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Lecciones inesperadas

Para poder seguir camino desde Los Antiguos teníamos dos opciones: seguir retando a la ruta 40 y llegar victoriosos –pero someternos al continuo martirio del viento- o esquivar el penoso desierto por Chile y sumar de paso un país más a mi colección. La primera alternativa fue la más desafiante y jugamos nuestras fichas por más de una hora, hasta que hartos de salir corriendo a buscar nuestras mochilas que parecían no tener peso frente al vendaval decidimos cambiar el rumbo. Lo intentamos, de eso no cabe dudas. De la insalubridad de esas banquinas tampoco.

Medio día después nos encontramos sentados en el puesto fronterizo argentino. Un accidente tan insólito como increíble llevó a mi compañero a terminar con una bolsa de hielo en la frente: al bajar del auto que nos arrimó hasta ese punto, en un movimiento algo indescifrable, Juan se golpeó la cabeza con el filo de la puerta, quedando tendido en el piso por el batacazo. El malhumor de la inútil espera matutina sumado a la incompetencia de los aduaneros, quienes viendo la situación permanecieron tomando mate sin siquiera ofrecer una curita, logró llevar nuestro ánimo hasta un límite desconocido. ¿Qué tan estúpido hay que ser para ver que una persona está en el piso agarrándose al cabeza y no atinar siquiera a preguntar si se encuentra bien? Con un poco de suerte logramos cruzar al país vecino y entrar en la ciudad de Chile Chico pasadas las 4 de la tarde. Por lo que sabíamos había una balsa que tomar para poder seguir camino, pero al parecer la ventolera de este lado también soplaba con fuerza y nos encontramos con un puerto cerrado y sin embarcación hasta la tarde del día siguiente. Para ese entonces tratar de adoptar una actitud positiva escapaba a nuestras posibilidades, o al menos a las mías, que harta del viento, con ganas de una ducha caliente y horrorizada con los precios europeos de ese mini pueblo, sólo podía lamentarme de haber abandonado Los Antiguos. Parecía que todo iba de mal en peor.

La primera ayuda la recibimos de parte de los bomberos, quienes nos aseguraron que tenían un sitio disponible para acampar. Dejamos nuestras cosas ahí y salimos a recorrer el pueblo, que poco tiene para ofrecer en comparación con lo que veníamos viendo. Cuando volvimos para ya quedarnos en la carpa nos encontramos con que el lugar no era privado sino más bien un terreno que servía como cancha de fútbol, atajo y depósito a la vez, totalmente desprovisto de reparo o seguridad alguna. Este tipo de situaciones pueden perfectamente acomodarse en el repertorio de anécdotas de cualquier mochilero, pero todas juntas, en un mismo día, fue demasiado. Me parecía una exageración pagar lo que nos pedían por una noche en un hotel familiar, pero observando el panorama, parecía no quedar más opción.

Salimos entonces con nuestras cosas al hombro, algo abatidos por el mal día, intentando encontrar algo más acorde a nuestro presupuesto, cuando de repente se nos cruza un hombre. Nos cuenta que trabaja en un taller mecánico y viendo nuestro aspecto nos pregunta si ya tenemos donde dormir. Juan le resume la situación y antes de explicarle que estábamos buscando un hotel, el hombre nos invita a quedarnos en su casa. Mi gen argentino me llevó a estar alerta, se trataba de un hombre desconocido y de aspecto algo descuidado. Sin embargo no dejaba de aclarar que no querría nada a cambio a la vez que nos conducía hasta su hogar, a pocos metros de la plaza principal. Yo estaba desorientada. Mientras una parte de mí estaba a la defensiva, había algo que me daba tranquilidad aunque no podía especificar bien qué. Cuando llegamos a su vivienda, debo confesar, no me sentí aliviada. Se trataba de una casa extremadamente precaria, con perros furiosos encadenados y algunas gallinas desparramadas. El señor, que se había presentado como Marcelo, de disculpó por la sencilles de su morada llevándose la mano al pecho, y nos indicó que en esa piecita que había en el frente podíamos poner nuestra carpa sin problema. Se trataba de cuatro paredes de adobe, piso de tierra y techo de chapa. Mientras yo inspeccionaba el lugar superada por la situación, Marcelo se apresuró a traer un panel de madera terciada “para que no tengan que acampar sobre la tierra”. Con poco tiempo de luz solar desplegamos nuestra carpa a la vez que nuestro anfitrión aseguraba que a pesar de la sencillez él era “un hombre muy limpio” y nos decía que podíamos dormir tranquilos porque allí no había bichos. Su notoria vergüenza respecto a las condiciones del sitio así como su modo de hablar no condecían con la situación. Había piezas que faltaban en esta historia.

