Los rostros de Santa Cruz de la Sierra son propios de un concurso no oficial de Miss Bolivia. En el centro de la ciudad los labios pintados, jeans al cuerpo y sonrisas sugerentes, desfilan en veredas transformadas en urbanas pasarelas y la competencia femenina se hace notar. No, esta no es la Bolivia de la tele… Los casi 2 metros de Juan captan miradas indiscretas y de repente me siento tan ajena como la chola de largas trenzas que intenta vendernos mandarinas en una equina. ¿Dónde están los rostros andinos, el cabello azabache, los sombreros típicos? En la otra cara de esta moneda, la región occidental, la más vendible.
Toti, nuestra simpática anfitriona de couch nos guía por la plaza central, prolija e iluminada, hasta la fiesta de esta noche. El Goethe Institute y la Alianza Francesa comparten el centro de estudios en la ciudad y en esta ocasión celebran la “Noche de la Unión Europea”. En el patio de un hermoso edificio colonial restaurado se despliegan tablones ofreciendo gastronomía ¿típica? de cada país. Desde la pizza italiana hasta unos malvaviscos con chocolates que se proclaman franceses. Música electrónica y luces de colores acompañan el ambiente y los rostros adolescentes, decorados y exaltados reclaman el premio al mejor stand. Si tuviera un shock amnésico repentino y no pudiera recordar en dónde me encuentro jamás podría adivinarlo sin ayuda. Santa Cruz se presenta moderna, “cosmopolítica”, con rimmel y manicure. Todas las diferencias culturales, económicas e ideológicas resaltan de manera abrupta y de pronto la Bolivia esa que todos los mochileros vienen a buscar queda relegada a un paisaje romántico. Aquí, frente esta tierra rica y de chicas delgadas y provocativas, caen en mi mente los recuerdos de muchas voces viajeras, esas que al regresar a casa tras una experiencia andina se deshacían en elogios y admiración. El sueño de una América Latina hermana, justa y sabia pareciera tener comienzo en el altiplano vecino, aunque aquí, a pocos km. de esa hermosa postal la realidad es muy diferente. La voluntad por ser como el resto (definiendo ese “resto” como el maniquí globalizado) abre brechas de identidad cada vez más irreconciliables y la unidad nacional sencillamente no existe. El enfrentamiento es cada vez más palpable, y bajo el lema de “divide y reinarás” los discursos políticos se han encargado de estableces dos bandos bien notorios, unos ricos y culpables, otros pobres y víctimas. Aquí el Martín Fierro no tendría cabida sencillamente porque los mismos bolivianos no se reconocen como hermanos y por ende se enfrentan libremente como dignos rivales bajo la misma bandera. Y el tropel de voces que sigue resonando en mi cabeza choca abruptamente con lo que mis ojos perciben.
Las cholitas que miles de veces han sido rememoradas con emoción luchan en esta enorme ciudad por ascender un poco en la cruenta escala y la tristeza se filtra en sus rostros y sus miradas. No quiero caer en la simpleza de culpar a los jóvenes de mi alrededor, después de todo estoy más cerca de ser uno de ellos que de convertirme en una mamita vendiendo comida en el mercado. Pero no puedo tampoco aplacar mi sorpresa frente a este escenario tan dispar y a la vez tan actual. Se supone que deberían existir ciertos rasgos que le dieran una identidad común a la gente de un mismo país. A pocos días de haber entrado en Bolivia tengo que hacer esfuerzos para encontrarlos. Y no hablo de la historia compartida ni del gusto por la misma comida, me refiero a esas cualidades típicas que uno lleva con orgullo, esas banderas que uno alza para defender quién uno es. Mis pensamientos se filtran en voz alta y frente a mi comentario de que la gente de aquí no parece boliviana alguien me arremete: ¿Y qué es ser boliviano? A esta altura, ya no lo sé.
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