Salimos a la ruta con el tiempo justo, pero calculado. No estábamos tan lejos de Mochima, y la idea era tomar un bote hacia la playa a la hora en que todos los turistas están de regreso, para poder acampar cuando ya no quedara casi nadie y apropiarnos de lugar con toda confianza. Nos acercamos al control policial, pero no sacaron zumbando cuando vieron que además de ser tres, veníamos cargados hasta el último confín. No obstante, nos llamaron minutos después para embarcarnos en un bus que venía vacío y que nos llevaría más de la mitad del camino. Los choferes no hablaban mucho, y de fondo se oía claramente un villancico caído del catre, que sonaba con todo vigor a mitad de febrero. Decía: “Si la Virgen fuera andina/ y San José de Los Llanos/ el niño Jesús sería / un niño venezolano”. Al principio, estábamos muy entretenidos conversando sobre los planes próximos: llegábamos al Parque Nacional repletos de ansiedad de descanso y de bolsas de comida, para acampar los próximos días en una playa de postal. El chofer del bus tarareaba el eterno villancico, pero con un toque personal: al final de la estrofa, rezaba “el niño Jesús sería/un niño bolivariano”. Empezamos a entrecruzar miradas pícaras, reconfirmando lo que nuestros oídos estaban escuchando, y soltando alguna risa reprimida ante la bizarra imagen de pensar en un niñito Jesús con una boina roja, expropiando los camellos ociosos de los Reyes Magos. Nos bajamos con la letra del villancico incrustada en el hipotálamo.
Tal como lo habíamos planeado, llegamos a nuestra playa con la caída del sol, y antes de que termináramos de armar la carpa, ya estábamos solos en el paraíso. No hay electricidad, ni agua dulce, ni gente viviendo allí, por lo que acampar requiere de un buen equipamiento y de valor para pasar la noche en un sitio donde reina la naturaleza ni bien cae el sol. Con lo poco de luz que nos quedaba, nos aprovisionamos de leña y empezamos los preparativos para la primera cena. Cada quien en su tarea, de vez en cuando la conversación o el silencio eran interrumpidos por un melódico “un niño bolivariano…”, que devenía en un estallar de risas, concluyendo con un “bizarro, bizarro”. Y a las ocho de la noche, con una oscuridad que lo aburría todo, nos fuimos a dormir, nosotros en la carpa, Ana en su hamaca.
El primer día lo dedicamos al ocio. Nos sentamos debajo de la única sombra no comercializada, y nos dedicamos a leer, a planificar los próximos pasos y a producir (término que hemos adoptado desde que viajamos con Ana). Yo volví a incursionar en las manualidades, y al mejor estilo Utilísima Satelital, me pasé la tarde cosiendo vinchas para ayudar a Ana, con un paisaje que alivianaría cualquier trabajo. De tanto en tanto, el niño bolivariano se colaba en nuestras conversaciones como un jingle pegajoso, de esos que rellenan los espacios vacíos de las transmisoras.
Al día siguiente decidimos que estar ociosos era un poco aburrido, y como quien no quiere la cosa, atacamos a los turistas como tiburones hambrientos, con vinchas multicolores por un lado, y mapamundi y postales por el otro. Con una ausencia importante de competencia, no fue difícil socializar, vender y pasar un buen rato. Y con el niño bolivariano sonando de fondo nos pusimos a reflexionar un poco, esa misma noche, sobre lo difícil que se nos hace caracterizar al pueblo venezolano, tan multifacético, contradictorio y complejo a la vez. A primera vista, hablar de hospitalidad con la soltura con que habíamos caracterizado a otros pueblos, nos parecía un exceso. Nos resultaba un poco tosca la forma en que esta gente se dirige hacia sus pares (a veces uno no sabe si es que se están peleando, si están bromeando, o si está todo bien), y la sensación que teníamos es que cada uno está metido en su propia vaina. Para mi esa “vaina” era literal: cada quien ensimismado en el capullo de sus propios problemas o su propio goce, y ya. Sin embargo, el juicio que podríamos haber hecho luego de los primeros intentos de venta en la playa, unas semanas antes, de seguro hubiera estado equivocado.
