Te anticipo que no tengo una conclusión de nada.
FOMO
Del inglés fear of missing out, «temor a dejar pasar» o «temor a perderse algo», es una patología psicológica descrita como «una aprensión generalizada de que otros podrían estar teniendo experiencias gratificantes de las cuales uno está ausente».

Primero fue la llegada de madre al pueblo, la lluvia embravecida de octubre, el remordimiento inútil por no poder subsanar la situación. Después fueron las tardes previas a la tormenta y el mandato de “aprovechar la playa”. Por último, y como despedida, una intoxicación que me dejó dos días en cama y la promesa grabada a fuerza de fluidos: nunca más pienso comer camarón. Cuando quise acordar me di cuenta de que llevaba más de una semana sin responder el mail, sin vender libros y sin mirar el celular. Me agarró algo parecido a la desesperación.
No tuve un teléfono “inteligente” hasta el año 2016. Antes de eso andaba con un Alcatel ladrillito, de pantalla naranja, que servía para mandar mensajes, tenía el jueguito de la viborita que come manzanas y pará de contar. Ya desde ese entonces yo sentía que me estaba quedando afuera de algo, pero no me importaba. A decir verdad, confieso, defendía mi obsolescencia con garras y dientes (ya les dije en Saoko, papi que yo de más chica era una vieja de mierda). El caso es que mientras la gente cambiaba equipos y se sacaba fotos y aparecían los filtros, yo tenía en claro que no, que no quería tener un teléfono con internet porque no quería estar comiendo una pizza o mirando pavadas en la feria de Plaza Serrano y que de repente me entrara un email del trabajo. Me parecía una pesadilla, una invasión interespacial. Sin ovni ni plato volador pero lo mismo al fin, porque apenas viera ese correo me iban a abducir sin escalas a la oficina y aunque mi cuerpo se quedara en cualquier esquinita de Palermo mi alma no: se iba a ir con las preocupaciones del lunes, y a la mierda el descanso, las papas fritas, la libertad de domingo. Me generaba un rechazo tan grande, se me hacía tan obvia esa pérdida del ser, que me indignaba hasta los chakras.
Mi madre se fue el lunes. A mí me llevó dos días recuperarme de la ingesta. Apenas pude volver a mí, me senté en la computadora con una taza de té y me quedé completamente tiesa frente al monitor. Había libros para mandar, cuentos que corregir, correos que responder y planes que se habían quedado esperando. Había, además, dos o tres textos a medio terminar, textos que había empezado con muchísimo entusiasmo, pero que de repente no pude continuar, como si ya no fueran míos. Pensé que todavía estaba mal de la panza, así que me tiré de nuevo en la cama y agarré el celular. Instagram me pareció una calesita en movimiento. De repente, esa red social que siempre quise, que me alivió la pandemia y que me trajo tantos —tantísimos— momentos gratos, me parecía insoportable. No tenía fotos para postear —la verdad es que saqué muy pocas en este viaje—, no tenía ganas de hablar de Irán —aunque tuviera mensajes medio pidiendo medio demandando la palabra—, no tenía nada que decir. Me puse a mirar reels. Después abrí un rato Twitter, después me dieron ganas de llorar.
Cuando pasaron dos días y yo seguía sintiéndome una mitocondria disminuída que no podía salir de la cama y que de algún modo se castigaba mirando la pantalla del celular, me di cuenta de que estaba viviendo mi propio Black Mirror. Pavor de mí: lo primero que hacía al abrir los ojos era manotear el teléfono. Me parecía ridículo el miedo que de repente me sobrevenía por no tener ideas o ganas de subir algo, como si Instagram fuera un jefe al que cumplir. Y aunque me recordaba a mí misma todo lo que hicimos este año, el libro, España, Venezuela, y qué sé yo qué más, el miedo estaba ahí y seguía ahí: enorme, abarcativo, casi sólido, mordaz. Por primera vez en un buen tiempo me vi desde afuera. No me gusté.
