, ni los gestos que tenía. Traía unas frazadas para nuestros catres, así que aprovechamos la oportunidad para irnos a la carpa a dormir. Ni bien salimos del boliche para poder hablar, Juan se alejó con la mujer, y yo me quedé unos metros más atrás. En ese momento, el señor en cuestión pasó muy cerca de mí, y pude escuchar claramente decirme casi en el oído: linda, linda, linda. Así, con voz carrasposa y libidinosa y verde. Y me petrifiqué.

Las carpas (claro que de día no se veían tan mal)

Que te inviten a una disco y alucines secuestro, uno de los peligros de viajar a Albania
La disco fantasma

Se lo dije a Juan ni bien nos quedamos solos en la carpa. Tenía miedo, algo no andaba bien. El tipo me había piropeado a dos metros de mi novio, en un tono repugnante, y había algo de todo eso que no me cerraba, aunque no sabía especificar bien qué. La cabeza empezó a trabajar, y lo primero que pensé es que ese boliche tenía que ser una pantalla. Seguro que lavaban plata, ¿pero de qué? Y entonces, lo peor: ¿y si habíamos caído en alguna red de trata? ¿Y si la mujer era la mandamás que dirigía todo y el pibe de los 900 euros era uno de sus cafishos? ¿Qué hacíamos? Estábamos en un país nuevo, en el medio de la noche y de la nada. A Juan no se le hacía verosímil. Le parecía muy extraño el piropo: él estaba cerca y además, ¿desde cuando hablaban español? Por otra parte si nos hubiesen querido hacer algo, oportunidades habían sobrado. Igualmente, me metí en el catre con el cuchillo bajo la almohada, y el desodorante bien cerca (sí, tengo la ilusión de que si algún día alguien intenta atacarme le voy a quemar los ojos a fuerza de Rexona).

Como era de esperarse, dormí a medias, y sólo pude calmarme cuando vi el sol filtrarse por la carpa. Nos levantamos dispuestos a irnos, pero nos encontramos con la mesa puesta y un desayuno completo. El DJ y el barman también habían dormido en una de las carpas. La mujer había salido, pero uno de ellos nos indicó:

—Linda is on the market. Back in 5 minutes. (Linda está en el mercado. Vuelve en 5 minutos).

Y Juan largó la carcajada, desacreditando toda mi película de terror. La mujer más buena de onda de Albania se llamaba Linda, y seguramente el tipo malhumorado estaba harto de sus acciones samaritanas. Más que libidinosa, su voz debe haber sido la de un tipo inflado las pelotas, ¿pero cómo se me iba a ocurrir? De ahora en más, cada vez que me viene la paranoia, lo tengo a Juan susurrando al oído: linda, linda, linda.

Aclaración: después del Hitchgathering volvimos a lo de Linda, y nos quedamos dos noches en los catres. No nos dejó pagar ni una gaseosa. Nunca se enteró de que una vez planeé dejarla ciega y perfumada. La playa de Borsh es la más linda que ví.

Peligros de viajar a Albania –  n° 1: si te dejás guiar por los rumores, vas a inventarte unas novelas mejores que las de Stephen King. Ojo, a lo mejor se te ocurre alguna muy buena y te volvés un best seller.

Por el amor de Alá (o de Jesús católico o de Jesús ortodoxo o del que sea)

