La distancia que separa San Salvador de Suchitoto no se puede medir en kilómetros cuando se viaja en bus. Hay que sumar paradas para preguntarle a los transeúntes si por casualidad no quieren subirse al micro, restar atajos y reglamentaciones, multiplicar los tiempos de espera y los por si acaso y, por sobre todo, dividir la paciencia para que alcance a cubrir cada retraso inesperado.
Me quedaba incómodo El Salvador. Cuando estuve cerca, era incómodo de conectar, incómodo de incluir, incómodo de afrontar. Quedaban todavía retazos de una guerra hostil, y yo ya me había gastado todo el coraje en subirme a un avión a México para llegar por tierra hasta Panamá. No me quedaba nada encima como para todavía hacer tripa corazón y de cuenta que era todo mentira, y subirme a un colectivo sola rumbo a San Salvador, así que de Guatemala me fui a Honduras, y seguí camino. Cuando estuve lejos, y el viaje se hubo terminado, El Salvador seguía siendo una chinche en la silla, una aclaración molesta pero necesaria “visité todos los países de Centroamérica, excepto El Salvador”. Y así como quien fija la atención en esa pequeña ficha que le falta al rompecabezas, que no puede disfrutar la obra completa porque ese huequito está ahí, y no se va a ir por sí sólo, El Salvador pasó de ser “el pulgarcito de Centroamérica” a ser mi cuenta pendiente más impensada en el mapa de mis viajes. “Algún día…”, me decía, y esa promesa venía siempre acompañada de dos nombres, nombres que por esa magia de mi memoria aleatoria habían me quedado grabados desde entonces: Suchitoto y La Ruta de las Flores.
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Verde. Hacia el frente, en las banquinas, en los volcanes o montañas que habían convertido a estas rutas en un sube y baja renovable con cada curva. Verde soberano, verde fresco, verde vida. El bus que nos estaba llevando hacia Suchitoto (y que habíamos alcanzado de refilón, al bajar a las corridas de otro bus) cargaba gente con un “buenos días” y se zarandeaba al ritmo de una música bajita. Eran cerca de las 10 de la mañana y un calor empalagoso me envolvía desde los tobillos. Con la mirada al frente, perdida en ese paisaje tan tropical, me descubrí sonriendo. Abrazada a mi mochila, entendí que esos calores ─que jamás existieron en mi parte de Argentina, y que pueden ser pegajosamente molestos─, tienen un poder de felicidad increíble en mí. Transpiro, se me encarna la ropa, y me sale la sonrisa. Pegada a mí más por la sofocación que por una cuestión de espacio, Stefa también sonreía. Nos habíamos conocido gracias a este blog en Medellín, y las vueltas de la vida nos habían convertido en amigas, compañeras de trabajo y, ahora, compañeras de viaje. Con sus apenas 22 Stefa cargaba una mochila flan que resistía pero que había que reacomodar de vez en cuando, y estaba convencida ─después me iba a terminar convenciendo a mí también─ de que este era un viaje de sincronías, y que el universo nos estaba poniendo en frente a todas las personas y las cosas indicadas, justo en el momento en que las necesitábamos. Este bus, era el claro ejemplo de eso.
La distancia que separa San Salvador de Suchitoto no se puede medir en kilómetros cuando se viaja en bus. Hay que sumar paradas para preguntarle a los transeúntes si por casualidad no quieren subirse al micro, restar atajos y reglamentaciones, multiplicar los tiempos de espera y los por si acaso y, por sobre todo, dividir la paciencia para que alcance a cubrir cada retraso inesperado. La receta se aprende muy rápido cuando se viaja en transporte público en cualquier país de Centroamérica, pero siendo que El Salvador era mi primera parada después de varios años sin regresar, pensé que me iba a costar. Me equivoqué. Esa fue la primera señal de que estaba en otra sintonía. Dos días antes, en mi ciudad, había renegado hasta comprimir los dientes por un colectivero que le tenía pánico al acelerador y nos cruzó la ciudad a paso de hombre. Ahora el tiempo pasaba peor de lento y no sólo no me importaba, también sonreía.
