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La familia en el camino

En el repertorio de preguntas que la gente del camino nos hace a diario, siempre está presente la clásica “¿y su familia?”. Bien podríamos responder: “Bien, gracias”, o “No se animaron a venir”, pero entendemos que la gente quiere saber qué piensan sobre nuestra aventura, y si no nos hacen falta, especialmente en este continente de mesas repletas y numerosos miembros bajo el mismo techo. A todos les cuesta creer que nuestros padres están contentos, y terminan convenciéndose a sí mismos con un “ya se acostumbraron”. Se quedan siempre, sin embargo, esperando que confesemos que extrañamos horrores, cosa que afirmamos sin ahondar en detalles.

Castillo San Felipe

Cuando uno viaja, el concepto de “extrañar” se vuelve muy volátil e inexplícito. A veces se traduce en un “qué lindo sería que mi papá estuviera acá”, o en una honda nostalgia cuando, saturados hasta las narices de comer arepas, uno evoca los ravioles de la abuela o los asados en familia. Son momentos puntuales en los que uno desearía poder teletransportarse, compartir unas horas en la casa familiar, y retomar nuevamente su ruta viajera de mochilas y paisajes aleatorios. Pero no llega nunca a ser una pena de llanto o desazón, precisamente porque la elección del destierro es propia, y por ende, revocable con el simple deseo de regresar. No estamos hablando, además, de tiempos de ataño, cuando las postales eran la vía más rápida y eficaz de transmitir la realidad, y contar con pocas palabras sobre aventuras en tierras tan lejanas como desconocidas. Hoy por hoy, en que hasta mis abuelas tienen un Facebook (lo digo literalmente), extrañar se hace más difícil. Abro el msn y mi hermanito de diez años me cuenta que pasó a sexto grado sin llevarse materias, mi papá me reclama que nunca me encuentra en skype y mi hermana me desafía en un juego de damas on line…

abuelo

Mi abuelo es el único que no tiene Facebook y es al que más extraño… 🙁

Sin embargo, cuando el 30 de octubre mi mamá escribió en la ventana del chat: “Querés que mamucha los vaya a visitar el mes que viene?”, se me congeló el corazón. Sí, extrañaba. Extrañaba y quería que viniera. Era una sorpresa que me descolocaba, y la alegría de tenerla a mi mamá en Cartagena por unos días se me mezclaba intentando imaginar cómo sería mochilear con ella, habituada a vacaciones en auto en las sierras de Córdoba. “Esto va a ser un desafío – me dijo Juan. Hay que impresionar a la suegra y no fundirnos en el intento”. Pero para ese entonces ya habíamos conseguido pasajes “baratos”, y el reencuentro familiar se reducía apenas a semanas.

Mi mamá no es una señora mayor, como le hice creer al señor de la frontera para que nos ayudara. Tiene apenas 46 años, pero nunca había viajado en avión, y más allá de Camboriú en el auto con mi papá, nunca había salido del país. Así que mi emoción tenía varias vertientes: además de la felicidad de tener a mi mamá ni más ni menos que en mi amor de Cartagena, me alegraba saber que esta iba a ser su primera vez volando, su primera vez tan lejos, su primera vez sola. Bien digo emoción, aunque confieso que esperando en el aeropuerto temí que mi querida madre se hubiera quedado varada en San Pablo o en Bogotá, o lo que era peor, que se hubiera mandado por cualquier otra puerta y estuviera a estas alturas desembarcando en la Isla de Bali, lo más campante. Pero claro, ella es una reina, y no iba a perder ni el glamour ni la compostura, iba a sonreír y a asentir con la cabeza aunque no entienda una sola palabra más allá del castellano, y embobada como estaba con los aviones, no iba a enterarse de nada sino hasta no encontrarme a mí. Esperamos entonces en el aeropuerto viendo como salían y salían las personas, y mi mamá no aparecía. Juan se reía de los nervios, porque realmente ya estábamos preocupados, hasta que la vimos aparecer última, cargando su valija con rueditas, con total naturalidad. (No, no iba a perder la maña de llegar tarde a todos lados, ni siquiera a la salida del desembarque).Me vio tarde, vino a los saltos, y en media hora ya estábamos en el quilombo que era Cartagena por las fiestas novembrinas, llenos de espuma y con los tambores galopando en los oídos. No importaba, mi mamá estaba feliz, y yo ni les cuento.

Cartagena de Indias

Pasamos diez días de vacaciones, porque tuvimos que dejar un poco de lado la venta, los post y toda la mar en coche (o el dedo en coche). Pero nos vino bien, porque además de ponernos al día con las anécdotas desde Paraguay hasta acá, fue un descubrimiento mutuo. Por un lado, nosotros volvíamos a mirar esas cosas que ya por cotidianas nos parecen normales: los vendedores ambulantes, los cientos de frutas nuevas y hasta los más mínimos detalles, que a través de los ojos de mi mamá parecían reaparecer frente a los nuestros. Por su parte, ver que vivir así sí es posible, que hay otros viajeros en la ruta, y que todo lo que veía en el blog no era más que un fiel reflejo de la realidad, la dejó tranquila y entusiasmada.

 

Acá les dejo algunas fotos de felicidad:

palenquera

 

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Solo con mamá comemos langosta….

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Después nos fuimos a Playa Blanca, en Isla Barú.

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…Y entonces mi mamá entendió porque no banco Mar del Plata.

Y cuando mamá se fue y volvimos a ser dos para todo, sentimos otra vez ese vacío como de haber arrancado de cero. Con la presencia latente de alguien que no se suponía que debía estar acá (en mi mente mi mamá es igual a mi casa, y no a Cartagena), el concepto de “extrañar” tomo su matiz más evidente y parte de mí se quedó con ganas de subirme al avión y volar a mi casa. La acumulación de costumbre y caparazones se esfumaron por completo y de repente nos sentimos necesitados de calor de hogar, de voces conocidas, de caras familiares. Recurrimos entonces a un remedio viajero para este malestar, y volvimos a lo de Migue y María. Sucede que estos viajes prolongados no serían lo mismo (y no sé si serían posibles) sin esas personas que ofician de amigos, de hermanos, de primos, en cualquier lugar del mundo. Los brazos abiertos que uno recibe en esquinas desconocidas hacen que el andar sea más llevadero, y sobre todo, más liviano. Tuve en Cali una extensa charla de amigas con Esmeralda; en Concepción, Asunción me cocinó como mi abuela; y ahora en Cartagena, Migue y María nos recibían como primos o amigos, incluyéndonos en su cotidianeidad de manera espontánea. Honestamente, no podría imaginar sitio mejor para recuperarnos y volver a salir. Eso es algo difícil de que los conductores entiendan en las pocas horas que duran los viajes: a veces ese vacío lo llenan las personas del camino, y uno hace amigos que puede que no vuelva a ver, pero que se quedan grabados en alguna parte, como entrañables y cruciales.

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Increíblemente, en Cartagena terminé de aprender a jugar al truco. Creo que se entiende quienes eran las reinas que ganaron 3 partidos seguidos… Y Migue seguía sin poder mentir!!!!

Migue y María nos abrieron las puertas de esa casa y nos sentimos bienvenidos. “Ustedes son como los hijos – nos dijo él una tarde – cuando vienen a la casa después de un tiempo causan algunas incomodidades, pero qué alegría verlos al volver del trabajo! Y siempre estamos pensando: ¿estarán bien? ¿pasarán frío?” Y sí, la pasamos muy bien, y nos fuimos no sin antes dar mil vueltas, sentir que dejábamos el barrio, y largar alguna lágrima deseando que el camino nos juntara a todos pronto.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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