Diario de viaje n° 7, octubre de 2014
“Para cuando llegamos a Sofía yo ya sabía que prefería (amaba) Europa del Este. Más allá de esa nebulosa abstracta y gris y económica que envuelve a este plan B de segunda mano de ¿primer? mundo, más allá de la Europa que se suponía que tendría que ser LA Europa, única, superior, respetable, inconfundible. Me gustaba por esa sensación todavía amable de estar descubriendo algo que ya está (mentira piadosa, palmada en la espalda, falsedad a medias), por el otoño florecido de colores de la tierra, por la amabilidad (sí, palabra repetida, subrayada en el cuaderno) del sol tibio de las tres de la tarde.”
El viento de esta mañana post lluvia me hizo pensar en Bulgaria. En lo lindo que le calzaba el otoño, en cómo los pies se nos iban solos por los adoquines amarillos mientras intentábamos descifrar carteles en cirílico y coincidíamos en que hay lugares donde ni el invierno ni la primavera deberían llegar jamás.
Nosotros a Sofía llegamos de noche. Me acuerdo bien porque llegamos en camión, y como cada viaje a bordo de un vehículo de carga, nos bajamos en las afueras de las afueras y nos tomamos un tren hasta NDK, una de las estaciones centrales. Cuando subimos a la plaza estaba todo oscuro. Veníamos viajando de Macedonia, y antes de eso Kosovo y antes de eso Albania, y la última vez que había visto una ciudad-ciudad había quedado perdida en el calendario. Supongo que por eso, por esa pérdida momentánea de ciudadanía ─cambiada por “pueblodanía”, porque uno no deja de hacer casa a donde quiera que vaya, así sea un ratito─ me levanté bien temprano la primera mañana, y a pesar del frío salí con la cámara en la mano y le saqué foto a todo.
Ahora que lo pienso en ese gatillar de la cámara hacia cosas no necesariamente llamativas ─al menos para el ojo humano normal─ había algo muy parecido al movimiento feliz de la cola de los perros. Si hubiese tenido que subtitular mi caminata, hubiera sido algo más o menos así: “¡Hola, balcones!” clic, “Hola, vidrieras” clic, “Ay, sí, sí, ¡mirá que lindas esas macetas!” clic, “No entiendo los carteles, ¿pero jugamos? Zaz, zaz, ¡juguemos a adivinar qué dicen!” clic, y clic y más clic.




La verdad es que estábamos lejos del centro, pero no se nos ocurrió tomarnos el colectivo ni una sola vez. Las 20 cuadras o más que nos separaban de “la parte linda de la ciudad”, se volvieron nuestra parte linda, y ese recorrido que hicimos tres o cuatro veces en tres o cuatro días, se volvió la primera cosa que amé de Sofía. Esas calles búlgaras con frío no tan frío, esas tiendas inesperadas, esas veredas llenas de hojas descoloridas.
Una tarde, mientras chusmeabamos una casa antigua, descubrí entre un montón de ramas de la vereda, una pareja de muñequitos de lana rojos y blancos. Ya había visto yo que el otoño estaba dejando al descubierto algo que en ese momento no pude entender: de muchos árboles de Bulgaria pendían pulseritas de lanas rojas y blancas, tejidas como trencitas. Tiempo después, Marta Samalea ─que de Bulgaria y sus amores sabe un montón─ me contaría que la tradición es llevar un brazalete llamado martenitza durante el mes de marzo hasta ver un árbol en brote, para luego colgarlo de esa ramita floreciente y pedir un deseo. Ósea, estaba viendo deseos (in)cumplidos de otras personas la primavera anterior. No lo supe pero lo intuí, y sentí un respeto abrumador que no me permitió más que sacarles fotos. Tirados en el piso, en cambio, esos deseos eran otra cosa, así que descolgué la parejita y me los até a la mochila como amuleto. Eran días turbulentos. Lo tomé como una señal.
Después de unas cuadras, la callecita se hacía avenida, las veredas se ponían anchas, entre los autos se mezclaba un tranvía y cuando menos querías acorzar, zaz, las cúpulas doradas de Alexander Nevszy te dejaban con la boca y los ojos desorbitados. Faaaaaaaaaa. Qué ciudad, Señores.

