El avión aterriza a media mañana. Por la ventanilla veo un gris instalado, y las gotas de lluvia no tardan en mojar el asfalto. Acabo de llegar a Croacia después de tres vuelos eternos que me llevaron de Buenos Aires a Amsterdam, de Amsterdam a Barcelona y de Barcelona, finalmente, a Zagreb. No sé qué hora es, pero tampoco tiene mucho sentido. Mi reloj bilógico está de huelga, y la alarma de entusiasmo (Hey, Nena, acabamos de llegar al país n° 40!) tarda en activarse.
Afuera del aeropuerto, alguien nos espera. Habla un inglés prolijo, pero no puede evitar los rastros de su lengua natal al nombrar la capital. “Tzágrev”, dice, es hermosa. Arrastra la zeta, le da fuerza a la erre, deja la ciudad invada la oración. Después entenderé que nombres así no deben decirse a la ligera.
La capital de Croacia es el resultado de la unión de pueblos antiguos que antes eran enemigos: Kaptol y Gradec, cuya historia se remonta a los tiempos medievales. Ambos barrios están en lo que se denomina Parte Alta de la ciudad, mientras que en al Parta Baja está la Zagreb más nueva, fuera de los circuitos más tradicionales, ni tan fotográfica ni tan petit.
No pensaba encontrar el amor en Zagreb. No sé, uno dice “romance” y piensa en París, piensa en “pasión” y viaja a Italia. Antes de esta visita, Croacia era no para mí más que una incógnita de cuadritos rojos y blancos, alguna que otra postal de Dubrovnik, un país que se me había escapado en el viaje por los Balcanes. Me gustaba eso. Llegar como de la nada, los sentidos abiertos, la expectativa desnuda. Teníamos una lista de desafíos pendientes, pero yo sabía que el reto en sí iba a ser llevarme una impronta fuerte, un recuerdo tan marcado como el sello negro que ya adornaba mi pasaporte. Así que me propuse encontrar el corazón de Zagreb. Antes de probar comidas extrañas, de bailar en croata, de tachar ítems de la lista, quise jugar a desenvolver la ciudad, a descubrir sus capas. Anoté “Encontrar el corazón de Zagreb”. Libre interpretación. Salimos a caminar. Llovía como el fin del mundo.
El corazón partido
No sé si fue una casualidad ─supongo que a esta altura de mi vida ya no creo en las casualidades─, pero la búsqueda del corazón de la capital croata me condujo, la primera tarde en la ciudad, al Broken Relationtships Museum (Museo de las relaciones rotas, o museo de las rupturas). Para entender un corazón, es imprescindible saber lo que se siente tenerlo destrozado.
Me pareció un gesto de sensibilidad absoluta de parte de Zagreb. Algo tan universal y a la vez tan tabú, porque el funeral del amor da vergüenza. El museo abrió en 2010 y contiene una muestra aleatoria de objetos donados por la gente, que representan la historia que se terminó, que no pudo ser, que todavía no se puede superar. No hay mucha ciencia: es una vitrina, un elemento y una explicación escrita por el propio protagonista. Hay más de treinta o cuarenta desamores exhibidos (aunque la muestra tenga más de 2400) de gente de entre 19 y 85 años, de todos los países, de todas las épocas. No hay segundas campanas porque claro, los dolores son así, desgarradoros, unilaterales, absolutos. Pero algo tan simple y a la vez tan complejo nos mantuvo leyendo en silencio durante horas, a veces entre sonrisas (frente a un hacha, por ejemplo, que el despechado usó para reducir a astillas todos los muebles que su ex tardó en pasar a buscar), a veces con horror (frente a un stileto, que un cliente pervertido le pidió de obsequio a una prostituta luego de haberlo lamido por horas, sin saber que ella era su novia del jardín de infantes, su primer beso de la infancia) a veces con la mano sobre la boca abierta (frente a una simple tapita de champan, que todavía transmitía el dolor en carne viva), a veces inmersas en nuestros propios recuerdos. ¿Qué aportaría en esta muestra? ¿Cuál fue mi peor desamor? ¿Sirvió de algo? Me urge Juan.

