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Lo extraño de extrañar

A comienzos de 2020 el mundo entero se vio afectado por el coronavirus y en marzo la OMS declaró la pandemia. Parecía ciencia ficción. Los países empezaron a cerrar sus fronteras, colapsaron los sistemas de salud y, uno a uno, fueron declarando la cuarentena. Primero voluntaria, después obligatoria. Esta serie (que se inicia a mediados de marzo sin saber hasta cuando seguirá) recopila pequeñas anotaciones diarias de la cotidianidad del encierro. Son mis Diarios de Cuarentena, un registro de este evento mundial, desde la soledad de mi casa y mis pensamientos.

Me doy cuenta de que es tarde porque el sol que entra por las hendijas es demasiado poderoso. Sol de las once, calculo. Miro el celular. Tengo suerte, son menos de las diez. Desde que empezó esta cuarentena hay un ruido al que me había acostumbrado como alarma de despertador y que ahora me falta: el capó estruendoso de la camioneta del vecino de enfrente. Nunca le pregunté por qué, pero es evidente que algo tiene que tocarle para que el motor decida arrancar. Las primeras veces ─se mudaron hace poco─ me despertaba de un salto: es tan calma la madrugada y tan en la vereda mi ventana, que abría los ojos pensando que alguien me había forzado el portón del garaje. Después me acostumbré y el golpe seco y metálico se transformó en una previa a mi propio despertador, un “te queda un ratito más” que me vino de arriba.

Al vecino que vive junto al del capó tampoco lo escucho tanto. El año pasado se compró una camioneta nuevísima que viene con una alarma que suena igual igual a mi microondas cuando termina de calentar: un pitido agudo insoportable. Me llevó semanas ubicar el ruido en el mapa del barrio. Durante días me la pasé preguntándome quién era el desquiciado que se ponía a cocinar a cualquier hora en el patio, o donde fuera que estuviese que de algún modo se podía escuchar desde mi baño de atrás.

Ese ruido también me falta (como me faltan los nenes que llegan de la escuela al mediodía, los que pasean perros, los dos viejos del fondo que pasan siempre sin saludar pero me miran todo el tiempo, la que sale a caminar, los que tocan timbre con la Biblia y hasta el señor que vende bolsas de consorcio).

Todavía en la cama, con esta fiaca permitida de una cuarentena que me corre con mandatos de producción y creatividad y cosas mil que no tengo ganas, pienso en cómo cambió todo desde que vivimos puertas para adentro. Duma, por ejemplo, se debate entre la felicidad de la compañía perpetua y la energía que no gasta saliendo a correr. No hay gente en la calle. No hay fútbol en el camping los domingos, la plaza está vacía como de años. Tampoco ladran los perros cuando oyen acercarse a los caballos de atrás. De hecho, no hay caballos. Ya no vienen los vecinos de la isla que cabalgaban con la vista puesta en el celular, y a nosotros nos causaba asombro detrás de la reja y eran los únicos que no miraban para adentro al pasar. No les importaba nada y capaz nos daba un poco de celos ese poder de abstracción, tan en su mundo, tan fuera del tiempo. Los que pasaban y miraban como si mi jardín fuera la novela de las nueve tampoco vienen más. Deben estar en sus casas, viviendo su novela propia, como todos. Pobres. Tan tétricos que me parecían, ahora casi que los extraño. Miro de nuevo la calle. Vacía. A veces sopla viento y se cuela un poco de río en el aire. No lo siente cualquiera, tenés que tener la nariz entrenada y por eso a mí me llega.

Ahora, que me acabo de levantar y recorro el césped con las medias de pijama y la taza de té en la mano, siento que se me llenan los pulmones de aire de río. Cierro los ojos. Las hojas de los árboles se hamacan en el silencio del mediodía.

Pienso: lo extraño de extrañar es que podés echar de menos cosas que tenés cerca ─como el Paraná, que acá a siete u ocho cuadras se debe estar preguntando qué pasa que ya no nos vemos, y seguro está lleno de patos y cisnes porque el inadaptado que volaba con su parapente a motor también debe estar en su casa─; o cosas que ni sabías que te podían hacer falta un día ─como el señor que viene a cortar el pasto y ahora me pregunto cómo estará─. Y entonces uno se queda parado al solcito en medio del silencio rotundo, atravesado por todas esas cosas que antes equilibraban el mundo ─su mundo─ y ahora no son sino rayos de ausencia que lo cruzan todo, que lo parten todo; cosas imposibles de tocar con las manos, pedazos del rompecabezas de la vida que se rearma y reagrupa como un caleidoscopio que no para de girar.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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