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Los exploradores del más acá: viaje al interior de Buenos Aires

Una de las cosas que más me gusta de viajar, es la sensación de explorar. En mayor o menor medida, eso es lo que se enciende cada vez que salgo con rumbo nuevo, sintiendo que camino hacia adelante, con la puerta de mi casa en mis espaldas. No me importa si el lugar al que voy es una metrópolis archi conocida como puede ser París, o si es un pueblito cuasi extinto en el medio de la nada, como lo es Crotto. No me interesa ser la primera, ni que mi nombre figure en ningún libro de geografía. Para mí, el hecho de llegar por primera vez ya me hace sentir una exploradora. Cuando cada cosa que veo es nueva, siento que estoy descubriendo un mundo que, hasta poco segundos antes, no sabía que existía. Supongo que por eso me entusiasmó la idea de hacer un viaje al interior de Buenos Aires…

Crotto

La mañana que llegamos a Crotto había un sol que pulverizaba la tierra. Bajo nuestros pies parecía haber talco, y tuvimos que sacudirnos bien al bajar del auto. Yusuf nos dejó en la casa de Esteban, el amigo de Juan que nos estaba esperando y se alejó en su simpática catramina, flotando tras una nube de polvo. Esteban no estaba, y Demian y Aniko tampoco. Dejamos las cosas en la vereda y nos fuimos a caminar. Sí, escribí bien: dejamos las cosas en la vereda. A esa hora casi del mediodía, más que un pueblo del interior de la provincia, Crotto parecía un set de filmación abandonado. No había autos, ni nenes en bicicleta, ni perros de la calle. Nada. Supuse que estábamos caminando por la avenida principal, pues a nuestra derecha se extendía lo que alguna vez supo ser sinónimo de progreso: un viejo ramal de ferrocarril daba asilo a un vagón descascarado que se divisaba entre los altos eucaliptus. A la derecha, algunas viviendas se intercalaban con antiguas construcciones de ladrillo visto. A lo lejos, divisamos a nuestros amigos, que habían tenido más suerte con el autostop del día anterior. Supongo que poca gente podrá entender el entusiasmo desmedido que teníamos los cuatro por estar poniendo pie en un paraje tan desolado como ese. La pregunta es: ¿Qué estábamos haciendo ahí? Bueno, estábamos explorando. Tan simple como eso. Semanas antes nos habíamos dado cuenta de que a veces, para encontrar lo sorprendente, lo fotografiable o lo “disfrutable” no siempre hacía falta viajar diez mil kilómetros. Acá cerca, a pocas horas del caos corrosivo de la capital, Buenos Aires abre un mundo completamente diferente.

Para ojos turistas, puede que Crotto no tenga nada para ver. Para nosotros, en cambio, Crotto fue una ventana a un pasado no tan lejano, y un recreo de paz. Mientras el almacenero nos contaba sobre el primer TV que llegó al pueblo y las reuniones vecinales en torno al aparato, yo pensaba que la cantidad de gente que mantiene vivo al pueblo es la misma que vive en mi barrio: menos de 300. De repente tuve una curiosidad superlativa: ¿Tienen hospital? ¿Dónde entierran a los muertos? ¿Hay escuelas? ¿De qué vive la gente? ¿Llega gente nueva? ¿Hay servicio de correo?

Las respuestas fueron las esperables: hay una escuela en los tres niveles y hay una salita de emergencia, pero para todo lo demás existe Tapalqué. Allá van los enfermos de gravedad, allá se recibe y envía el correo, allá (o en Azul) la gente pone flores en las tumbas. Y el dato curioso: desde hace más de veinte años nadie nace en Crotto. (El calificativo NYC –nacido y criado- tan popular en el sur, acá perdería total sentido). Volvimos para el almuerzo, dormimos la siesta, paseamos un rato más y por la tarde imitamos la costumbre local: sacamos las sillas a la vereda y nos sentamos a tomar mate y ver la nada pasar. La única camioneta que entró a Crotto trajo a Dino y Aldana, y así el equipo estuvo completo. Nos quedamos un día más, y seguimos viaje.

Tapalqué

Salir de Crotto no fue nada sencillo. Aldana, Aniko y Juan se habían ido en la camioneta de Esteban, quien les había coordinado una entrevista en el diario y en la radio de Tapalqué. Dino, Demian y yo íbamos a ser trasladados por la policía (ja!), que nunca apareció. Así que nos sentamos a la sombra movible de unos árboles, a esperar. Hacer dedo con un mago y un burbujero podría sonar a cuento de Disney, pero déjenme decirles que no. Por respeto a mis nuevos compañeros no pude hacer capricho cuando ya había pasado más de una hora y menos de un vehículo. En cambio, la competencia de chistes malos quedó empatada justo en el momento en que el único camión de verdura se apiadó de mi “por favor”, y nos frenó.