Zagreb y yo parecemos tener algo en común. Nunca fui buena con las rupturas. No sirvo para ser amiga de mis ex. Cambio la página, doy vuelta, sepulto. No soy la única, aparentemente. J., de EEUU, dice “It was as if we didn’t know each other at all” (Era como si nunca nos hubiéramos conocido). Me he sentido así muchas veces. Es de noche cuando nos vamos. Hay algo de reconfortante en todo esto.
El corazón comestible
Zagreb es la ciudad de un millón de corazones. Esa es la cantidad de personas que viven en la capital croata aunque, a decir verdad, no se notan. No sé si es la lluvia, la siesta, o el frío, pero el centro histórico parece un set de filmación, todo para nosotras. De la Plaza San Marcos (donde está la famosa iglesia de los techos de colores) bajamos y atravesamos uno de los arcos que quedan de la época en que Zagreb era una ciudad amurallada. De todas las vidrieras de los negocios de suvenires cuelgan corazones “licitar”, el obsequio más popular de Croacia y el símbolo de la ciudad. Rojos, presentados como si fueran de azúcar, los corazones solían ser preparados con pan de jengibre y decorados con mensajes de amor. Según la tradición, el enamorado le daba el corazón a su amada el día de San Valentín o durante las fiestas. Algunos, incluso, tenían un espejo en el centro que servía para que al verse reflejada en el corazón que le acababan de obsequiar, la enamorada supiera que era ella la dueña del amor de su príncipe.

Los años, como suele suceder, se llevaron lo mejor de los corazones: el romanticismo y las calorías. Hoy ya casi nadie los prepara de pan, sino de plástico o de madera, y ya no se consideran un obsequio amoroso sino un recuerdo de la ciudad. De todas maneras, corazones aquí, corazones allá. Por cierto, la fabricación de los corazones licitar fue declarada Patrimonio Intangible por la Unesco en el año 2010.
El corazón edificado
Cuando era chica, soñaba con ser arquitecta. No porque me gustara la construcción, ni la física, sino porque siempre me llamaron la atención los edificios, las fachadas, los estilos. Me parecía ─y me sigue pareciendo─ que independientemente del tiempo y de la geografía, la arquitectura es un arte. Y como en todo arte, hay alma, hay historia, hay intención e inspiración en cada estructura. Detrás de buena parte de Zagreb, está Herman Bollé, un arquitecto alemán a quien convocaron en 1876 para completar la construcción de la catedral de San Marcos, en la parte alta de la ciudad. Cuando un terremoto sacudió Zagreb en 1880, Bollé puso manos, imaginación y corazón a la obra, y reconstruyó y diseñó buena parte de la ciudad. De las obras que visitamos, sin dudas la que más me gustó es el cementerio de Mirogoj, un lugar no tan visitado por los turistas. Hay una cierta polaridad respecto a este tipo de paseos: o te encanta ir a los cementerios, o no los entendés. Yo estoy en el primer grupo. Cuando viajo, me gusta apreciar la relación de la gente con sus muertos. Creo que es parte fundamental de la cultura, que se puede aprender algo. En este caso, además, se puede pasear mucho. Mirogoj es un cementerio enorme, muy verde, lleno de esculturas, lleno de paz.

El corazón de otro tiempo
Ya lo comenté antes: me apasiona la gente que vive con pasión. En Zagreb no tardé en encontrar gente así. Y si una ciudad es lo que es, se lo debe ni más ni menos que a sus habitantes. De todos los encuentros que tuvimos en nuestra estadía en Zagreb, el más impactante tuvo que ver con el tiempo. No sé si a todos los viajeros les pasa igual, pero cuando llego a una ciudad antigua no me resulta del todo fácil imaginarme la vida de esa misma ciudad, pero en otras épocas. Una mañana de domingo, mientras caminábamos hacia la estación de tram para ir al cementerio, un señor con galera y bastón nos frenó en la plaza central. Nos dijo que era un soldado, que estaba protegiendo las murallas de la ciudad, y que si subíamos a la parte alta, podríamos encontrar a muchos personajes del tiempo dispuestos a contarnos su historia. El hombre no era ni más ni menos que uno de los miembros de “Zagreb Time Machine”, un programa que se lleva a cabo todos los sábados y que tiene como fin envolver a los viajeros con la historia de la ciudad, personificada. El sábado no los habíamos visto por la lluvia, por eso habían salido el domingo. Me encantó la idea, no sólo por lo interesante de las charlas y las fotos, sino porque se podía ver la compenetración de los actores, el placer de su trabajo.