Estábamos camino a Berat, la ciudad de las mil ventanas, por una ruta de tierra. El pueblito no figuraba ni en el mapa y, a juzgar por la manera en que nos miraban todos los nenes, no debían pasar muchos turistas por ahí. En un jardín vi un conejito saltando entre árboles de manzana, y me pareció tan hermoso en medio de toda esa polvareda, que me quedé tildada mirando al animal. Juan plantó mochila en la vereda y extendió el pulgar a probar suerte. Una horda de niños nos rodeó las mochilas y de adentro de la casa vino un hombre a espantarlos. Hablaba un inglés de Cambridge impensado. Se presentó como Jimmy, y nos dijo algo que ya podíamos imaginar: a esa hora, no pasaría nadie con destino a Berat. Le dijimos que lo intentaríamos igual, pero él ya tenía otros planes: podíamos pasar la noche en su casa y salir temprano al día siguiente. No alcanzamos a contestar que su madre, viejita y corpulenta ya me estaba abrazando y me estaba invitando a entrar. En ese momento todavía no lo sabía, pero Albania tiene un tesoro único: sus mujeres son muy abraceras. Y es hermoso, porque no es una palmadita pasajera, es un abrazo con el cuerpo y con frotada de espalda, un abrazo sentido que a veces hay que ganarse, pero que queda en el cuerpo para siempre y que, aunque no puedas mediar ni una sola palabra, te acerca al alma, te contiene, te hace sentir mucho menos lejos de casa.

La mamá de Jimmy, que daba unos abrazos hermosos

Jimmy trajo unas alfombras y en seguida nos sentamos en el piso. Su mujer sirvió café, que acepté por cortesía (aunque, al igual que los abrazos, luego aprendería a decir que sí sin dudar, porque el café de Albania es estilo turco y descubrí que lo amo). Nos contó que había vivido en Inglaterra por más de ocho años, que se había vuelto para estar con sus padres, y que aunque era musulmán, su mujer era mucho más practicante que él. Como casi al mitad de los albaneses, la familia de Jimmy descendía de todas esas familias que, a fines del siglo SXV habían sido obligadas por los turcos otomanos a convertirse al Islam, cuando estos territorios habían sido invadidos. El resultado actual se traducía a una población estadísticamente musulmana, pero muy poco practicante. Así, mientras que la mujer de Jimmy usaba velo y ayunaba en Ramadán, las otras vecinas salían de mangas cortas a barrer la vereda.

Nos quedamos una noche en su casa, compartimos la cena y, cuando el sol de asomó entre las montañas, seguimos camino con una promesa: mandarles una carta ni bien volviéramos a Argentina.

Peligros de viajar a Albania – n° 2: si viajas de manera independiente, es probable que termines compartiendo muchas cosas con las familias locales. Puede que los musulmanes de Albania no sean muy practicantes, pero son muy pero muy hospitalarios. (O puede que el mismo escenario se repita en hogares ortodoxos, cristianos o sufis).
Cena en casa de una familia católica, en las montañas del norte`.

Libre de candados (o no)

En Berat nos quedamos mucho tiempo (ya escribiré un post al respecto). Primero como huéspedes en un hostel, después como voluntarios. Una mañana, mientras dormíamos atravesados en la cama (nos habíamos dado cuenta de que así el colchón de hundía menos) nos despertamos con una imagen de terror: parada frente a nosotros, con el picaporte todavía en la mano y la mandíbula descolocada, la señora de limpieza nos miraba como a dos extraterrestres. (¿Se acuerdan de Tronchatoro? Era igual).

No sé cuánto hacía que estaba en esa posición, pero con cara de “Malos días” la miré fijo hasta que cerró la puerta. Ahí nos dimos cuenta de que, por más que pusiéramos llave, con un poco de fuerza la puerta cedía igual. Pensé que quizá la mujer había entrado pensando que el cuarto estaba vacío y se había sorprendido de vernos dormir en diagonal. Pero no. Había algo de voyeurismo imprudente en ella, porque la escena se repitió todas las mañanas, al punto que llegamos a esperarla para darle los buenos días. No logramos nunca que entendiera que no queríamos que nos abriera la puerta todos los días a las ocho, sin siquiera golpear.

Como foto de la señora abriendo la puerta no tengo, les comparto una foto de Berat. A mi gusto, la ciudad más linda de toda Albania.

