La señora le dispara la pregunta a mi mamá con una gran sonrisa, a la vez que me examina con amabilidad. Yo pongo carita de simpática, de esa que no me sale bien cuando hablan de mí a los gritos, y asiento con una curva en los labios. Es la cuarta vez en la mañana que la escena se repite, y ya casi puedo predecir cada línea con exactitud. Estamos en el registro del automotor, una de esas oficinas burocráticas y reiterativas, donde abundan los papeles desordenados y las empleadas ponen sellos con una potencia catártica. Mi mamá es gestora, y pasa por lo menos cuatro mañanas a la semana “encerrada” en algún registro, llevando papeles de gente que se acaba de motorizar. Si calculamos que he estado fuera de San Nicolás los últimos dieciséis meses, podemos sacar una cuenta rápida de la cantidad de veces que mi mamá ha estado en esas oficinas, así como del número estimativo de veces que ha contado algo sobre mí (exageración de madre fan de su hija incluida). Conclusión: soy cuasi famosa. No me llamo Laura, ni soy la hija mayor, ni la que estudió Turismo. Soy la que viaja.
La secuencia es la siguiente: mi mamá dice: «Fulanito/a, ella es Laura, mi hija”. Y ahí viene la famosa preguntita, seguida de un “Ooohhhh/Ahhhhhh!!! , yo pongo cara de póquer, y empieza el cuestionario. Pero hay una milésima de segundo, una milésima casi imperceptible, en que el interlocutor trata de asociar a la chica que tiene en frente con la idea que se viene haciendo de mí desde hace casi dos años, en función de los relatos de mi mamá. En ese instante, la persona me mira de pies a cabeza, sonriendo sorprendida, sin poder creer que efectivamente la que está ahí parada es la hija descocada de Liliana, esa que se fue a recorrer el mundo a dedo. Ojo, no es que no lo pueda creer por la grandeza de mis hazañas. No. No lo puede creer porque mientras mi mamá contaba que estábamos en el medio de la selva con los indios shuar, o que habíamos logrado ir gratis a la Antártida, esa persona se imaginaba a una hippie con rastas hasta la cintura, pantalones a rayas colorinches y zapatillas de lona. Y lo que tiene en frente es a una chica más de esas que se desinflan en el centro de San Nicolás a esas horas de la mañana: botas, cartera, tapado. Esta mañana, la última sorprendida la miró a mi mamá con dulzura y le dijo: “Ah, pero ella es muy linda…” (¿?)
Para esta gente la sorpresa viene de la mano de una cuestión puramente estética, de apariencia. Viéndome caminar por la vereda, nadie apostaría que esa chica es la misma que se ha trepado a decenas de camiones, sin importar lo sucio o incómodos que sean, con tal de llegar a destino. Sin embargo, este mini establecimiento en Argentina, me ha vuelto a poner en contacto con personas a las que hacía mucho tiempo que no veía, personajes que se quedaron en capítulos más atrás. Si miro sobre mi hombro, puedo dividir mi vida en grandes etapas, todas ellas en ciudades distintas, con diferentes amores y diferentes personas. Casi que me vengo tomando eso de “pasar la hoja” de manera muy literal, pues cuando un ciclo concluye se viene una mudanza, un cambio de escenario, nuevas caras, y así también una nueva historia. Mi última fase sedentaria aconteció en Buenos Aires. Esas personas conocieron una versión de mí más universal: alquiler, oficina, cuentas. Lo de siempre. Tamaña es la sorpresa que se llevan cuando de repente descubren qué fue de mi vida, y tratan de unir a aquella yo con esta, con la que viaja.
A mí no me pasa eso de no poder creer que fui yo la que pateó todos esos kilómetros los últimos dos años. Cada foto mental, cada recuerdo, es un engranaje fundamental de mi construcción personal.
Amo las campanas porque sé lo que se siente hacerlas sonar.
Respeto más al café porque abracé a las manos que lo cosechan.
No me altera el caos del tránsito porque se lo que es surfear en un rickshaw por las calles de
Bombay.
Soy lo que soy porque me fui de viaje porque fui de Viaje porque fui del viaje
En sus más sinceras caras de asombro vuelvo a descubrirme yo también. Después de tanto tiempo ya tengo muy asumido el cambio de mi vida como para hacerme preguntas circulares, pero hubo una época en que no todo estaba tan aceptado, y a veces tenía raptos de culpa (¿yugo católico apostólico romano?), ataques de drama existencial en donde no lograba unir las partes de mí. Recuerdo ahora largas charlas nocturnas con mi amigo Marcelo, en las que intentábamos los dos entender, cómo era posible que yo estuviera siendo tan feliz con esta nueva vida de despojo y aventura, y hubiese sido a la vez tan feliz en la vida esa de la que me estaba desprendiendo, con un noviazgo tan diferente, con unas bases tan atadas a la rutina. En aquél entonces me preguntaba a mí misma más cosas de las que era capaz de responderme, y terminaba por poner incluso en duda mis pasados sentimientos de alegría. Era como si un embajador de mi viejo yo, anduviese preguntando por ahí “¿Ella es la que viaja?”, con total incredulidad.
Ahora que ya le he dado tiempo al tiempo, se bien que fui tan feliz en aquella vida como lo soy en esta. Tengo una imagen mía que es muy simple. Me veo bien vestida, maquillaje y zapatos, con un barrilete atado al bretel de la cartera. Creo que era así como me desplazaba por Buenos Aires. A todos lados llevaba mi cometa imaginaria, cargada de mapas y viajes, pero siempre con un pie sobre el asfalto. La que ahora viaja es tan yo como la que se iba a la oficina sin desayunar. La que llegó a su casa a dedo es tan yo como la que ahora hace turismo por las burocracias nicoleñas, llevando papeles y formularios, ayudando a su mamá. La que arma la mochila en cada partida es tan feliz, como la que hoy sonríe porque tiene un balcón con plantas que cuidar, una mini colección de cactus y una casa que disfrutar hasta que empiece el nuevo viaje.
hoy eres mi inspiración 🙂
idem