Nuevamente llenos de tierra llegamos a Tapalqué donde, muy para nuestra sorpresa, nuestras otras mitades nos esperaban en la Municipalidad. Resulta que hace muchos años, otro amigo de Juan (los ejemplares de esta especie son interminables), había construido unos terraplenes contra las inundaciones en esta misma ciudad. Steven, un ingeniero hidráulico holandés, era muy bien recordado. Tan bueno era su recuerdo, que al saber que unos amigos de su superman con suecos estaban en el pueblo, la gobernación no dudó en asistirnos: nos pagó la estadía en el camping, y nos puso un vehículo a disposición para que conociéramos la famosa pulpería San Gervasio, ubicada en Campodónico.

El dato de color: Ni bien llegamos al camping, elegimos el terreno, y armamos campamento. Juan y yo tenemos una carpa checa, que nos regaló un mochilero a quien también se la habían obsequiado. Es una carpa buena, practiquísima, que se arma en 2 minutos: tiene ganchos para colgarla de los parantes, en vez de tener que pasarlos por esas endemoniadas canaletas de tela. La cuestión es que cuando estuvo lista, nos preparamos para ir al agua antes de volver a salir. Al ver la fragilidad de nuestra tienda, Dino preguntó “Che, ¿no la van a estaquear?”, a lo que Juan respondió, hiper confiado en la estabilidad de nuestro chiche: “Tiene la mochila adentro. A menos que se levante un tornado, no se va a mover”. Salimos los seis rumbo a la pileta y, media hora más tarde, con el agua al cuello, vimos como unos enormes remolinos de viento se acercaban a nosotros. Naturalmente, la carpa se dio vuelta, y tuvimos que salir corriendo antes de que se cayera al río. A partir de ese momento, medio camping pasó a llamarnos “los chicos a los que se le voló la carpa” (aunque supongo que extraoficialmente éramos “los boludos que no estaquearon como corresponde”). Conclusión: siempre hay un tornado al acecho.

Tapalqué, una de nuestras paradas en este viaje al interior de Buenos Aires
El camping municipal de Tapalqué la rompe. Cuesta $20 por persona (no se cobra la carpa) y además de instalaciones de primera (baño con agua super caliente, parrilleros, luz, etc), tiene una pileta hecha en el río, muy bien mantenida. Hay hasta bañeros! Por lejos, uno de los mejores campings que visité en Argentina. 100% recomendando!

También por camino de tierra, llegamos a la pulpería. De afuera, no parece más que una vieja construcción, en un entorno muy prolijo. El interés que teníamos (además de la picada de campo que nos esperaba) radicaba la historia del lugar, construido en 1850. ¿Es posible explorar un lugar que lleva más de 150 años en la historia de un país? Eso mismo me pregunté al entrar, y descubrir cómo aún hoy siguen en pie las rejas de que protegían al pulpero de facones y malandros. Entre paquetes de Saladix y yerba mate, colgaban del techo cinturones y cuenta ganados. La picada duró poco. Aniko, Demian, Juan y Dino descubrieron por primera vez en su vida que el juego de las bochas podía ser divertido, y mientras ellos festejaban a los gritos desde el patio, Aldana y yo nos refugiamos en la pulpería del frío que había traído el tornado. Estar ahí dentro era, de algún modo, viajar en el tiempo. Pero si la sensación de pasado me la daba el entorno, bastó que Don Anibal se pusiera a conversar para entender que, en muchos sentidos, el tiempo se había olvidado de Campodonico.

Nos preguntó de dónde éramos y qué estábamos haciendo. Buenos Aires fue una abracadabra que iluminó el semblante de este hombre. Empezó a hablar de la ciudad capital con un añoro propio de quien conoce el lugar tan solo en su ilusión. En nada coincidía mi imagen voraz porteña con el sueño de progreso que él se había construido. Pronunciaba Buenos Aires con una grandeza que me hizo acordar a las películas en blanco y negro, a la Argentina de otras épocas. Aún estando en los límites de la misma provincia, sentí que estaba descubriendo algo nuevo, algo digno de ser contado. Si el Carrefour o el Coto son los niños mimados del abastecimiento, las pulperías como esta vendrían a ser los abuelitos sabios del mercado.

Egaña

Si ustedes supieran que en el medio de la provincia de Buenos Aires existe un castillo abandonado, rodeado de bosques y al que es posible entrar, ¿no se morirían de ganas de ir? El de las películas de terror es un masoquismo al que adhiero, debo reconocer. Me encanta mirar cuanto programa sobre espíritus, fantasmas y fenómenos paranormales encuentro.