Para empezar, es necesario plantear el escenario. Las playas paradisíacas de Venezuela no están llenas de oficinistas relajados en una hamaca bajo la palmera, como lo muestran los folletos turísticos. No hay chicas rubias con cócteles, ni rastudos musculosas con tablas de surf. Contrariamente a lo que el cliché dicta, los personajes de esta escena son familias enteras reunidas bajo pequeñas sombras de toldos, en torno a una gran conservadora. Así como el elemento infaltable del veraneante marplatense es la sombrilla y el pareo, ningún venezolano que se precie pisa la arena sin una gran conservadora cargada de hielo y cerveza, o ron. El agua y los refrescos son opcionales. Y para acompañar la bebida, grandes bolsas de snacks (cosa que me encanta). Uno no ve a nadie leyendo, y es muy poca la gente que está sola. Por lo tanto, arriesgarse a explicar un proyecto cultural con la soltura con que los hacíamos en la costa de La Feliz, fue todo un desafío. La gente al principio miraba sin entender o seguía con sus cuestiones en la mitad del discurso, y entendimos que lo mejor era ir bien temprano, antes de que el alcohol empezara a pasar factura.
Si bien los primeros pasos fueron algo frustrantes, poco a poco le tomamos el ritmo a las playas y las ventas empezaron a florecer. Descubrimos que, mientras que en nuestras costas las conversaciones fluían con facilidad, aquí costaba un poco más, pero siempre iban acompañadas de un obsequio: una cerveza, un trago de gaseosa, una fruta. Por lo que, además de vender, siempre lográbamos encontrar aquella familia que calmara nuestra sed. Nos extrañaba, sin embargo, la sequedad con la que una conversación podía ser finalizada, como si de repente alguien cambiase de canal y nosotros tuviéramos que cambiar de sombrilla. Pero nos fuimos habituando al ritmo, a las botellita de cerveza por doquier, a las personas haciendo equilibrio entre las olas con sus vasos repletos de bebidas.
Viéndolo desde afuera, la imagen podía verse grotesca. Desde mi punto de vista, sin embargo, la sincera búsqueda del placer a la que se entregan los venezolanos me cae simpática. Mientras que a nosotros nos conforman con publicidades que adulan al valiente que dejó todo y se puso un bar en la playa – reafirmando que en lo único en que podemos y debemos parecernos es en la marca de gaseosa que tomamos – , aquí la gente se reúne a vivir la vida sin culpas católicas ni remordimientos.
Frente a las repetidas jornadas de los locales a pura cerveza, papas fritas, pescado y algo de ron, nosotros seguíamos la estricta dieta del acampante, religiosamente basada en arroz, lentejas y algo de verduras. No estábamos mal alimentados, pero tras dos días en completa abstinencia de caprichos, el hecho de saber que debíamos comer sólo aquello que nos habíamos traído, empezó a causar estragos. Es un hecho que siempre se repite: al momento de hacer las compras para acampar, a uno le parece que está comprando demasiado, que los antojos no son necesarios, y que la comida es un elemento secundario dentro de la experiencia que uno va a buscar. ERROR. Puede que las primeras comidas sean una fiesta, en medio de ese sentimiento de autosuficiencia que nos da el hacer un fuego y hervir unos huevos sin más tecnología que un encendedor, pero después de unos días de dormir en el piso y hacer pis en la natura, uno empieza a fantasear. Al principio, nuestros deseos se enfocaban en objetos accesibles: “uy, un pancito de guayaba”, “cómo me comería un pescadito a las brasas”, “un chocolate…”. Pero pronto volvimos a la nostalgia de la madre patria, y no había una sola vez que Juan no encendiera el fuego que en el aire no rondara el clásico chiste: “Dale, traete los chori”. Siempre con el niño bolivariano sonando en el ambiente, masticábamos arroz ahumado soñando con un asado jugoso, con un buen choripán de cancha, con una picadita y un vinito tinto. No pegaba el turquesa del mar calmo con nuestras alucinaciones rioplatenses, pero como dice Kevin qué lindo que es soñar, soñar no cuesta nada…
