Es domingo por la mañana y las mujeres en Guayama se preparan para ir al mercado. Estamos en la sierra ecuatoriana, a casi cuatro mil metros de altura. El frío es tajante, pero eso no parece interrumpir el ritual. Hemos llegado ayer a este pequeño páramo perdido en el viento, sin rumbo más que el de querer encontrarnos con los rostros eclipsados por los grandes ponchos, con esa gente que vive entre el frío y la huerta. Aquí hemos pasado la noche, en casa de Julio Cesar, un paisano de escasa estatura, cuya esposa e hija se preparan ahora frente a mis ojos. Desde un rincón de esta pequeña casa de adobe las miro, a la vez que bebo a sorbos la sopa que me han convidado con prisa…
Mientras la joven arregla su pollera, la madre le alisa su negra melena, con un cuidado tal que pareciera que los cabellos fueran a romperse entre sus dedos. La peina, le envuelve la cola de caballo con una gruesa cinta de color, y le coloca el sombrero con delicadeza. Cuando la joven está lista, cambian de rol y la madre se sienta donde antes lo hacía la hija. Observando esta escena matutina pienso en las abismales diferencias de costumbres y de simbolismos entre las distintas culturas. En las ciudades ir al mercado (o al supermercado) infiere una necesidad de consumo, de simple abastecimiento, pero en estos pueblos en cambio es toda una ceremonia en donde ningún detalle es librado al azar. Las mujeres se visten con sus mejores ropas, siempre destilando esa elegancia al caminar, aún en terrenos complejos. Los hombres hacen lo suyo, aunque claro está, no con la misma dedicación femenina.
Luego de que todos se han alistado correctamente emprendemos el camino hacia Guangaje, la comunidad cercana. Ni Juan ni yo estamos a la altura de las circunstancias: llevamos días sin bañarnos y el polvo no ha sabido perdonar nuestra ropa, por lo que además de extranjeros nos vemos sucios. Los ojos curiosos de los pobladores parecen esquivar ese detalle, sin embargo, y a medida que nos acercamos al mercado se aproximan sonrientes a saludar.
Frente a la iglesia un enorme patio con puestos de frutas, y más allá el sector principal hacia donde nos dirigimos. Allí un peluquero le corta el cabello a un niño obediente, mientras unas señoras intentan vender sus ovejas, un hombre arrastra de la pata a un gran chancho negro que se resiste y unas adolescentes cuchichean por ahí. Es evidente que la función de este evento trasciende la necesidad comercial. Se trata por el contrario de un encuentro social, donde las personas se reúnen, se exhiben, se ponen al corriente. La elegancia contrasta con las crueles condiciones del clima, y polleras tornasoladas, enaguas y chalinas se apoderan del brillo y el color. Las mujeres y los hombres usan sombreros por igual, pero las damas los han adornados con plumas de pavo real que combinan con el azul y el verde de sus faldas. Juan no contiene su curiosidad y se pierde entre camiones de naranjas y ovejas, pero yo prefiero sentarme en los pocos rayos de sol que golpean contra la vereda, y observar. Algunos se acercan, y me extienden la mano por cortesía. Una señora cubierta hasta los ojos se pone a conversar sin preámbulo ni presentación. Ha venido a vender un borrego, porque pronto comienzan las clases y debe comprar útiles a sus hijos. “Mi marido me abandonó, y yo le dije: ¿quieres botarme? ¡Pues vete! Y se fue con otra y me dejó sola con cinco wawas, desgraciado. Pero por suerte vine tempranito y ya vendí mi borrego”. Tras esta declaración me tiende la mano y se aleja. Yo sigo entretenida con la dinámica del mercado, observando cómo la venta pasa a un segundo plano cuando dos mujeres se encuentran y rápido empiezan a hablarse al oído, cubriéndose la boca con las manos para luego terminar en risitas cómplices. De vez en cuando alguna oveja intenta escapar, pero es reprendida y debe callarse.
Con todo el cuadro frente a mí puedo comprender mejor el por qué de tanta laboriosa preparación. Aquí nadie escapa de la mirada atenta de los vecinos, y es mejor estar bien arreglado que en boca de todos. Por mi parte, soy consciente de que desentono radicalmente. Mi vestimenta mochilera desencaja con la gracia con que estas mujeres soportan el frío con sus zapatos de taco y hebilla, con sus rodillas al aire y su mirada encendida. No importa la cantidad de enaguas que se pongan bajo la falda, sé que deben tener frío. Y me miran y se ríen, y las entiendo. Pero no es una risa burlona, es la risa curiosa ante lo desconocido. Y si se tientan de verme de esta forma, trato de imaginarme lo que sería llevar a una de estas mujeres a cualquier supermercado porteño, donde las personas apenas si se miran. Es más, trato de pensar qué harían si supieran que alguna vez he bajado a comprar en piyamas y pantuflas, si conocieran la informalidad que existe fuera de este submundo andino.
Las campanas rompen los murmullos y un cura traído de Italia llama a la misa con entusiasmo. Los esquemas del mercado se rompen, las ovejas y los chanchos se atan a los camiones, y buena parte de la concurrencia se apiña en la entrada de la iglesia. La palabra de Dios, que por estas latitudes también habla quechua, importa más que cualquier dinero que pueda ganarse el domingo. Podría pensarse que la gala se debe a la misa dominical, pero en cambio mucha de la gente que ha venido al evento se retira al ver a sus vecinos entrar a la capilla, sin siquiera comprar nada. Otros permanecen fuera, conversando, cuidando de los animales que esperan, añorando quizá el próximo domingo en que todo el desfile vuelve a comenzar.
Excelente me encanta todo lo que escribes como describes este evento en el mercado que magnifico la vida cotidiana de la gente del paramo ecuatoriano. Gracias por traer a mi tantos recuerdos y sueños