Caminar, caminar, caminar. Con sol, con tormentas, con viento. Sofía (que aprendí que se dice Sófia, para no confundirlo con el nombre de mujer, aunque en realidad sea una tontera porque si no es mujer, ¿qué es entonces esta ciudad?) es andable. Amé su paciencia, sus aguas termales públicas, sus tranvías, sus puestos de flores, sus parques. Podés sentarte a la vereda a sacarte fotos y que los chinos te saquen fotos a vos mientras se dispara el automático, tirarte en el pasto de una plaza el domingo y que te toquen un tango a metros de distancia y de casualidad, y que de repente cambien a marcha nupcial como si nada, porque justo viene una novia que se está haciendo fotos. Podés ir a una mezquita, a una iglesia católica, a buscar la campana perdida entre los árboles frente al cuartel de bomberos que también devino en iglesia (¿o había sido al revés?). Cúpulas mágicas, leones de cemento, globos perdidos, charquitos como espejos. Listas sin sentido porque de eso se trata el amor, y a esta altura, que me he enamorado muchas más veces de las que recuerdo, eso lo tengo bien en claro.
Una tarde llegué al límite. Me pareció que seguir por acá sin pedir explicaciones era demasiado. (Esa manía de no querer perderse nada, de saberlo todo). Así que me anoté en un Walkig Tour, y me fui a hacer lo que yo ya venía haciendo desde hacía días, pero ahora con otros más, y con guía. Debería haber sido responsable y tomar nota. Debería, porque mientras escuchaba con la mitad de la atención fechas históricas, nombres y eventos, con la otra mitad seguía “volando Sofía” y pajaritos de colores y teatritos y pororó. No se puede viajar de otra forma, Señores. No todo en la vida puede ser cosa de aprender y aprender, y escribir guías prácticas y captar la esencia turística y comunicar y repetir. A vece hay que sentir (la mayoría de las veces debería ser así, en realidad). Genial el tour y qué importa si al otro día no me acuerdo de nada, si la pasé muy bien, si miré el minarete sobreviviente de la única mezquita y encontramos la campana.
Sófia es Sofía, es dorado, es cadenitas que cuelgan de las letras de Bulgaria y es querer quedarse a pasear. Primera parada búlgara en un país no planificado, en un viaje sin pensar. Voy a volver un día a recolectar todos los deseos viejos de tus árboles marchitos.
Si estás pensando viajar a la capital búlgara, no te pierdas esta guía sobre qué ver y qué hacer en Sofía.
Laura, muy lindo el texto y las fotos. Pero decime ¿dónde tomaste la foto quinta empezando por la última? Parece un templo cristiano en medio de un edificio. ¿Sabés el nombre? ¿Es la famosa iglesia de Boyana de Sofía, que es patrimonio de la humanidad? Gracias.
Hola Isaac,
Ese es el templo Sveti Georgi, que data del siglo VI y que quedó en medio de otras construcciones civiles (por eso lo ves como en un patio). Fue iglesia precristiana y por un tiempo mezquita.
Abrazo!
Súper lindas las fotos !!
Me has enamorado también de esta ciudad 🙂 Creo que fue al leer alguno de vuestros relatos sobre Mitrovica que me entraron mas ganas aun de descubrir «Europa del Este». Tantos países tan diferentes, con gente y culturas a la vez cercanas y a la vez muy diferentes a la «mía», y no tan lejanos a donde vivo. Gracias por compartir todas estas experiencias, gracias por acercarnos a la gente.
«Voy a volver un día a recolectar todos los deseos viejos de tus árboles marchitos.»
Ese cierre es maravilloso. Aplausos!!
Hoy volví a este post. Quizás porque yo no tengo casi fotos de Sofia. Quizás porque sé de memoria los pasos que llevan del escaparate a la tienda de un amigo, y casi creo reconocer esa tienda de flores escondida tras el tranvía amarillo. Quizás porque yo nunca entendí tampoco por qué los búlgaros pintan las fachadas sentados en sillas de cafetería de colegio, aunque tiene algo de cómodo. O porque siempre me pareció que quien no quiera que le aparquen frente al garaje debería escribir el cartel en búlgaro, que casi asusta con esa letra-araña. Tiene algo Sofia, entre belleza desquebrajada y melancolía de otoño, algo debe tener. Vuelvo desde lejos, demasiado lejos, a este post por las ganas de regresar a una casa que no es mía, o que lo es a medias. Como dices, construimos nuestras casas allí donde paran nuestros pies. Felices paseos, Laura.
Qué honrada me siento por este comentario. Nadie mejor que vos para compartir Sofía. Y sí, debe ser esa mezcla rara de otoño y belleza desquebrajada, como decís. Ojalá los caminos se nos crucen pronto, Marta.
Muy bello e inspirador. Es mágico cuando un lugar llega a permear así todos tus sentidos hasta el punto de elevarte.
Sofía, voy.
Hola Lau. Me siento muy identificada con vos. También «prefiero (amo) Europa del Este». Muy buen relato.
Besos!
Que hermoso, me dan ganas de llorar…mi Sofia….tus textos tocan almas!