La mañana del cumpleaños más lindo que tuve…
Ana es una adepta al pescado. Yo no paso mucho más allá de una lata de atún. Mis fantasías oscilaban, más bien, entre un matambrito de cerdo y un buen plato de ravioles. Ella insistía con el pescado. Una noche de esas en que los tópicos van bailando al compás del viento, nos sorprendió una visita. Julián, el joven lanchero que nos había traído, había oído que la acampada era en honor a mi cumpleaños. Y al mejor estilo venezolano se apareció con dos botellas de anís, un bidón de agua y unos panes de guayaba. Se sumó a la cena, preguntó qué era el mate, se rió con nuestra película del niño bolivariano, y se lo llevó a Juan de excursión nocturna a buscar caracoles. Era un claro intento de cortejar a Ana y de complacernos con algo de comida fresca. A la mañana siguiente, y con nuestro amigo de vuelta en el pueblo, incité a que realizáramos la buena acción del día y devolviéramos a los bichos al mar, al menos a una buena parte… Oh, no desperidiciéis este momento, amigos vegetarianos, y venid contra mí, que sueño con un bife de lomo pero me apiado de un puñado de caracoles indefensos…Acusádme de incongruente y os daré la razón!!! Me sentía un poco Cruela De Vil, pensando que se iban a morir en la cacerola, por lo que declaré desde un primer momento que no iba a participar ni de la cocción ni de la ingesta. Pero no pude con mi genio. No sé qué me pasa últimamente, que no puedo mantenerme al margen de la cocina, y cuando a vi a Ana preparando los caracoles rompí mi promesa y decidí incursionar con el nuevo ingrediente. Para ser honesta, la preparación no fue la gran cosa, y aunque el arroz se veía distinto con los bichitos mezclados con la zanahoria, creo que la línea que divide a los caracoles marítimos de las babosas de jardín es muy, pero muy delgada.
Pasamos mi cumpleaños en un lugar de ensueño, y para el cuarto día ya éramos parte del paisaje. Tanto, que los dueños del restaurante dejaron de amenazar con cobrarnos y nos regalaron cebollas y tomates. Pero el niño bolivariano, ese al que no dejábamos de invocar en cada minuto de silencio, tenía preparada una sorpresa para nosotros. No había podido contentar a Ana con un pescadito, pero había traído los caracoles a la mesa. Y fue en el penúltimo día que, presos de la curiosidad, nos visitó una familia que nos bombardeó con preguntas varias y que antes de irse nos dejaron jugo de naranja, un paquete de chizitos (oh, sí!), oreos, y una botella de gaseosa de felicidad. Pero no era todo, resultó ser que uno de los miembros del numeroso clan era estudiante de gastronomía, y el desembarco de la mañana siguiente estuvo bañado de gloria, de esa con la que los argentinos juramos morir. Sí señor, el poder del niño bolivariano excedía nuestras expectativas, y de esa bolsa de nylon que nos fue obsequiada con total desinterés se asomaban unos seis jugosos pedazos de carne, y cuatro chorizos. Y eso no era todo: un tarro enorme de mayonesa albergaba el brebaje de los dioses: chimichurri. No era un intento de imitación con materiales autóctonos, de esos que recrean pero no reproducen. No, era un chimi tan argento como nuestros pasaportes, que nos hizo salivar como los perros de Pavlov en el clímax del experimento. Pensamos que serían pequeñas porciones para compartir, y nos dispusimos a efectuar el sagrado ritual, a buscar la leña, a preparar la ensalada y la mesa para nuestros comensales. Pero cuando fuimos a buscarlos nos encontramos con que estaban a pura arepa y sopa de pescado, y que toda esa carne era para nosotros. “Un regalo de nosotros, para ustedes, del país bolivariano para los compatriotas del Che”, nos dijeron, y tras repetirnos hasta el cansancio que estaban a nuestras ordenes, cambiaron de canal indicando que nosotros debíamos hacer lo mismo.