FAME
[fà-me] s.f. (solo sing.)
1 Bisogno fisiologico di mangiare SIN appetito: soffrire la f.; avere, patire, togliersi la f.
2 fig. Stato di grande povertà SIN indigenza, miseria: paghe da f.
3 fig. Grande desiderio, aspirazione profonda SIN brama: f. di denaro, di libertà

Yo escuché “Fomo” pero a mi cerebro llegó “Fame”, que es el verbo que en italiano quiere decir “comer”. Me pasa mucho últimamente. Desde que llegué a Brasil estoy poniendo todos mis esfuerzos para aprender a hablar portugués de oído. La llevo bastante bien pero, cuando se me hace una laguna o aparece un hueco (sabe Dios el castigo de quedarse muda cuando una es una verborrea ambulante) mi cerebro corre rápido al fichero y me trae el reemplazo que más se le parece. Entonces, por ejemplo, me enojo con el vecino nuevo y en vez de abrirle la jaula a mi razón oral, intento hablar enojada y en portugués. Resultado: 2 palabras en brasilero, 5 en italiano, un desconcierto total.
Entonces cuando le conté a Vir la manía con el celular y la angustia huérfana, y ella me preguntó si me daba fomo, yo entendí que si me daba hambre y le dije que sí, porque al final lo que hacía cada noche antes de irme a acostar era eso: tragar y tragar reels y estados de Twitter y noticias infames. Cerraba los ojos con ardor de pantalla y me iba a dormir con una sensación espantosa multiplicada por dos: primero, como decía antes, la de la invalidez. La culpa por no estar “haciendo nada”. La puerta abierta con carta de invitación al síndrome de la impostora. Entonces peor: el miedo a “no poder hacer nada”. La sospecha de que ya está, perdiste, ya fue, fin.
Segundo, porque aunque sé que esto es normal, que no es del todo real, que no me pasa solamente a mí, me cuesta controlarlo.
Hambre. A veces como reels. A veces como noticias. A veces como series de asesinos seriales. A veces como harinas. Nunca tuve un trastorno alimenticio, pero he masticado muchísimo de forma mecánica, presa total de la ansiedad.
FAMA
Del lat. fama.
1 f. Condición de famoso. (No hay que confundir la fama con el éxito).
2 f. Opinión que la gente tiene de alguien o de algo.
3 f. Buena opinión que la gente tiene de alguien o de algo

Hace un tiempo estaba hablando en una sobremesa acerca de la vida, de mi trabajo y, precisamente, de las redes, cuando la palabra “fama” (o “famosa”, no recuerdo bien) se puso sobre la mesa. Éramos cuatro personas y de repente ya no se habló más de la velocidad del mundo y los laberintos de internet, sino que el foco se puso acusatorio y mataco encima de mi cabeza. “Admití, por los menos, que te encanta ser más famosa”, me dijo uno. “Yo no soy famosa”. “Bueno, que te encantaría ser más famosa”. Estábamos sentados en la vereda de una pizzería pero igual sentí el rincón y las paredes frotándome la espalda. “Me gustaría que más gente leyera mis libros”, atiné a decir. No convenció. Me esforcé en explicar el modelo de negocio, defendí con dureza la democratización que trajo internet, las oportunidades para artistas y emprendedores, pero siguieron sin comprar. Porque sí pero no. Y los egos, y la exposición, y los canjes, y los influencers.