Rosmarí, la señora que estaba sentada justo al lado nuestro y que nos venía mirando desde hacía un rato, nos preguntó si era nuestra primera vez en El Salvador. Las caras nos traicionaban. Quiso saber que por qué, y le dije que porque su país era hermoso, adelantándome a lo que confirmaría después, y cayendo en la cuenta de que ese pedido de explicaciones es más común de lo que uno podría creer. En Albania, en Venezuela, en la India… ya ni sé la cantidad de veces que la gente me preguntó por qué estaba visitando su país, y sigo sin acostumbrarme. ¿Por qué será que a veces tienen que venir otros a señalarnos el valor de lo que tenemos sin darnos cuenta? Le dije que habíamos llegado hacía poco pero que ya nos habíamos hecho fanáticas de las pupusas, unas tortillas rellenas que las mujeres salvadoreñas preparan entre aplausos, y que estaba impactada con la cantidad de volcanes que habíamos visto en el camino. Rosmarí sonrió con un cierto pudor, porque el elogio a su tierra era también un elogio hacia ella. Después nos contó que tenía tres hijos en Estados Unidos, y que a los dos más chicos los había mandado medio a la fuerza con el más grande “para salvarlos de las maras”. Entonces la sonrisa se le volvió una llanura, y bajó la mirada. Le pregunté por nietos en un intento de rescate, y tuve suerte, porque seguimos hablando de la vida en los pueblos salvadoreños, sin volver a tocar el tema. Rosmarí hacía pizzas en su casa y salía a venderlas todas las mañanas. La palangana vacía que traía sobre su falda era un estandarte del éxito de sus manos. “Las vendo siempre todas”, nos dijo, y vimos como de a poquito se le ensanchaba en pecho. Antes de bajarse nos deseó un lindo viaje, y volvió a repetirnos, con ese tono inconfundible que tienen las madres, que nos cuidáramos mucho, que El Salvador no era un buen país para pasear. Se hizo un silencio que duró hasta que se terminó el viaje. No sé en qué habrá estado pensando Stefa, pero a mí las palabras de Rosmarí me trajeron de vuelta mis pensamientos viejos, y a esa cada-vez-más-creciente discrepancia entre lo que se percibe en las calles y las generalizaciones que se leen en las noticias.
Hubo un momento preciso en que el asfalto se volvió adoquines y los colores pastel empezaron a ganarle terreno al verde. Una bajada abrupta, después una subida, y finalmente una esquina. El bus frenó, la gente se empezó a bajar en masa, y el chofer estiró el brazo y masculló algo de lo que sólo entendí “plaza”. Las cúpulas de la iglesia blanca por sobre los tejados bajos completaron el mensaje. Acabábamos de llegar a Suchitoto.
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Stefa tiene una cara de felicidad que es altamente contagiosa. No sé si a otros viajeros les pasará lo mismo, pero a veces me encuentro a mí misma viajando, feliz, pero con nostalgia de ese cosquilleo novato en la panza. No es que me falte entusiasmo o que no me emocione llegar a un lugar nuevo, sino que de algún modo, viajar se volvió mi zona de confort, y en algún punto del camino naturalicé ciertas cosas. Celebro cada viaje, agradezco mi suerte cada noche y a cada Dios de cada iglesia que visito, pero en algún lugar del camino perdí las mariposas. De vez en cuando reaparecen, pero no es algo que pueda predecir. Viajar con Stefa me trajo de vuelta esas sensaciones primerizas, me ayudó a entrar en esa sintonía de ver todo por primera vez, a conectar con la frecuencia que iba poniendo el camino.
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Lo primero que teníamos que hacer era buscar un hostal, y después de haberlo encontrado revoleamos las mochilas y nos fuimos a caminar por Suchitoto. Apenas había pasado el mediodía y el sol ─que por estos lados no sabe calibrar la intensidad─ quemaba en las piedras. La Pupusería Nenita ofrecía almuerzos completos por U$D 2, y entre arroz, torrejas de papas, frijoles y té frío, nos sentamos a comer frente a la plaza. Era día de semana, y aunque los trabajadores rotaban entre las mesas con sus botines desaliñados y sus conversaciones internas, el ritmo de la plaza central del pueblo no perdía su paciencia.
Suchitoto es un pueblo de casas bajas y calles de adoquines, con paredes pintadas de color pastel y ventanas altas que están siempre enrejadas. La gente dice los buenos días a todas horas, y no escatima en mostrar las sonrisas adornadas con pedacitos de oro y plata que bien valen el sacrificio. Tiene una iglesia blanca que aparece en todos los folletos, una pupusería que se lleva todos los premios y una laguna que está siempre cubierta de camalotes. Pero por sobre todas las cosas, tiene paz. Una paz de esas que no se fingen ni dibujan, porque tiene más que ver con la siesta y su arreglo con el reloj, que con tratados o acuerdos elegidos.
El tiempo en Suchitoto tiene otra relatividad. Las horas pasan lento y se estiran como el sol de verano. Las calles huelen a remanso y ni los perros vagabundos pisas sus veredas. Stefa y yo gobernamos las esquinas a punta de cámaras. Todas las puertas tienen rejas, y a través de los barrotes espiamos la vida que pasa casas adentro. Me sorprende la oscuridad preponderante en todos los espacios. Alguien mira una novela extranjera sentado a centímetros de un plasma último modelo, y el volumen desmesurado rompe el hielo del ambiente. En la casa de al lado un nene me sonríe desde la ventana, y unas casas más allá, una chica se mece en su hamaca, que atraviesa de punta a punta el comedor, para matar al tiempo. Hay abuelas que estiran sus brazos desde las rejas, chismes que se cuelan entre los barrotes, nenes que juegan a las figuritas en los alfeizares. Nadie se le atreve al calor del mediodía.