Un mes más tarde, Juan y yo nos encontrábamos en la casa de una familia de granjeros en el norte de Albania. No hablaban una palabra de nada que no fuera albanés, por lo que las comunicaciones eran escuetas. Con lo poco que manejamos nosotros de su idioma entendimos algo de su situación cotidiana, pero llegó un momento en que me confundí: al parecer, en el idioma mudo del imaginario albanés, inclinar la cabeza y apoyarla sobre las manos juntas puede significar dos cosas por igual: dormir o morir.

Así que mientras la mujer hablaba (los albaneses tienen la ilusión de que te van a traspasar su idioma por ósmosis), yo no entendía si los suegros estaban muertos o durmiendo, si se había quedado dormida esa misma mañana o si había ido a un velorio. Ella hablaba y hablaba y se reía y se contestaba, y nosotros sonreíamos y tomábamos café sin saber qué decir. Cuando se puso la mano en el pecho, luego me señaló e hizo el confundible gesto, me asusté. “Juan, o me está diciendo que quiere que duerma con ella o que esta noche hacemos un pacto suicida y nos matamos las dos”. Claro que la respuesta de Juan fue: “Linda, linda, linda” y me tuve que tragar mis traumas y mis broncas. Pero no era una fantasía. La mujer me miraba demasiado bien.

Cuando se hizo de noche preparó el baño y me indicó que me duchara. Hacía cinco días que veníamos caminando entre las montañas así que acepté contenta. Pero diez minutos más tarde estaba en medio del shampoo cuando de repente escucho el manotazo al picaporte, y todo pasó tan rápido, y fue tan abrupto que sin pensarlo me encontré a mi misma en la posición más bochornosa que recuerdo últimamente: en bolas, con la cabeza llena de espuma y tapándome lo que podía como podía, mientras la mujer se mataba de risa, me decía quién sabe qué en albanés, yo gritaba “No! No!” y las hijitas me espiaban de fondo. No había cortina en la ducha y otra vez la puerta me había fallado. Pero esta vez, aunque no lo dijera, la mujer sí creía que yo era demasiado linda y yo no quería averiguar por qué.

—¡Juan, te digo que es lesbiana! Me abrió la puerta del baño y se quedó mirando, ¡me siento incómoda!
—Estás exagerando.
—¡Pero te digo que me vio en pelotas! ¡Eso no es normal en ninguna cultura! ¡Y no me digas “linda, linda, linda” otra vez! ¡Mirá si me despierto y la tengo sentada en la cama! ¡O peor, acostada al lado mío!
—Vos dormite, yo te cuido.

No se me metió en la cama, pero sí se dio el gusto de darme un chirlo en el culo mientras nos despedíamos para no volver a regresar.

Peligros de viajar a Albania –  n°3: las diferencias culturales, la curiosidad extrema por parte de los albaneses y los desentendimientos idiomáticos pueden generar un poco de incomodidad o de confusión. Eso no quiere decir que sean malos, ni agresivos ni perjudiciales para la salud. Lo mejor es no entrar en más pánico del necesario, y reírse (mucho)

Conclusión (y párrafo final para lectores vagos): Si estabas esperando una lista amarillista sobre los peligros de viajar a Albania, lamento decepcionarte: no es peligroso en lo más mínimo. De hecho, es muy fácil: la gente es tan hospitalaria, tan sencilla, tan dada, que con un poco de paciencia es muy simple subirse a la corriente y dejar que las cosas fluyan. En casi dos meses, y exceptuando la semana del Hitchgathering, acampamos solamente una vez. El resto de las noches, cada vez que quisimos abrir la carpa, siempre vino alguien con una taza de café y una invitación lista. Si tengo que hacerles una recomendación, sería que miren para abajo: en todo el país hay pozos de más de un metro que nadie se molesta en cubrir, y pueden pasar de largo. Ese es el único peligro real. Y que vayan, que hay mucho por descubrir.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

Ver historias

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

78 comentarios