El Profeta del Camino oficiando de asador…
Ahora sí, la felicidad estaba completa. Naturalmente, volvimos a reflexionar sobre lo particular de la hospitalidad de este país con el que poco a poco nos vamos entendiendo. Escuché por ahí a alguien que decía que dentro de ese todo dar de los venezolanos se esconde un halo de ostentosidad, que también hemos notado. Pero yo no quiero ser tan negativa. De hecho, he sentido una generosidad nata, un placer en el dar por parte de esta gente que me ha resultado muy gratificante. Tanto, que el sabor amargo del comienzo ya no es más que un recuerdo, una anécdota más del camino.
La semana en Mochima fue el paraíso que venía soñando desde que comenzamos a subir por el continente, más de un año atrás. Y parece que de tanto repetir el villancico alterado habíamos logrado una suerte de mantra cumplidor de deseos. Nos dimos cuenta, claro, pero no quisimos abusar. A ver si todavía habíamos encontrado la fórmula para cumplir todos los sueños y no quedábamos estancados ahí, esperando que todo nos cayera del cielo…
Seria mezquino «cambiar de canal» sin decirles. «gracias a Dios que el sbor amargo del comienzo es pasado pisado» Me interesan mucho sus reflexiones sobre nosotros y me admira aun mas la rigurosa fidelidad a su filosofia nomade. Y para ti, Nena.felicitacione: una de tus fortalezas es esa manera de escribir sin mirar para los lados.
Yesica Landia dijo en Facebook:
jaja me gusto la parte de «dale, traete los chori!» siempre cuando hay hambre aparece el asado!! 🙂
Laura…me alegra mucho que la mala experiencia esté pasando a ser un sólo un mal recuerdo….y que hayas festejado tu cumpleaños con alegría,disfrutando de la libertad en la naturaleza…y hasta con asado y chori!
Que lindo cumple!!! Como habia dicho Juan, que le gusta pasar los cumples (mas alla de la vida) viajando, porque siempre tienen una historia!! este cumple sin dudas lo tiene!!! Los mejores deseos Lau!!!
Oye Nena!! La verdad es que los venezolanos somos de corazón generoso y abierto, pero tan echadores de vaina y escandalosos que podemos caer mal. Nuestra forma de hablar se siente (y a veces es) agresiva. Sobre todo si vienes de un lugar como Argentina donde realmente el trato es muy dulce y muy distinto.
Me alegra que hayan disfrutado de la tan ansiada parrilla!!! Un abrazo desde Venezuela!!!
Hola, estoy encantada con tu blog!! Soy de Venezuela, si algún día planeas volver, escríbeme. Puedo indicarte lugares hermosos, naturales no muy visitados. Un museo de arte ecológico que te encantara conocer con tu esposo. Besos!!
Hola! guao de verdad no sabia que te habian robado?? y bueh hay muchos paisajes que les falto visitar en venezuela: Merida con su pico nevado, los medanos de coro, la gran sabana (vi que la visitaron) y el parque nacional canaima (paisaje que sirvio de inspiracion a la pelicula Avatar) son parada obligada para conocer venezuela!! saludos desde este lado del charco..
Hola Laura, eso que no haz venido al llano acá en Venezuela, aqui somos muy generosos, seguro no te faltaría hospedaje, comida bebida, aun y con la escases que en estos ultimos meses se nos han presentado y si vas al campo allí si te vas a cansar de comer, la gente apenas llegas a una casa te ofrecen de todo, saludos, cuando pases por Venezuela escribe…
Si hay algo de ostentasion en los venezolanos,aunque ya no tanto con la espantosa crisis alimentaria y desabastecimiento que sufre el pais por culpa del chavismo. El problema con las bebidas alcoholicas es real pero, en general, son gente buena, hospitalaria y amable, con gente mala como en todos lados y el pais tiene cosas maravillosas como la Gran Sabana, una de las maravillas del mundo pero que no la inspiracion de la pelicula Avatar. Ese lugar es el Parque Nacional Zhangjiajie en China.
saludos