Stefa y yo deambulamos en busca de la esquina más hermosa. Cuando nos cansamos del masaje brusco que suponen los adoquines desparejos bajo nuestras suelas, tomamos el primer bus hasta el puerto, en busca de agua. Nos llevamos una decepción: hasta la orilla llegan las plantas flotantes. Un señor bondadoso nos deja meter los pies en la piscina privada del club, y la vida vuelve a reverdecer. Recién son las dos de la tarde. Sí, el tiempo corre gatea distinto en Suchitoto.
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Acá nadie te niega nada. Si pasamos tres veces, son tres veces buenos días, y si nuestras miradas rozan ─así sea de reojo─ con la de algún distraído que pasa caminando, se viene como mínimo una sonrisa que deviene inevitablemente en un saludo. Si preguntamos curiosamente la más obvia de las obviedades, nadie va a escatimar en explicaciones ni en detalles, y el adiós o hasta luego no está sujeto a nuestra voluntad de comprar. Así de amabilísima es la gente calma de Suchitoto, y me atrevo a decir que lo mismo sucede en El Salvador en general. Hoy, sin ir más lejos, el conductor del bus que nos trajo hasta acá ─y la docena de pasajeros que viajaron ensardinados─ mantuvo una paciencia de oro, buen trato e igual humor durante todo el viaje. A Stefa no la sorprenden estas cosas ─y es entendible, dice que todo le recuerda a Colombia y con razón─. A mí, sin embargo, estos pequeños detalles me parecen sellos centroamericanos de viaje, y me mantienen conectada a mis pies y mis pies a la tierra que voy transitando en este viaje.
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Son casi las cuatro. Las mujeres de la Pupusería Nenita charlan mientras esperan la hora de empezar a amasar, porque las pupusas son cosa de cena. Unas nenas saltan la soga en medio de la calle, y algunas caras empiezan a asomarse a las veredas. Las horas que llevamos en este pueblo nos parecen días. En el banco de la plaza nos sentamos a mirar la tarde pasar, aunque pase despacio y la brisa de la noche se haga rogar. No hay ninguna otra cosa mejor que quisiera estar haciendo en este momento.
Algo de info por si querés visitar Suchitoto:
El bus desde San Salvador cuesta U$D 0,5, y tarda una hora. Hay buses directos desde la terminal que son un poco más caros y tienen menos frecuencia, pero los regulares pasan en frente, y a cada rato. Nos hospedamos en el hotel de la foto, que se llama «Los Sanchez». Pagamos U$D 25 entre las dos, por una habitación privada, con baño privado, TV, ventiladores y toallas. No encontramos nada más barato, pero más allá de eso, el precio nos pareció muy razonable: el cuarto era enorme y hasta tenía una terracita que daba a la calle. ¡No dejen de ir a la Pupusería Nenita! Las pupusas más ricas que comí en todo El Salvador, y a un precio increíble: U$D 0,5 cada una, y con tres quedás más que lleno. Si se están muriendo de calor, la piscina del club del puerto vale U$D 3 para pasar el día.
Gracias Laura, me hiciste recordar la que fue por unos cuantos años mi hogar, de donde viene mi bisabuelo, y por ahí dicen que lo se hereda no se hurta, y las descripción más increíble de Suchitoto, la paz que encontrás es increíble, llegue huyendo y Suchitoto me recibió verde, silencioso, caliente pero con demasiado amor!!!
Hola! Estoy a punto de viajar y pensaba en subir desde colombia a mexico… es recomendable? o preferible ir en vuelo directo a mexico y luego ir bajando?
Bueno, yendo en una dirección o la otra vas a tener que cruzar el tapón de Darién, que es lo más difícil de resolver. Por el resto, da lo mismo por donde vayas, el camino es hermoso en cualquier sentido!
Hola Te saludamos de Museologika. Junto a un grupo de jóvenes de Suchitoto, El Salvador hemos creado el primer periódico comunitario del municipio. Este pretende ser un espacio abierto a la participación ciudadana, y nos gustaría reproducir tu crónica de viaje. Nos das permiso?
http://www.gacetasuchitoto.com
Hola Milton. Si el periódico es on line, no se puede reproducir completo porque Google penaliza el contenido duplicado. Pueden copiar algunos párrafos y poner un link a mi blog para leer la nota completa. Gracias de todos modos por preguntar!
Hola Laura, me encanto tu reportaje, quiero saber si desde el Aeropuerto de San Salvador pasan los buses que van hacia Suchitoto?’ Saludos desde Colombia.