Aunque ya viví un año en una casa construida sobre un cementerio, en la que pasaban cosas raras, no me curo. Así que ni bien supimos de este lugar, lo agregamos al itinerario. La historia dice que luego de pasar unos cuantos años construyéndolo, el Sr. Díaz Velez organizó una fiesta de inauguración con todas las pompas, a la que invitó a la alta sociedad porteña de aquella época (como suele suceder en estos casos, las fechas y demás datos históricos se remontan sólo al famoso “había una vez…”). Con la mesa servida y todos los invitados impacientes por la demora del propietario, llegó la noticia de que el mismo había muerto en un accidente, camino al castillo. Su hija desconsolada cerró la vivienda, y nunca más regresó. Con los años se fueron perdiendo todas las propiedades producto de los saqueos, hasta que finalmente el gobierno lo expropió. Si es verdad o no esta historia, no se sabe.

Hay quienes dicen que el tipo se murió en su casa y que nunca hubo tal fiesta. A mí me gusta creer que sí. La cuestión es que nos apostamos en el cruce esperando que alguien nos llevara, con el plan de acampar junto al castillo. Qué estaba pasando por mi mente en ese momento, realmente no tengo idea. Dos vehículos hicieron falta para llegar, y cuando el segundo nos dejó en la tranquera pensamos que aún debíamos seguir caminando. Bastó con cruzarla para descubrir, oculto entre los árboles, la inmensidad de la construcción.

La casa tiene 77 habitaciones, 12 baños, 3 plantas y una infinidad de pasillos y ventanas. Ya no sobrevive ninguna puerta ni vidrio, por lo que nos metemos sin dudarlo. Honestamente, no se me ocurre mejor escenario para una película de terror. El piso de abajo es el más limpio, seguramente porque es donde más gente transita. Para subir, una escalera de madera rechina de manera macabra a cada paso. Yo repito en voz alta, como un mantra: “no me voy a caer, no me voy a caer”, y sigo subiendo.

Todavía queda algo de parquét en el piso, y sin pensar, digo: “deberíamos acampar acá adentro”. Supongo que el hecho de que todavía hubiera sol me ayudó a no reconsiderar la idea… Según nos comentaron, en una época funcionó también un reformatorio, que tampoco tuvo un final feliz: uno de los internos juró venganza contra el celador, y ni bien obtuvo su libertad volvió para matarlo.El tercer piso es aún más escalofriante: la escalera es más riesgosa, y las palomas y los murciélagos coparon los techos. Además de la caca circundante, el problema es que a cada paso sale un bicho aleteando del techo, de la nada, sin avisar. Al tercer grito por culpa de una paloma maldita, caigo en la cuenta de que quedarse ahí a dormir es una locura. Por suerte, no soy la única que lo piensa: Aniko ya escribió, editó, filmó y promocionó su película de terror mental, y está juntando las recaudaciones de la historia de los mochileros asesinados por la casa.

Pianos que suenan en la noche, risas lejanas (o llantos, no sé que es peor), fantasmas vengadores y muchos elementos se conjugan con un hecho hasta entonces omitido: en poco tiempo nos vamos a quedar en oscuridad total. Los chicos no se resisten demasiado, y antes de que termine de oscurecer emprendemos camino. ¿Adónde? Ni idea. No tenemos mapa, y aunque mi instinto GPS (al que nunca debo ignorar porque el 99% fiable) me indica a la derecha, todos coinciden en opuesta dirección. Empezamos a caminar en la oscuridad, con la luz de la luna llena como única guía. Honestamente, sé que al volver a casa voy a sentirme ridícula por no haberme quedado, pero ahora me siento más aliviada. Por suerte, no estamos muy cargados y andamos con ganas de caminar. Para mí, este es un final feliz. Los cuatro en medio del campo, caminando a la deriva. No me asusta dónde vamos a dormir, se que algo va a pasar. Al fin y al cabo, este tipo de situaciones son las que me hacen querer volver a salir a la ruta de nuevo: lo incierto, lo imprevisto, lo desconocido.

La noche termina con un intento fallido de obtener solidaridad de unos campesinos (nos sacan carpiendo con muy mal humor), acampando en Rauch gracias a la única camioneta que pasó y frenó. El Crot Trip ve sus últimos días en el pueblo de Las Flores, a donde llegamos por una invitación que resulta no tan certera. A pesar de los inconvenientes inesperados, disfruto mucho de explorar este pueblo, donde todavía las bicis se dejan sin atar, y las ventanas no tienen rejas. Buenos Aires es mucho más que lo que cabe en el imaginario popular. Está cerquita, acá nomás, y vale la pena.

grupo-crot-trip

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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