Me acuerdo que esa noche me fui a mi casa masticando aire. Yo estaba convencida de lo que decía, pero tironeaba conmigo misma para no admitir que tal vez había algo de real en la otra parte. Tal vez yo, la impopular, la que pasaba sola los recreos, la que nunca quiso vestido blanco ni altar, gozaba en secreto de los numeritos debajo de la foto, de los pequeños hitos que llenaban su nombre. Por primera vez en mi vida me gustaba mi nombre. Era mío. Ya no de mi papá, del tío de Santa Fé, del juez ese que no era ni pariente. Mastiqué un poco más y bueno, me gustaba la notoriedad, lo admitía. Pero no era eso. O sea: sí, pero no. Claro que me encantaban las invitaciones, los viajes de prensa, las oportunidades que jamás en la vida creí que se me iban a presentar. ¿A quién no? Pero no era la búsqueda de fama lo que me llevaba a pasar horas delante de la pantalla, escribiendo para una revista, escribiendo un libro, escribiendo un blog. Tampoco era fama lo que me tintineaban en la boca del estómago cuando encontraba la metáfora perfecta o cuando subía un texto que me encendía el brillo en los ojos, o cuando imaginaba mi próximo libro o mi próximo viaje. Qué era entonces. Bueno, tampoco lo sabía.
Hay una escena muy famosa de la película Whiplash en la que Andrew Neiman, el personaje que encarna Miles Teller, le dice a su novia que no pueden seguir juntos, “porque él quiere ser uno de los grandes”. La escena es descorazonadora. Me la cruzo de vez en cuando en instagram, y no puedo evitar ir a los comentarios. El film es un peliculón (está en Netflix) y, obviamente, casi todo el mundo siente pena por ella pero sin perder la simpatía por el personaje principal. El otro día, en uno de esos atracones pantalla en mano me volví a cruzar con el reel. En los comentarios había un debate que se parecía bastante al mismo debate que tuve yo cuando terminé de verla. Alguien decía “¿vale la pena perder tanto, arriesgar tanto por ser famoso?”, y aunque no era mi perfil ni eran mis amigos los que cuestionaban, sentí el impulso de comentar, de salir a defender a Andrew porque no, no es fama, es otra cosa.
Es un hambre de vida, una especie de Fomo personal: no querer perderse nada, darlo todo, el cuerpo, el alma, en pos de una pasión, de una meta, casi casi que de una misión. Es la certeza de la propia muerte. El miedo a no llegar, a ser más chico que el propio sueño. Y lo admito: sé que suena exagerado y que es debatible y que es Hollywood y todo lo demás. Pero voy a admitir también que a mi esa escena me enamoró.
El caso es que miré el debate debajo del reel, volví a hacerme bollito en la cama, agité el pulgar frenéticamente y cuando me aburrí de ver sin mirar me fui a dormir con estas tres palabras en la cabeza. Pensando que nada tenía sentido. Que los textos que ayer me entusiasmaba escribir hoy me parecen desnutridos. Que el camino a la excelencia no se allana atándose un grillete a una red social. Que no se puede escribir con un teléfono conectado a la mano derecha por intravenosa. Que qué mierda el Fomo y el capitalismo salvaje y los trolls y la ansiedad en coche. Y que para qué. Sobre todo y más que nada eso: para qué.
Entonces, me encontré a Bukowski.
“Me publicarán otro poema en el número de septiembre. No está nada mal, y así tendré ganas de vivir tres o cuatro semanas más. Te lo cuento porque me hace feliz a mi manera y estoy bebiendo cerveza. No me interesa tanto la fama como la sensación de que no estoy loco y de que las cosas que digo se entienden”.
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Si llegaste leyendo hasta acá, gracias.
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El libro que estoy leyendo se llama «El peligro de estar cuerda», de Rosa Montero, y habla sobre cómo funciona el cerebro de las personas creativas. Me está gustando un montón, recomiendo.
Y por último, recomiendo también la serie italiana «Cortar por la línea de puntos». Está en Netflix. Y va un poco de todo esto, aunque en otro sentido.
Ahora sí, me despido. Nos leemos en 15 días ♥ (bueno, un poco menos, en realidad).
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* «FOMO, FAME, FAMA» es la entrega número #6 de Blog a domicilio, la newsletter que mando lunes por medio a quienes tengas ganas de leerme en su bandeja de entrada. Aunque de vez en cuando repostee alguno en el blog, la mayoría de esos textos no se encuentran abiertos al público. Si querés vos también recibir mi blog a domicilio, suscribite en este enlace.
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