Siendo ya de noche Marcelo se despidió, nos dio las últimas indicaciones y nosotros nos encontramos nuevamente juntos, dentro de la carpa. No voy a ser hipócrita: no estaba para nada cómoda en ese ambiente, y sentía que después de un día de tanta cachetada necesitaba dormir en un lugar cálido. Ante mi notorio disgusto Juan me propuso juntar todo y buscar otra alternativa. Mientras él susurraba qué excusa podíamos inventar tuve un instante de lucidez. ¿Con qué pretexto podía rechazar la ayuda de una persona desinteresada cuyo único “defecto” era ser humilde? ¿Qué diferencia había entre su hospitalidad y la del resto de las personas que nos alojaron a lo largo del camino? ¿Haría lo mismo si en vez de ese pequeño cuarto sin piso nos estuviera ofreciendo una habitación de primer nivel? Me di vergüenza. Jamás me había sucedido algo así. Pese a no ser religiosa recordé en ese momento una vez en que mi abuela me contó que en una oportunidad un hombre menospreció a Jesús al confundirlo con un pastor humilde y al darse cuenta de su error intentó remendarlo. No recuerdo bien las palabras exactas de Jesús ni los detalles de la historia pero sí sé que el mensaje era que él estaba, precisamente, entre las personas más modestas (aunque el Vaticano interprete lo contrario). El hecho es que antes de ofender a Marcelo comprendí que en lugar de valorar que esa noche teníamos un lugar reparado y seguro en dónde dormir, estaba sólo mirando lo superficial. Lo que en un principio percibí como la conclusión de una día lleno de fastidios, era en realidad una pequeña luz que sólo podía ver si estaba dispuesta a hacerlo. Tal vez él era uno de esos ángeles que mi abuela dice que manda a cuidarnos… Me quedé dormida en medio del pesar, con una orquesta de eucaliptus mecidos por el viento como cortina de fondo.

Fue la primera noche que no sentí frío dentro de la carpa. Y descansé.

Por la mañana, Marcelo nos despertó con unos mates. Sentado en el umbral mirando hacia adentro compartió su historia mientras nosotros desayunábamos. Hacía poco que había comprado esa casa por un valor simbólico, pues las deudas de agua acumulaban millares. Oriundo de Caleta Tortel había tenido una mujer y una hija, pero ambas se habían quitado la vida, víctimas de una aguda esquizofrenia. Habló de su casa frente al mar, de la amplitud de sus ventanas y nos ofreció las llaves en reiteradas oportunidades por si queríamos ir a descansar. Él sentía que no tenía motivos para volver. En medio de una notoria catarsis los detalles de esta trágica historia fluían como una vertiente mientras nosotros prestábamos oídos en silencio. Fue entonces, escuchando el relato de cómo este hombre había atravesado el momento más difícil de su vida, cuando descubrí qué era lo que me había llevado a confiar en sus intenciones: Marcelo tenía un brillo en sus ojos que lo acompañaba en cada palabra y que lograba transmitir todo lo que decía.

Antes de que nos fuéramos nos ofreció almorzar, y dentro de su pequeña casilla nos sirvió arroz y pan casero. Mientras comíamos nos trajo fotos para mostrarnos, así como los papeles que acreditaban que él era dueño de esa hermosa casa con enormes ventanas frente a la playa. La emoción con que nos había revelado su vida no nos había hecho dudar de sus palabras ni por un instante. Sin embargo, era como si él necesitara que nosotros le creyésemos y no nos llevásemos sólo la impresión de esa casa sencilla. Luego de comer y ya con el tiempo justo para embarcarnos nos despedimos de él, agradeciendo infinitamente su hospitalidad. Él cerró la tranquera sonriendo, deseando que ojalá nos volviéramos a ver y repitiendo la oferta de su casa en la playa. Yo también me alejé con una sonrisa. Sentí que esa noche había crecido.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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