La perlita: mientras charlábamos con la lavandera, otro personaje se cruzó en nuestro camino. El farolero de Zagreb pasó delante nuestro encendiendo la farolas de la ciudad, que aún funcionan a gas. No era parte de show: el hombre hace su trabajo todos los días, prendiendo la luz por la tarde, y apagándola por la mañana.
El corazón invisible
Todos tenemos un lado menos evidente, una parte que no es la que más nos gusta compartir, mostrar de buenas a primeras. Zagreb también. Como parte que fue del Imperio Austro-Hungaro, la ciudad hace gala de una arquitectura impecable: calles angostas, fachadas de colores, construcciones con cúpulas y puertas adornadas. Ni bien llegamos, Ani pensó en Budapest. Yo me fui a Brasov, en Rumania, y aquello que había leído ─que Croacia era occidente, que Serbia era balcánico─ tuvo sentido de inmediato. Llegué a dudar de Yugoeslavia, del socialismo, de la historia no tan lejana, que parecía no haber tocado a la ciudad. Pero eso que no encontré en guías ni en folletos oficiales, fui a hallarlo justamente en un blog, y ese blog me llevó al otro lado del Río Sava. Puede que si el tiempo que tienen es escaso, llegarse al otro lado de la ciudad para ver los restos de una época no tan florida no sea una opción. Pero develar el corazón de Zagreb implicaba salirse de los circuitos, así fuera para seguir otros diferentes.
El paseo costero bordeando el Sava es un punto de encuentro de corredores, paseadores de perros, caminadores y demás especies deportivas, vestidas de jogging. No es un lugar para ir de sneakers, a menos que vayas cámara en mano, y estés dispuesto a capturar todas las esculturas de la época socialista. De este lado de la ciudad ─también llamado “el dormidero”─ se construyeron muchos edificios para las clases obreras de Zagreb, que usualmente trabajaba lejos de la parte alta. Hoy esos edificios siguen en pie, haciendo gala de su linaje socialista: gris, concreto, monobloquero. No tiene el encanto de ensueño de la parta austro-húngara, claro está, pero no deja de ser parte de la historia ─como los retazos de una relación rota, los recuerdos de la máquina del tiempo─.
Algunos datos útiles sobre este viaje:
Dónde dormir: Aniko y yo nos quedamos en el Swanki Mint Hostel, un hostal que se ubica sobre la avenida Ilia (la más larga de Zagreb y que está muy bien ubicada). Nos encantó, no sólo por las comodidades, sino por la historia. El hostel está el edificio que antes era una lavandería, y se nota mucho en la construcción.
Precios: Croacia es un país barato para la Europa turística, y caro en comparación al resto de los Balcanes. Así y todo, nada es exorbitante. Un café ronda los 2 euros, la entrada a un museo los 3-4 euros, un buen plato de pasta en un restaurant hiper turístico, 5 euros. Para moverse, lo mejor son las piernas 😉 o el sistema de tranvías. Si se van a quedar varios días les recomiendo la Zagreb Card, que tiene pase libre a todos los medios de transporte.
Dónde buscar info: Si no tienen problema de leer en inglés, dense una vuelta por Chasing The Donkey, el blog de una expat australiana que tiene TODO sobre Croacia. Y es muy llevadero de leer.
Consejo extra: Sé que cuando uno viaja de mochilero, le escapa un poco a los tours guiados. Pero después de un tiempo dando vueltas, me dí cuenta de que muchas veces vale la pena invertir un poco. Si andan por Zagreb y tienen ganas de caminar un rato con alguien que sabe un montón de la ciudad, y que además habla bien a lo argentino, no dejen de contactar a Dalma Čipčić, una argentina hija de croatas que dedica su vida a contar la historia de este hermoso país. dalmacipcic(arroba)gmail.com 🙂
En este desafío contamos con el apoyo de:
Felicidades…. tienes un espítiru aventurero son de pocos!! sigue en tu misión y cuidate mucho.
Zagreb es un lugar lindo, se ve bastante organizado y los mercados de allí tienen magia. De mi último viaje me pareció que fueron los más amables, he llegado a la conclusión que su lenguaje es sonreir todo el tiempo.